Por Óscar Domínguez Giraldo
Perdidas, en letra chiquita, como de edicto, aparecen en los periódicos las noticias sobre el mundo blanco y morocho del ajedrez. Las publican cada año por la cuaresma. El jurásico juego no tiene dolientes. Sálvese quien pueda. Así que encontrar una nota sobre el reloj del ajedrez es una utopía. Es como escribir en la arena. O sobre el espinazo del viento.
No importa: suficiente con un catecúmeno que reclute con estas líneas para la causa del juego que tiene esta divisa latina: Gens una sumus, que en traducción clásica significa: somos una familia y en versión arracacha, quiere decir: somos de los mismos con las mismas.
El reloj del ajedrez es de bajísimo perfil, como san José. Tiene el anonimato por cárcel. Es un ilustre N.N. más. Sabe que de anonimato nadie se muere.
El mágico cachivache juega dos partidas al tiempo, con blancas y negras, en una especie de tas-tas o yo con yo ajedrecístico. No se alegra en el triunfo ni llora a moco tendido en la derrota. Le resbalan uno y otra.
Terminada la partida, no participan en la orgía de todos contra todos dentro de la bolsa que alberga las piezas. En lugar aparte, prefieren darse un relajado sabático hasta el próximo alboroto en el tablero. Cada loro en su estaca es su credo.
Los jugadores apenas determinan al reloj. Lo manipulan con la punta del índice. Como esos sujetos que cuando saludan a su prójimo apenas prestan las yemas de los dedos. Y después los cuentan a ver si falta alguno.
En las partida rápidas (= blitz) el reloj marca segundos de los que penden los jugadores como espada de Democles, un vecino cuasi tocayo del tal Damocles. Cuando caiga la banderita roja habrá dado su inapelable veredicto. (Bueno, hablo de los relojes con los que me tocó jugar, año ha…).
Tienen la imparcialidad por sino y destino. Son del signo libra. Insobornables, no se inclinan hacia ningún lado. No se sabe si van a vienen. Permiten que cada jugador se forje su victoria o su revés.
Aplican en la práctica el principio de igualdad ante la ley, ofreciendo a ambos contendores oportunidades iguales, sentenció el fallecido abogado-ajedrecista Javier Henao Hidrón.
Muchos sentimos que el reloj nos pide papeles, como cualquier policía. Nos coarta el libre desarrollo de la personalidad. Nos enguaralamos (enredamos). Preferimos jugar sin él.
El reloj del ajedrez no marca las horas, no es su oficio. Da una hora que no es la de carne y hueso que todos conocemos. El tiempo en el ajedrez tiene el reloj por Taj Majal.
Ni siquiera da una hora mentirosa como la de los relojes que se paran para siempre, en eterna huelga de minutos.
Tienen idéntica banderita y la misma música (=tic tac) que nadie sabe qué Beethoven la compuso. La de estos aparatos es una música que no necesita director de orquesta.
El sueño de muchos relojes de ajedrez es encarnar en un reloj de arena para tomar las cosas más despacio, sin estrés. O casarse con una clepsidra.
El reloj del ajedrez es una especie de reloj de arena, pero gemelo, pontificó en su momento otro abogado-ajedrecista, Pedro Posada. Y el hijo del doctor Estanislao se largó a litigar.
El tiempo gana partidas cuando uno de los rivales se cuelga en el tiempo que tiene para hacer las jugadas permitidas. ¡La partida que gana también la pierde! Vive en carne propia la razón de su sinrazón.
No me trama el oficio de reloj del ajedrez. Que la diosa Caissa mantenga los relojes de ajedrez ahítos de minutos para quienes tienen que utilizarlos. (Líneas pasadas por latonería y pintura).
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