Enrique Santos Calderón
Se dirá que es víctima de su propio invento y no hay que sorprenderse de que le respondan con la misma moneda. Y es verdad que el presidente Petro había tildado al presidente Milei de ultraderechista y pinochetista, aunque la respuesta de este batió todas las marcas. “Choque de bocones”, dijo con picante precisión Álvarez Gardeazábal.
No recuerdo en la reciente historia continental que un jefe de Estado haya calificado a otro en ejercicio de “comunista asesino”. En su época más calenturienta Fidel Castro abrumaba de improperios a mandatarios latinoamericanos que consideraba “lacayos del imperialismo yanqui” (como también lo han hechos sus émulos Chávez y Maduro), mientras que no pocos presidentes de la región ripostaban en términos igualmente duros contra el dictador cubano.
La cosa se había calmado hasta que llegó Milei, que arrancó descalificando al presidente chileno Boric de “empobrecedor”, al brasileño Lula de “corrupto” y al papa Francisco de “representante del maligno” y de peronista proclive al comunismo. Después se retractó, aunque no creo que lo haga con Petro.
Pero —para comenzar por donde es— el que en esta época introdujo la eficacia del insulto denigrante contra los rivales fue Donald Trump, que se ufana de ser políticamente incorrecto y le ha ido muy bien siéndolo. Con su encendida retórica y lengua viperina fustiga, e incluso humilla, a sus adversarios con apodos sarcásticos que son el deleite de sus seguidores. Se burla todo el tiempo del “somnoliento” Biden y, ahora, del nombre y raíces indias de la candidata republicana Nikki Haley. A veces la sale caro como se vio con los 83 millones de dólares que le tocaría pagar por difamar repetidamente a la escritora Jean Carroll.
Por su parte, además de su personalidad de por sí desbordada, Javier Milei se inspira sin duda en Trump a quien admira sin rubor (el sentimiento es mutuo). Habrá que ver si le va tan bien como al magnate gringo, porque hay síntomas de que no todos los argentinos comparten su desabrochada irreverencia (ni sus duras medidas económicas). La rechifla en el estadio de la Bombonera no fue gratuita. ¿Y su peinado? A una pregunta que le hicieron en el Festival Hay a Juan Manuel Santos sobre qué le aconsejaría al presidente Milei solo respondió: “que cambie de peluquero”.
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Retomando el hilo, sabemos que el insulto aparece mucho en la discusión política. Ha sido un recurso usual —cada vez más común, por desgracia— que desgasta al adversario y puede incluso incitar a los fieles más emotivos. No es la injuria o la calumnia, aunque sean primos hermanos. El insulto es más personal, directo, visceral y casi siempre vulgar. Es el que puede desatar respuesta violenta.
No es por supuesto la ironía, que requiere de inteligente sutileza para no caer en el agravio. “Adjetivo que no da vida, mata”, decía Huidobro, a quien no me cansaré de citar. De igual manera, calificar aquí y allá a personas de bandidos o asesinos y quedarse en la denuncia genérica es como acusar de corrupción a gobernantes sin dar un solo ejemplo. Sin casos concretos no hay argumento que valga, salvo que sea puramente literario.
Churchill, a quien tampoco me cansaré de citar, era un maestro del ataque político sustentado y también de lo que en Bogotá llamarían la “pesadez elegante”. Es bien conocida la anécdota de cuando la severa Lady Astor le dijo: “Winston, si usted fuera mi marido le envenenaría el café”, a lo que Churchill respondió sin pestañear: “Y si usted fuera mi esposa, me lo tomaría con gusto”. El estadista inglés no tenía pelos en la lengua y se deleitaba en ridiculizar a sus críticos, sin caer en la grosería ramplona ni saña vengativa de quien aspira a regresar a la Casa Blanca.
Cuando Petro recibió tamaño improperio de Milei y decidió —sabiamente— responder con más altura, debió pensar en la importancia del lenguaje y el tono cuando se es jefe de Estado y se representa a una nación. No siempre lo hace. Desde la oposición, en su largo recorrido como implacable crítico del establecimiento, no se caracterizó por la mesura de sus arengas políticas. Una elocuencia desafiante y frontal lo llevó a donde está. De presidente ha acudido también a un lenguaje incisivo, como cuando afirmó que le tocaba “gobernar a un Estado asesino”. Dicho así, sin precisiones ni matices, queda flotando la noción de que todos los anteriores dignatarios estatales habrían sido cómplices, o al menos testigos mudos, de una prolongada empresa criminal. Otra cosa es pedirles perdón en nombre del Estado a las miles de víctimas inocentes de la violencia de la fuerza pública. Eso ya lo hizo Petro, y también en su momento Santos, y habla bien de ambos.
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En medio de tantos discursos y pronunciamientos del Gobierno hay silencios que causan ruido. La inhabilitación de la candidata de la oposición en Venezuela, María Corina Machado, por el régimen de Maduro, no ha merecido comentario alguno. Una medida tan grotescamente antidemocrática, que le impide a María Corina participar en unas elecciones que probablemente ganaría, debe suscitar alguna reacción. Sobre todo de quien, como el propio Petro, sufrió una arbitrariedad parecida, cuando el procurador Ordóñez pretendió inhabilitarlo durante quince años.
Pero, como dicen por ahí, cada quien es dueño de sus silencios.