Los Danieles. Escorpiones y butifarras

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Durante el gobierno de Iván Duque y de su cercano gurú Álvaro Uribe, el fiscal Francisco Barbosa y la procuradora Margarita Cabello actuaron como policías perezosos. La obsesión del primero era y sigue siendo absolver a Uribe de las graves acusaciones que lo tienen con un pie en el cepo. No ha podido. La de la segunda era engordar la nómina para acoger una colosal clientela y convertirse en rama espuria del poder judicial, aunque con ello desobedeciera a las entidades internacionales de justicia. Lo logró.

Terminado el mediocre cuatrienio que dio vida a Barbosa y volvió todopoderosa a Cabello, acometió a estas dos criaturas el afán de castigar lo que antes no veían y ahora sí. Se parecen, pues, a cierto mago pescador de cuya red los amigos sacaban langostinos, y los enemigos, alacranes. En la administración Duque, fiscal y procuradora repartieron apetitosos langostinos, y en la de Petro, tremendos escorpiones. Barbosa alcanzó el delirio. Abandonó el espejito que lo alababa como el mejor fiscal del mundo y optó por transformarse en un enorme candidatosaurio, animal prehistórico que abusa del poder en su beneficio político sin que nadie lo amoneste ni sancione.

Mientras el fiscal agita de manera desvergonzada su precampaña presidencial, la procuradora se dedica a hurgar la conducta administrativa del actual gobierno y a sancionar a los funcionarios que, en criterio de su despacho, han quebrantado la ley. Desde los tiempos de don Quijote resulta saludable deshacer entuertos, y el mandato de Petro ofrece buena dosis de ellos. Pero es fundamental que quien vigila sea el primero en dar ejemplo de rectitud, pues de otro modo su rigor no pasa de ser una tomadura de pelo.

Por eso, aun cuando resulta insólita y sospechosa la presencia de un familiar del canciller Leyva en el lugar donde negociaba la impresión de pasaportes, dudo de que la procuradora tenga la imparcialidad necesaria para procesarlo. No justifico el desacato gubernamental, pero repudio el tufo de revancha que emana de estas severas medidas adoptadas sin que el castigado tenga opción de una defensa oportuna. 

Gran parte de la llamada crisis institucional nace de la credibilidad perdida y el claro sesgo político de los entes de control: la Fiscalía de Barbosa y la Procuraduría de Cabello.

La revista Cambio acaba de denunciar, a propósito, que la señora Cabello otorgó a dedo contratos por 533 millones de pesos a una oficina barranquillera de abogados con la que tiene vínculos de amistad, clientelismo, paisanaje y militancia política. Se trata de un asunto de comadrería que se perpetra con los dineros del contribuyente. El mismo bufete que doña Margarita premia con contratos sin previo concurso de méritos goza, además, de tratamiento privilegiado en predios del clan Char, al cual ella pertenece. Ya lo dijo un ebanista de Jerusalén hace dos mil años: “Si la sal se corrompe, ¿quién salará la tierra?”

Quiero ser justo. Es innegable que varios años de administración Char han mejorado a Barranquilla. Ya la ciudad no es un sumidero de caños, sino que abrió un ventanal al río y se percibe una pujanza que contrasta con los tiempos en que los bobales, como los llamaba Álvaro Cepeda Samudio, constituían una rémora municipal.

Por supuesto que el beneficiario final de estas inversiones ha de ser el ciudadano. Pero no basta con ello. Las enormes cantidades de dinero que cuestan las obras no pueden favorecer solo a una rosca de contratistas multimillonarios, algunos de ellos —como los hermanos Daes y Javier Torres— señalados en el libro La costa nostra, de Laura Ardila. 

Lo sano es que la activación económica que inyectan los trabajos públicos salpique a diversos sectores. Conviene impulsar una robusta democracia presupuestal, hoy inexistente pues un núcleo clientelista se queda con buena parte de los contratos y usufructúa los réditos electorales para perpetuarse en el poder y asaltar los órganos de control.
Así viven, engordan y corrompen los clanes.

Destino final: butifarras

En Barranquilla nos ocupamos de cabellos y en Cartagena hablemos de caballos. Actualmente se estudia un radical cambio de estatus de los rocinantes que desde hace décadas son, con sus carrozas, parte del tradicional paisaje urbano. Alguien a quien estimo y admiro, Alejandro Riaño, propone reemplazar los semovientes por unos carros eléctricos que parecen ridículos memes de los coches. Se dice, y no deja de ser cierto, que algunos de los cuadrúpedos no trabajan en las mejores condiciones. Los hay. Así lo comprobé en la ciudad. Pero en general los cocheros se preocupan por cuidar sus animales, que son su medio de subsistencia y conviven con ellos. 

De todos modos, la solución no es acabar con los caballos sino velar por que estén bien atendidos. 

Apartarlos de su histórico oficio para instalar caricaturescas carrozas equivale a enviarlos a los mataderos clandestinos. “Nos tocará volverlos butifarras”, me comentó un cochero. Desde hace miles de años los équidos se dedican sobre todo a tres oficios: cargar, guerrear y transportar. Eran máquinas de combate: en el siglo V Atila comandaba un ejército de 250 mil caballos. También eran medio de comunicación: los ponis conectaron durante años el oeste norteamericano.

Los jacas que pasean veraneantes por las calles de Cartagena son animales de tiro y atracción turística. Ocurre igual en Manhattan y en Sevilla, por poner dos ejemplos. De prohibirlos para dar paso a automóviles eléctricos, los caballos acabarán en el futuro escoltando el fantasma milenario de los toros bravos, bestias míticas y magníficas en peligro de extinción. Pero no por culpa de los toreros, sino de los animalistas extremos que, al sacarlos del ruedo, los condenarán a desaparecer convertidos en mansas hamburguesas. O butifarras.

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