Los Danieles. Mengele y los siete enanitos

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Eran las tres de la tarde del sábado del 18 de enero de 1945, hace ochenta años, cuando las tropas soviéticas irrumpieron en el gélido campo de concentración de Auschwitz, Polonia. La Segunda Guerra Mundial agonizaba al cabo de un lustro; los aliados (principalmente Estados Unidos, Inglaterra y la Unión Soviética) avanzaban por Europa; los alemanes huían en retirada y solo faltaban siete meses para que la bomba atómica obligara a la rendición de Japón. 

Los soldados liberadores percibieron un espectáculo estremecedor en la ciudadela abandonada: prisioneros esqueléticos al borde de la muerte; restos de las cámaras de gas, ya desmontadas; camastros deshechos; olores nauseabundos; desorden y suciedad. Aún no se conocía la macabra historia de 17 millones de personas asesinadas durante el Holocausto, entre ellas 6 millones de judíos, medio millón de gitanos y 270.000 discapacitados. Tan solo en Auschwitz fueron ejecutados 1.300.000 prisioneros. 

Hoy hace ochenta años quedaban solo 7.000 de los cientos de miles de seres que estuvieron hacinados en las barracas. En las últimas semanas, 60.000 pasaron a otros campos y muchos más murieron. La “materia prima” del horror eran judíos. Pero también había checos, rusos, homosexuales y más de 20.000 gitanos en ese epicentro criminal.   

Una categoría privilegiada de prisioneros eran los enanos y los mellizos, a quienes estudiaba el doctor Josef Mengele, médico nazi dedicado a la genética racista. Como objetos de análisis recibían mínimas ventajas de comida y descanso. Pero si los alimentaban y les salvaban la vida era para realizar con estos especímenes experimentos humillantes (hombres y mujeres tenían que ofrecerse desnudos ante diversos públicos), dolorosos y a menudo mortales. 

Mengele, nacido en 1911 en la ciudad alemana de Gunzburgo, era parte de la SS, entidad responsable de aplicar la política racista de Hitler. Su oficio consistía en explorar la genética, para lo cual trataba a los seres humanos peor que a animales. La meta era lograr una sociedad y una raza superiores a cuanto había conocido el mundo, propósito latente en unos líderes que se consideraban destinados a purificar y reconstruir la humanidad.

En semejante misión, las personas con deformaciones congénitas o características anómalas brindaban la oportunidad de ensayar diversas pruebas y mediciones. Mengele y su equipo se ocupaban de ello. El doctorera cortés, aficionado a la música y capaz de desarrollar tenues relaciones personales con sus víctimas. Pero no vacilaba en matar si la prueba lo exigía, o amputar miembros o someter a sus conejillos de Indias a tratamientos y venenos de su invención. 

La familia Ovitz fue el grupo al que más explotó. Eran siete enanos —cinco mujeres y dos hombres—que llegaron a Auschwitz en abril de 1944 junto con unos pocos familiares de altura normal y 400.000 húngaros judíos. Dos meses después de su arribo, la SS había asesinado a casi todos los prisioneros. El médico, sin embargo, tuvo con los Ovitz consideraciones especiales, como la de salvarlos de las cámaras de gas, donde pulverizaron a miles de sus pacientes. Y aunque muchos cautivos murieron en los años siguientes, los Ovitz y un número de mellizos continuaban con vida a fines de enero de 1945, cuando los rusos entraron espantados al campo de concentración. 

Imagen de los enanos OvitzLa familia Ovitz en pleno. Perla es la del centro y Rozika la canosa.

En el libro En nuestros corazones éramos gigantes (Planeta, 2017) los periodistas Yehuda Koren y Eilat Negev relatan la extraordinaria historia de los enanitos húngaros, su carrera de artistas, sus matrimonios con personas corrientes, sus hijos, su suplicio en el campo de concentración y su vida al terminar la guerra. Paradójicamente, cuatro de los hermanos seudoacondroplásicos (nombre científico de la enfermedad) vivieron más tiempo que el doctor. En 1972 fallecieron los dos varones. En 1984, a los 98 años, Rozika, la más vieja de todas. Cincuenta y seis años después de Auschwitz, en 2001, se cerró el álbum familiar con el deceso de Perla, la más simpática de las pequeñas mujeres.

Mengele huyó el 17 de enero de 1945 y se entregó a soldados aliados que lo soltaron sin saber que se trataba de un criminal de guerra. Tras mimetizarse en Alemania e Italia, vivió con nombre falso en Argentina, Paraguay y Brasil. El 7 de febrero de 1979 un tal Wolfgang Gerhard se ahogó en un balneario de Sao Paulo. Seis años después, un informe forense identificó los restos como los de Josef Mengele, el Ángel de la Muerte.

EL ENVIADO DE GOD. El discurso inaugural de Donald Trump es una declaración ecuménica del espíritu imperial. Resultan tan estrafalaria su demagogia, tan descarado su expansionismo (los nazis lo llamaron Lebensraum) y tan soberbia su desfachatez que el discurso suscita más escándalo que análisis. Ni un pensamiento hacia los pueblos que sufren, ni una mención a los bienes comunes de la Tierra. Solo él. Solo ellos. Solo lo suyo. Y, por si fuera poco, él y ellos creen que Dios lo escogió y nos lo envía. 

ESQUIRLA. ¿Qué dijeron los políticos criollos invitados a aplaudir desde su puesto en gallinero alto la posesión de Trump al saber que este recortará las ayudas a Colombia? ¿We still love you, Donald? ¿O quizás ¡Heil, Musk!?

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