Daniel Samper Pizano
Hay que abonarle a Gustavo Petro que en este país amnésico, donde los jóvenes saben todo sobre la separación de Shakira y nada sobre la separación de Panamá, él suele referirse a la historia de Colombia y del mundo. Lo malo es que a menudo oye cantar el gallo y no sabe dónde.
Varias veces ha exaltado al general José María Melo (1800-1860), tragicómica figura menor que entre el 17 de abril y el 4 de diciembre de 1854 perpetró un golpe militar en Bogotá. Su dictadura costó muchos muertos, casi todos del pueblo llano, y unió las fuerzas democráticas, tradicionalmente enfrentadas ya desde entonces, que lo derrocaron en treinta semanas.
Aunque casi todos los libros de historia nacional califican a Melo de tirano (alguno, incluso, de dictador carnavelesco), a Petro le ha dado la rasquiña de subirlo al máximo altar de la patria. En su reciente discurso de balcón llegó al extremo de coronarlo como miembro de un glorioso trío, al lado de —pongan atención— Bolívar y Jorge Eliécer Gaitán. Alinear a Melo entre el Libertador y el gran caudillo popular es como meter a Condorito entre don Quijote y Madame Bovary.
Este general de caballería, mestizo y tolimense, era una especie de AJÚA del siglo XIX. Había sido valiente oficial en las tropas patriotas, aunque más formado para obedecer que para mandar. Así lo describe el historiador Víctor Paz Otero: “pintoresco”… “fanfarrón y feo”… “las tropas lo respetaban pero no lo querían”… “tenía mañas y procederes estrafalarios”… “le gustaban los penachos, los colores chillones”… “generoso hasta el derroche”… Añade Carlos Lozano y Lozano: “Engreído y arrogante… muy cuidadoso del esplendor de sus uniformes e insignias militares… se dejaba llevar por arrebatos de cólera”. Con todo, el presidente José María Obando, elegido en 1853, confiaba en él y lo nombró jefe del Ejército.
Por esas calendas se estrenaba la controvertida Constitución de 1853, inspirada en los aires libérrimos de la revolución francesa de 1848. El partido liberal llegaba al poder en accidentada elección, hervía la política y la Nueva Granada se encontraba irremediablemente dividida. Un ala liberal —los gólgotas— defendía el libre comercio, proponía acabar con el Ejército, atacaba la esclavitud y luchaba por la separación de la Iglesia y el Estado. El ala moderada —los draconianos— era partidaria de proteger la endeble producción nacional y mantener las fuerzas armadas. Los conservadores denostaban de la Constitución, amparaban la esclavitud y aspiraban a gobernar de la mano de la Iglesia católica. Como reacción por la invasión de productos extranjeros que competían con los suyos, surgieron sociedades de artesanos cada vez más combativas y organizadas a las que se sumaron intelectuales contagiados por el socialismo europeo. No eran raros los enfrentamientos entre ruanetas de alpargatas y cachacos de casaca. Los conflictos de clase mantenían en vilo a la ciudadanía y en crisis de nervios al gobierno moderado de Obando.
Óleo del General Melo.
De semejante fogón de odios surgió una alianza basada en el principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Los militares atacaban a los gólgotas porque estos pretendían liquidar al Ejército. Y los artesanos los detestaban porque la libre importación de bienes significaba su ruina. La llave de conveniencias estaba hecha. Estimulados aquellos por estos, Melo pidió a Obando que asumiera poderes de dictador y reprimiera a los gólgotas. El presidente dijo que no y entró en inexplicable pausa. Entonces, dice el célebre cronista Cordovez Moure, “guiado por sus consejeros, que tenían más de truhanes que de hombres de Estado”, Melo apartó al vacilante Obando y ocupó la silla presidencial con el apoyo de los artesanos. Fecha: 17 de abril de 1854.
Era “la primera vez en la historia nacional que una clase distinta a la burguesía asumía la dirección del Estado” (Enrique Gaviria Liévano). Pero el sueño proletario, como veremos, terminó en frustración: el socio militar de los artesanos iba a resultar un chasco.
Meses atrás había ocurrido un incidente que condujo de manera definitiva a la dictadura. Cierta noche se topó Melo en el cuartel con un suboficial borracho. El comandante le llamó la atención, el subalterno respondió altanero y el general lo mató con su espada. Para enredar aún más las cosas, Melo regó la falsa voz de que el cabo había muerto de pulmonía. La prensa destapó la verdad y la Justicia abrió expediente contra el uniformado.
Insistamos: el flamante dictador no era líder de los artesanos, sino su ocasional amigo. La prueba es que su discurso de posesión no menciona a los obreros, y solo elogia a sus soldados. Menos de ocho meses duró la aventura. El 4 de diciembre las fuerzas unidas de los antiguos enemigos políticos desbancaron a Melo de la Presidencia. Murieron en los combates decenas de ciudadanos humildes y muchos más fueron enviados a los letales campos de concentración de Panamá (entonces parte de Colombia). Al caer el efímero régimen salieron a flote actos de corrupción administrativa cometidos por “la rapacidad de Melo y sus secuaces” (Cordovez Moure). Derrotado y señalado como pésimo estratega, Melo salió hacia Centroamérica y murió en las huestes del presidente mexicano Benito Juárez en junio de 1860.
Fanfarrón, tropero, aliado del pueblo por mera conveniencia, acusado de asesinato, flojo como militar y uñilargo con el erario: ¿podemos comparar a este personaje con Bolívar? Un reciente libro de los historiadores Guerrero Zamora, Prado Arellano y Sevilla Zúñiga cuestiona el planteamiento populista sobre el supuesto carácter revolucionario del cuartelazo y critica que “sea interpretado amañadamente para legitimar cierta plataforma o candidatura política”. Aquella peripecia, advierte, “fue una acción contenciosa liderada por los militares” y no por los artesanos. Finalmente, refuta de modo específico la interpretación de Petro por hallarla “llena de imprecisiones y errores”.
Más claro, solo el caño Cristales.