Los Danieles. El peor ministro del gabinete

Daniel Samper Ospina

Daniel Samper Ospina

Pensé que moría la mañana del viernes cuando súbitamente amanecí compartiendo síntomas con la economía colombiana: me sentía decaído como el peso, al borde del colapso, como si mi propio pulso estuviera a punto de entrar en un inevitable ciclo de desaceleración. El fenómeno inflacionario que —aparte de todo— se adivinaba en mi zona abdominal causaba lástima y preocupación al mismo tiempo. Y, en términos generales, y a diferencia de lo que podría decir el ministro Jaramillo aquella vez que, en plena plenaria, examinó la boca abierta de su colega Velasco, se diría que no me quedaba aliento alguno.

—Estás completamente pálido —dijo mi esposa cuando me incorporé de la cama.

—Tampoco es para tanto —respondí temeroso de que aplicara la drástica fórmula de declararme en recesión y llevarme a Urgencias—. Ahora me doy un baño, tomo agua y quedo como nuevo —rematé optimista, como si se tratara de un problema de liquidez. 

Pero mi esposa es la Laurita Sarabia de la relación —la que me saca de las cobijas, la que decide y organiza: la que, en fin, desempolva el vestido del prom para sentirse elegante cuando organizamos reuniones con cacaos— y media hora más tarde me conducía a Urgencias, precisamente, donde un médico parecido al ministro Bonillita —un hombre bonachón, de baja estatura, cuyo cinturón le tallaba las tetillas— me diagnosticó una anemia extrema, producto, según dijo, de un derramamiento de sangre interno: como si no fuera suficiente con las noticias del país.

Durante varias horas, y tal y como lo hizo César Gaviria con Gustavo Petro esta semana, me tomaron el pulso y me midieron la temperatura. Recibí más chuzadas que un periodista en tiempos de Uribe. Como homenaje a los desayunos de Verónica Alcocer, me pusieron doble suero. Y al caer la tarde fui remitido a las manos de un doctor al que, para proteger la identidad, llamaremos simplemente con la primera inicial de su primer apellido: G. o G. Duperly, para diferenciarlo de los otros. 

Se presentó como coloproctólogo y no perdió el tiempo:

—Vamos a practicarle una endoscopia, es decir, una introspección por arriba, y una endoscopia, es decir, otra por abajo, hasta que demos con el chiste.

Que a un humorista deban buscarle el chiste de esa manera dice mucho de su decadencia. Le exigí entonces que por lo menos tuviera claridad: ¿a qué se refería, exactamente, con intervención? ¿Es lo mismo que quiere hacer el superintendente con el precio del dólar, o se trata de algo más sutil? 

Del doctor G. Duperly me lo explicó de forma didáctica: 

—Vamos a mirar con una manguerita que lleva una cámara lo que tiene en el esófago, es decir por delante, y luego haremos lo mismo por el colon, es decir por detrás.

—¿Y podrían hacerlo con dos mangueritas diferentes, o al menos prometer que van a respetar el orden que me acaba de decir? —imploré.

Jamás imaginé que a estas alturas de la vida revisarían de semejante manera lo que sucede a mis espaldas, para decirlo en términos familiares. 

Le agradecí al doctor G. Duperly el noble propósito, pero me negué: profeso tal temor a cualquier tipo de injerencia quirúrgica, especialmente si amenaza mi virginal tubo digestivo por vías traseras, que preferí pasar. Las noticias de la semana, por lo demás, no colaboraban: Petro proponía traer un tubo de gas desde Venezuela. Y las preguntas del mismo doctor sobre el color, la frecuencia y la calidad de mis miserias servían también para describir el trámite de la reforma a la salud:

—¿Cómo están las deposesiones? —indagó.

—Pues el partido de la U experimenta un cambio deposesión —le expliqué—; debe de ser por la mermelada.

—Hay que bajarle al consumo de mermelada. 
 
Me encontraba siguiendo las novedades de la reforma a la salud, precisamente, cuando cambié de opinión y accedí a que el doctor practicara la doble intromisión. Con vibrato digno de Jorge Eliécer, en esa semana el ministro de salud denunciaba que, salvo la Sinovac, de la cual él mismo se había aplicado tres dosis, las vacunas del COVID fueron una manera de someter a la humanidad al más grande experimento de todos los tiempos, del que fuimos víctimas en particular los colombianos.

Así: como suena. Cuando suponíamos que nadie podía superar a Bonillita y el pago de tres nóminas a los funcionarios del Estado; cuando ya no echábamos de menos a Irene Vélez, y el huracán Corcho parecía un accidente del pasado, y los contratos del pasaporte del canciller Leyva simulaban ser parte de su parsimonia (y nos acostumbrábamos a tener como jefe de los militares a una estatua que hace las veces de ministro): cuando sucedía todo eso, el doctor Jaramillo ofrecía unas airadas declaraciones que podían haber sido pronunciadas por Miguel Bosé. Porque solo en Circombia el ministro de Salud es antivacunas: salvo, claro, que se trate de las de la China. En cualquier momento dirá que nos infiltraron microchips en el cuerpo. O denunciará una conspiración de Roy Barreras y otros reptilianos.

Me entregué al quirófano del doctor García D, o G. Duperly, porque, después de escuchar semejantes declaraciones, llegué a la conclusión  de que si hay un momento para someterse a cualquier tipo de intervención quirúrgica es ahora, cuando todavía quedan soportes de nuestro sistema sanitario (que, dicho de ese modo, parece una promoción de Corona). En cuestión de meses el país ingresará al sistema de salud que dejará el petrismo en la que cualquier cosa puede suceder: que las pólizas únicamente cubran las raspaduras de rodilla o las picaduras de alacrán; que Natalia París dirija el Invima. O  que Miguel Bosé sea director del Adres. 

La intervención resultó un éxito. El doctor G. Duperly cauterizó los hallazgos en lo que G. Petro tarda en escribir un trino, pero sin cometer sus errores de digitación. Desde entonces mi esposa me obliga a guardar cama que, dicho así, es lo que ha debido hacer Petro cuando Íngrid y Lucio timbraban en su apartamento de Bruselas. Mis amigos especulan sobre el origen de la anemia. Y mi padre me pregunta si de casualidad la parte que intervinieron rima con “asteroides”. Pero yo no le encuentro la gracia al comentario. Pediré que se la busquen por colonoscopia. 
 

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