Los chicos lo tienen todo bajo el patriarcado. Menos lo que más necesitan

Chloé Milos Azzopardi

Ensayo

Por Ruth Whippman

Whippman es autora de Boymom: Reimagining Boyhood in the Age of Impossible Masculinity.

El estudiante universitario y jugador de 20 años que conocí en Cedar City, Utah, no parecía muy divertido con su propia broma de que era un cliché cultural. Vivía en el sótano de su abuela y apenas salía de casa, salvo para ir a clase. Pasaba la mayor parte de su tiempo libre conectado a internet: jugando videojuegos, viendo porno y pasando el rato en Discord, la plataforma con un fuerte sesgo masculino en la que los usuarios se reúnen en comunidades dedicadas a temas que van desde lo inocentemente nerd a lo absolutamente horripilante. Él mismo admite que se sentía brutalmente solo.

Durante la pandemia, fue moderador de una comunidad de Discord, al principio sobre todo resolviendo problemas técnicos y eliminando trolls. Pero una noche, un adolescente lo llamó por el chat de voz y empezó a contarle lo solo y deprimido que estaba. Habló con el chico durante una hora, intentando tranquilizarlo y darle esperanzas. Aquella llamada derivó en muchas más. Con el tiempo, se ganó la reputación de terapeuta no oficial del servidor. Cuando dejó Discord, un año más tarde, había recibido unas 200 llamadas de diferentes personas, tanto hombres como mujeres, que hablaban de contemplar el suicidio.

Pero eran los hombres jóvenes quienes parecían más desesperadamente solos y aislados. En el sitio, dijo, encontró “muchos más hombres insanos que mujeres insanas”. Y añadió: “En el caso de los hombres, hay un gran problema con la salud mental y la vergüenza, porque se supone que no debes ser débil. No se supone que estés roto”. La crisis de la salud mental masculina pasa desapercibida.

He pasado los últimos años hablando con chicos como investigación para mi nuevo libro, además de criar a mis tres hijos, y he llegado a la conclusión de que las condiciones de la infancia moderna para los niños varones constituyen una tormenta perfecta para la soledad. Es un problema nuevo que se mezcla con uno antiguo. Todas las viejas deficiencias y puntos ciegos de la socialización masculina siguen en circulación: el mismo fracaso masivo a la hora de enseñar a los niños habilidades relacionales e inteligencia emocional, las mismas normas rígidas de masculinidad y prohibiciones sociales que los alejan de la intimidad y la emocionalidad. Pero en un Estados Unidos adicto a las pantallas y desgarrado por las guerras culturales, también hemos añadido otras nuevas.

La microgeneración que acababa de llegar a la pubertad cuando estalló el movimiento #MeToo en 2017 ya está en edad universitaria (y de votar). Han vivido toda su adolescencia no solo en la era digital, con una gloriosa variedad de opciones virtuales para evitar la angustia de la socialización en el mundo real, sino también a la sombra de un ajuste de cuentas cultural más amplio en torno a la masculinidad tóxica.

Hemos pasado la última media década luchando con ideas de género y privilegio, intentando desafiar estereotipos y estructuras de poder anticuadas. Estas conversaciones deberían haber sido una oportunidad para desechar las viejas presiones y normas de la virilidad, y para ayudar a los niños y a los hombres a ser más abiertos y comprometidos emocionalmente. Pero en muchos sentidos este entorno ha tenido aparentemente el efecto contrario: los ha cerrado aún más.

Para muchos progresistas, cansados de una acumulación de mala conducta masculina, la negativa a comprometerse con los sentimientos de los hombres se ha convertido ahora casi en una cuestión de principios. Por cada tipo duro de derecha que insta a su hijo a dejar de quejarse y “hacerse un hombre”, hay una voz de la izquierda que le dice que expresar sus preocupaciones es quitarle atención a una mujer o a alguien más marginado. Ambos argumentos no son moralmente equivalentes pero el impacto puede ser a menudo similar para los chicos. En muchos casos, las mismas personas que instan a los niños y a los hombres a ser más expresivos emocionalmente también adoptan una postura moral contraria a escuchar lo que realmente sienten. Para muchos jóvenes, puede parecer que sus emociones son desestimadas por ambas partes. Este aislamiento político se ha combinado con las normas masculinas existentes para llevar a un número preocupante de chicos a una especie de reclusión resentida y semipolitizada.

Como madre de hombres jóvenes, estas cifras me dan escalofríos. Y mi propia investigación ha alimentado mis temores. He hablado con chicos de todo tipo. Deportistas e inceles, populares y socialmente torpes, ricos y pobres. Y el mismo tema surgía una y otra vez entre jóvenes que, a primera vista, tenían poco en común. Se sentían solos.

Algunos estaban realmente aislados. Otros tenían muchos amigos. Pero casi todos tenían la sensación persistente de que faltaba algo importante en esas amistades. Les resultaba casi imposible hablar con sus compañeros varones sobre temas íntimos o expresar su vulnerabilidad. Un adolescente describió su círculo social, un grupo de chicos que habían sido sus mejores amigos desde el jardín de infancia, como un “sistema de apoyo poco solidario”. Otro reveló que solo recordaba una conversación emocionalmente abierta con un amigo varón en su vida, y que ni siquiera su hermano gemelo lo había visto llorar en años. Pero se sentían incapaces de articular este dolor o buscar ayuda, por miedo a que, por ser hombres, nadie los escuchara.

Como dijo un joven de 20 años: “Si un hombre expresa alguna preocupación, se la invalidan con todos sus supuestos privilegios”. Y añadió: “Les dicen: ‘Da igual. Las mujeres han sufrido más que tú, así que no tienes derecho a quejarte’”.

Casi sin excepción, los chicos con los que hablé ansiaban relaciones más cercanas y emocionalmente más abiertas, pero no tenían ni las habilidades ni el permiso social para cambiar la historia.

Quizá no sea sorprendente que los chicos no sepan escuchar ni comprometerse con las emociones de sus amigos a un nivel más profundo; al fin y al cabo, nadie se compromete realmente con las suyas. Estamos convencidos de que los hombres y los niños ya han recibido más atención de la que les corresponde porque, en una sociedad sexista, las opiniones masculinas tienen un valor desproporcionado. Pero el mundo —incluidos sus propios padres— tiene menos tiempo para sus sentimientos.

Un estudio de 2014 demostró que los padres eran más propensos a utilizar palabras emotivas cuando hablaban con sus hijas de 4 años que cuando lo hacían con sus hijos varones de la misma edad. (Ya desde el nacimiento, era menos probable que las madres respondieran como sosteniendo una conversación a los primeros sonidos de sus bebés varones). Un estudio más reciente, en el que se comparaba a padres de niños con padres de niñas, reveló que los padres de niños se mostraban menos atentos con sus hijos, pasaban menos tiempo hablando de los sentimientos tristes de sus hijos y, en cambio, eran más propensos a pelearse. Incluso utilizaban un vocabulario sutilmente distinto cuando hablaban con los chicos, con menos palabras centradas en los sentimientos y más centradas en la competencia y el triunfo.

Si pasas algún tiempo en la manosfera, como se le llama a la red de sitios en línea que promueven la masculinidad, es fácil empezar a odiar a los hombres y a los niños. La misoginia extrema, los jubilosos discursos de odio, las amenazas violentas y el retumbar de la amenaza hacen que sea difícil sentir simpatía por las preocupaciones de los hombres, y fácil olvidar las formas en que el patriarcado también los perjudica.

Tal vez no sea sorprendente que, en las garras de las guerras culturales, la preocupación por los hombres jóvenes se haya codificado sutilmente como una causa de derecha, un “silbato de perro” para un tipo de política de mala fe. El razonamiento es que los hombres ya han ocupado por suficiente tiempo nuestras preocupaciones y ahora es el momento de que se callen. Pero para los niños, el privilegio y el daño se entrelazan de formas complejas: la socialización masculina es una mezcla extrañamente destructiva de indulgencia y negligencia. Bajo el patriarcado, los niños y los hombres lo tienen todo, excepto lo que más vale la pena tener: la conexión humana.

Silenciar o demonizar a los hombres jóvenes en nombre de ideales progresistas solo refuerza este problema, empujándolos aún más al aislamiento y la actitud defensiva. La receta para crear una generación de hombres más sanos y más competentes social y emocionalmente es la misma en el discurso político general que en nuestros propios hogares: acercarnos a los chicos con generosidad en lugar de castigarlos. Tenemos que reconocer sus sentimientos, hablar con nuestros hijos del mismo modo que lo hacemos con nuestras hijas, escucharlos y empatizar con ellos en lugar de desestimarlos o minimizarlos, y comprometernos con ellos como seres plenamente emocionales.

Están más que preparados para hablar. Solo tenemos que asegurarnos de escucharlos.

Ruth Whippman es autora de Boymom: reimagining Boyhood in the Age of Impossible Masculinity.

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