Librerias de viejo

Las librerías de usados, celebres en el mundo intelectual.

Por Óscar Domínguez G.                 

Tener librero propio  es tan importante como frecuentar al siquiatra o al panadero. Me refiero a los dueños o responsables de las llamadas librerías de viejo que conservan su eterno encanto, con el agregado moderno del celular y el correo electrónico para satisfacer mejor la “libido leyendi” de la feligresía. 

No aparecen en las guías turísticas de las ciudades. Pero como Dios, se sabe que están en todas partes esperando clientes con alguna joya.

Si bien no han perdido su nombre, los veteranos son cada vez más jóvenes. El relevo generacional se ha dado. Sin que la vieja guardia haya desaparecido de la escena. 

Los libreros son necesarios como una puesta de sol. Forman parte del paisaje cultural que ayudan a enriquecer. 

Así como terminamos pareciéndonos a nuestro perro, el viejo librero terminará pareciéndose a las carátulas de sus libros. Hay clientes que terminan pareciéndose a sus libreros. Es su forma de dar gracias por los favores estéticos recibidos.

Los viejos-jóvenes libreros son el eslabón encontrado entre la cultura y el ciudadano de a pie que no tiene con qué comprar en las grandes librerías. 

En algunas partes se les dice “librerías agáchase”, tal vez porque nos tropezamos con ellas  en la calle. Si la montaña no viene a mí…

El modus operandi no ha cambiado: el cliente pregunta por equis novela, por decir algo, y de una vez se activan las papilas olfativas que llevan al librero al sitio donde espera el ejemplar. Me sucedió cuando le pregunté a Célico, de la librería “Merlín” de la Carrera 8A con Calle 15, en Bogotá, por obras de Julio Camba. Tenía algunas.  A medida que le llegan otras del español, Célico llama a su cliente. O le escribe para enterarlo de novedades desde [email protected] …. Son las reglas de juego del oficio.

Célico, librero bogotano. Foto ODG

Una de las principales características de los libros es su olor, una ventaja que le llevarán siempre a la Internet.  Si por este sentido (olfato) no lo ubica en su disco duro, el librero – o librera, porque ellas llegaron hace rato para quedarse- recurrirá a otros trucos, incluida la memoria visual o gráfica,  que les dirá dónde está el ejemplar en su babel de papel. 

Los viejos libreros, como los nuevos, se siguen pareciendo en que se encargan de satisfacer ese apetito desordenado de libros que llevamos dentro. 

Por decir algo, Armando Correa, de la librería “Pensamiento crítico”, vecino y competencia de “Merlín” con quien se mira de reojo,  tiene (o tenía, cuando lo visité) para la venta (52 mil pesitos) el agotado “Faunética”, del Caro y Cuervo. “Olvídese, los libros no son baratos”, comentó Correa, un señor delgado. Parece que hiciera la dieta de Don Quijote. Su tarjeta de presentación ofrece libros de historia, literatura, economía, sociología, política, educación, antropología y filosofía. (Después lo compré nuevo, en cinco mil pesos en una fiesta del libro en Medellín).

No le dí el papayazo a Correa y lo compré baratongo y nuevo.

Jorge Acuña quien despacha de su sancta sanctorum de la Calle 19, me consiguió “Los tres pelos del diablo”, de autor anónimo. Fue el primer libro que me regaló un tío el día de la primera comunión. Pongámosle apenas 60 años a ese primer deslumbramiento con la lectura. (Hablemos de “epifanía” para que los posibles lectores digan: qué léxico tan rico tiene esta pinta).

Nacemos no solo con los polvos contados, dicho sea con el Nobel de Aracataca. En ese ADN que es nuestra cédula en tres letras, llevamos la lista de los libros que algún día despacharemos.

Muchas de las novelas leídas o por releer a veces solo están disponibles en estos relajados lugares, verdaderas zonas de despeje, de distensión. 

En la Bogotá Capital Mundial del Libro e Iberoamericana de  la Cultura es posible encontrar librerías de éstas en cualquier punto de la rosa de los vientos. (En Medellín esa babel del libro está por los lados de La Bastilla. No se lo pierdan).

Pero es en el Centro Cultural del Libro, en la Carrera Octava con Jiménez y alrededores, donde se encuentran en fogoncito, apretaitas, como en la buseta, el metro o transmilenio,  esas casas de citas donde podemos encontrar a nuestras amantes de papel, las únicas que nos alcahuetean en casa. 

Los libreros ven llegar  al hambriento cliente y casi podría decirse que de entrada le calculan el revuelto de sus apetencias literarias. Como los papas, son infalibles, nunca fallan.

Y se va creando una complicidad  entre las partes, tan estrecha como la que existe entre la playa y la ola, entre el barman y el borrachito que va desgranando sus tusas de amor, el corrupto y sus mañana para lograr la casa por cárcel.

Los clientes más consentidos, poco a poco, adquieren derecho a un taburete donde pueden acomodar sus posaderas. De pronto hasta tinto o trago le ofrecen en la trastienda. Es un honor que hay que ganarse a pulso. O sea, comprando, comprando y comprando.

Uno mira al librero y de pronto lee en sus ojos las historias que se cuentan en los libros que lo acompañan. Mirándolos da la sensación de que Ulises, Aureliano Buendía,  Lisístrata, la  pacifista que propuso huelga de piernas abiertas en la comedia del gran Aristófanes, reencarnan en él.

La modernidad obliga a la globalización del librero que se las tiene que ingeniar para convertirse en autoridad en toda clase de libros. Sin descartar textos escolares, universitarios, jurídicos, técnicos, históricos, deportivos, médicos. 

Generalmente, cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas, o sea,  su propio nicho. En este sentido, no se pisan las mangueras. Se respetan sus espacios, como dicen las parejas de la “internetidad”.

Sin querer queriendo, se ayudan. Si no tienen determinado libro, sugieren dónde lo puede adquirir. Ya vendrá la  reciprocidad. Son otros gajes del oficio. Juego limpio, señores, como dicen el señor de los deportes.

Libreros hay que casi derraman una nada furtiva lágrima cuando tienen que desprenderse de alguna joya que por azar cayó en sus manos. Al final, los libreros prefieren al comprador que acredite mínimos requisitos para quedarse con la pieza. Decirles adiós a esas joyas es como renunciar a la prótesis dental.

De reojo, miran en el periódico los avisos clasificados sobre muertos. En los que parten puede haber una futura buena guaca de libros. Otros ejemplares les llegan a su refugio. Allí se produce el normal regateo. Son tacaños para comprar, implacables para vender. 

Tienen mucho de cirujanos plásticos. A los libros deteriorados que compran los someten a delicadas operaciones y los dejan parcialmente nuevos, como para poderlos “presentar decentes en la escena del mundo”, dicho sea con mi pariente Gustavo Adolfo Bécquer quien se cambió el apellido Domínguez original y nos jodió a sus parientes. Bueno, nos queda Hernando Domínguez Camargo, quien se quedó así.

Los libreros de viejo hacen fiesta cuando le encuentran a su cliente la traducción más adecuada de la obra: Por decir algo, Orgullo y prejuicio, de la divina Jane Austen, la recomiendan traducida por Armando Lázaro Ros,  Las memorias de Adriano, por el cronopio Cortázar…

Libro que no le podamos conseguir no existe, es otra de las inquebrantables normas. Si no tienen ese cuento  que le alborota sus nostalgias de lector, lo buscarán por aire, mar o tierra.

Para eso están las herramientas viejas, o las modernas, sus graciosas majestades el celular y  el correo electrónico. Además, no hay libro que no pueda ser ubicado a través de Internet. 

Hay librerías que caminan. Son aquellas que hoy están en el Parque Santander,  mañana en el de los Periodistas, Las Nieves, la Plazuela del Rosario, el Parque Nacional o en mercados de las pulgas como los de Usaquén o de la Carrera Séptima con Calle 26. Donde menos se piensa salta la liebre del libro. 

(Publicado en Ciudad Viva, periódico de la alcaldía de Bogotá que dirigía el maestro Angulo. Cerraron ese medio por abundacia de escasez de plata para la cultura. «¡Qué falta de respeto, qué tropello a la razón!».

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