Les dijo a sus seguidores que murieran de hambre para encontrarse con Jesús. ¿Por qué tantos lo hicieron?

Una fosa común en el bosque Shakahola, en Kenia, repleta de agujeros tras la exhumación de varios cuerpos. Foto Yasuyoshi Chiba/Agence France-Presse — Getty Images

Por Andrew Higgins

Andrew Higgins viajó a la propiedad del pastor en el bosque Shakahola y a las aldeas de la costa de Kenia.

Delirante de hambre, un creyente que llevó a su familia a vivir con un culto cristiano apocalíptico en un paraje remoto en el sureste de Kenia le envió un angustiado mensaje de texto a su hermana menor hace dos semanas. Aunque le rogaba que lo ayudara a escapar, todavía seguía bajo el control del predicador que lo había atraído hasta ese lugar, tras prometerle que sería salvado a través de la muerte por inanición.

“Respóndeme rápido, porque no tengo mucho tiempo. Hermana, el fin de los tiempos ha llegado y la gente está siendo crucificada”, le dijo Solomon Muendo, un exvendedor ambulante, a su hermana. “Arrepiéntete para que no te quedes atrás. Amén”.

Muendo, de 35 años, había estado viviendo en el bosque Shakahola desde 2021, cuando, al igual que cientos de otros creyentes, abandonó su hogar y se mudó allí con su esposa y sus dos hijos pequeños.

Habían acatado el llamado de Paul Nthenge Mackenzie, un extaxista convertido en televangelista quien, al declarar que el mundo estaba a punto de acabarse, comenzó a promocionar entre sus seguidores a Shakahola como un santuario cristiano evangélico para el inminente apocalipsis.

Sin embargo, en vez de un refugio, la propiedad de 320 hectáreas es un terreno baldío quemado por el sol lleno de matorrales y árboles raquíticos, que se ha convertido en una espantosa escena del crimen, salpicada de tumbas poco profundas de creyentes que decidieron morirse de hambre o, como Mackenzie preferiría, se crucificaron a sí mismos para poder encontrarse con Jesús.

Hasta hace un par de semanas, 179 cuerpos habían sido exhumados y trasladados a la morgue de un hospital en la ciudad costera de Malindi, a unos 160 kilómetros al este de Shakahola, para ser identificados y practicarles las autopsias. Los principales patólogos del gobierno informaron hace dos semanas que, si bien el hambre causó muchas muertes, algunos de los cuerpos mostraban señales de muerte por asfixia, estrangulamiento o golpizas. A algunos les habían extirpado órganos, según una declaración jurada de la policía.

Cientos de personas más siguen desaparecidas, quizás enterradas en tumbas que no se han descubierto. Otros deambulan por la propiedad sin comida como Muendo, cuya esposa e hijos están desaparecidos, contó su hermana.

La horrible magnitud de lo que los medios de comunicación de Kenia han calificado como la “masacre de Shakahola” ha dejado al gobierno intentando explicar cómo, en un país que se cuenta entre las naciones más modernas y estables de África, las fuerzas del orden público tardaron tanto tiempo en descubrir los macabros sucesos en una extensión de tierra ubicada entre dos populares destinos turísticos, el Parque Nacional Tsavo y la costa del océano Índico.

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Personal de seguridad transportaba a una persona rescatada del bosque Shakahola en abril. Foto Yasuyoshi Chiba/Agence France-Presse — Getty Images

El hecho de que tantas personas ignoraran el instinto humano más básico de supervivencia y eligieran morir ayunando ha planteado preguntas delicadas sobre los límites de la libertad religiosa, un derecho consagrado en la Constitución de Kenia.

El cristianismo evangélico —y los predicadores independientes— han ganado popularidad en toda África. Es parte de un auge religioso en el continente que contrasta con la rápida secularización de antiguas potencias coloniales como el Reino Unido, el cual gobernó Kenia hasta 1963. Cerca de la mitad de los kenianos son evangélicos, una proporción mucho mayor que en Estados Unidos.

A diferencia de las iglesias católica romana o anglicana, que se rigen por jerarquías y reglas, muchas iglesias evangélicas están dirigidas por predicadores independientes que no tienen supervisión.

El presidente de Kenia, William Ruto, un ferviente creyente cuya esposa es predicadora evangélica, se ha mostrado cauteloso a la hora de imponer restricciones a las actividades religiosas, aunque hace un par de semanas le pidió a un grupo de líderes eclesiásticos y expertos legales que propusieran formas de regular el caótico sector religioso de Kenia.

Para Victor Kaudo, un activista de derechos humanos en Malindi que visitó Shakahola en marzo, la libertad otorgada a predicadores como Mackenzie ha ido demasiado lejos. Kaudo, notificado por los desertores del culto, encontró creyentes demacrados que, aunque estaban al borde de la muerte, lo maldijeron y calificaron de “enemigo de Jesús” cuando trató de ayudarlos.

Una mujer hambrienta, con la cabeza rapada por orden de los líderes de la secta, se agitó furiosamente en el piso cuando Kaudo se le acercó y le ofreció sustento, según muestra un video que grabó.

“Quería que estas personas hambrientas sobrevivieran, pero querían morir y conocer a Jesús”, recordó Kaudo. “¿Qué hacemos? ¿Acaso la libertad de culto prevalece sobre el derecho a la vida?”

Mackenzie le ha dicho a los investigadores que nunca ordenó a sus seguidores que no comieran y que simplemente predicaba sobre las agonías de los últimos tiempos profetizadas en el libro de Apocalipsis, el último del Nuevo Testamento. Fue arrestado en abril, puesto en libertad y luego lo volvieron a detener. Está bajo investigación por acusaciones de asesinato, terrorismo y otros delitos. Su abogado se negó a comentar.

Durante su breve aparición ante un tribunal en Mombasa este mes, Mackenzie, de 50 años, vestido con una chaqueta rosa, mostró una actitud alegre mientras saludaba imperiosamente desde el interior de una jaula de metal para llamar la atención del magistrado. El magistrado lo ignoró y extendió su detención.

Paul Nthenge Mackenzie, dressed in a hot-pink jacket, pointing his finger.
Paul Nthenge Mackenzie en un tribunal de Mombasa, en el sureste de Kenia. Foto Simon Maina/Agence France-Presse — Getty Images

El viaje de Mackenzie de taxista pobre a líder de una secta con su propio canal de televisión comenzó en 2002 en un patio de piedra frente a una escuela primaria católica en Malindi. La propiedad pertenecía a Ruth Kahindi, quien conoció a Mackenzie en una iglesia bautista cercana y lo invitó a predicar en su casa.

Juntos formaron su propia iglesia, Good News International, utilizando la casa de Kahindi como sede.

“Era una iglesia normal al principio”, recordó la hija de Kahindi, Naomi, quien recuerda a Mackenzie como un poderoso orador que inicialmente se apegó al mensaje evangélico estándar de salvación a través de la fe exclusiva en Cristo y la Biblia como la máxima autoridad espiritual.

Después de varios años de estrecha colaboración, Kahindi se separó de Mackenzie alrededor de 2008, dijo la hija, luego de que el predicador se volviera cada vez más apocalíptico en sus sermones.

También hubo disputas por dinero, dijo la hija de Kahindi, quien agregó que se sospechaba que Mackenzie se embolsaba los diezmos.

En respuesta, Mackenzie “comenzó a acusar a mi madre de brujería”, dijo Naomi.

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La iglesia Good News International en Malindi este mes. Mackenzie sorprendió a sus seguidores en 2019 al anunciar que cerraría la iglesia, vendería su propiedad y se iba a retirar al bosque Shakahola. Foto Sarah Waiswa para The New York Times

Al no poder usar la casa de Kahindi para predicar, Mackenzie, quien ya no estaba en situación de pobreza extrema, construyó un gran salón de oración de hormigón en un terreno que había comprado en Furunzi, a las afueras de Malindi, y la declaró como el nuevo hogar de la iglesia Good News International. Se comenzó a correr la voz de sus advertencias sobre la próxima batalla del Armagedón.

Aunque estaba amargamente distanciado de Kahindi, se llevó consigo a una de sus hijas, Mary, quien se había casado con uno de los seguidores más fervientes de Mackenzie, Smart Mwakalama, extrabajador de limpieza de hoteles.

Mwakalama también está bajo arresto. Su esposa, Mary, y sus seis hijos han desaparecido y se teme que estén entre los muertos sepultados en Shakahola.

Según Naomi, Mackenzie “es un demonio” que ha “destruido demasiadas vidas”.

Entre otros afectados por la tragedia se encuentra Priscilla Riziki, una aldeana en situación de pobreza que le presentó a su hija mayor, Lorine, los sermones de Mackenzie hace una década. Atormentada por la culpa y el dolor, visita la morgue de Malindi todos los días para buscar a su hija y sus tres nietos, quienes se mudaron al retiro de Mackenzie en 2021.

​​“La única esperanza que me queda es ver a mi hija, viva o muerta”, dijo Riziki.

Priscilla Riziki sosteniendo una foto de su hija Lorine Menza, de 25 años, de quien no se sabe nada desde marzo.
Priscilla Riziki sosteniendo una foto de su hija Lorine Menza, de 25 años, de quien no se sabe nada desde marzo. Foto Sarah Waiswa para The New York Times

Un grupo de residentes enojados, algunos de ellos familiares desconsolados de miembros desaparecidos de la secta, saquearon la antigua iglesia de Mackenzie hace dos semanas, derribaron su puerta rosa y destrozaron el muro que la rodeaba.

“La gente está muy enojada y culpa a Mackenzie, pero yo culpo al gobierno”, afirmó Damaris Muteti, miembro de una iglesia evangélica rival y predicadora itinerante, mientras examinaba los escombros.

“Mackenzie es un buen hombre, pero el diablo lo usó”, aseguró. “Algo salió mal”.

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Fosas comunes en el bosque de Shakahola, donde se han exhumado 145 cuerpos. Foto Yasuyoshi Chiba/Agence France-Presse — Getty Images

Un vendedor de maní llamado Titus Katana, quien se unió a la iglesia Good News en 2015 y ascendió hasta convertirse en pastor adjunto, dijo que al principio sentía una gran admiración por Mackenzie y sus sermones. “Cambió debido a sus falsas profecías” sobre el fin del mundo, dijo Katana. “Su principal interés comenzó a ser ganar dinero, no predicar al mundo”.

Recuerda que, para 2017, Mackenzie había comenzado a decirles a los fieles que no fueran al médico ni enviaran a sus hijos a la escuela. Estableció su propia escuela paga, no registrada, en su iglesia. También afirmaba tener poderes divinos de curación, por los cuales también comenzó a cobrar.

“Me dijo que había recibido una revelación de Dios” acerca de que la educación y la medicina eran pecaminosas, recordó Katana. “Todo lo malo empezó con eso”.

Ya para ese momento, Mackenzie había expandido su alcance mucho más allá de la costa de Kenia gracias a su establecimiento de Times TV, un canal evangélico que transmitía sus sermones cada vez más apasionados a través de internet y en toda África. Entre los desaparecidos en Shakahola hay un ciudadano nigeriano y una azafata de Kenia.

“Te vuelves adicta a lo que dice”, afirmó Elizabeth Syombua sobre Mackenzie.
“Te vuelves adicta a lo que dice”, afirmó Elizabeth Syombua sobre Mackenzie. Foto Sarah Waiswa para The New York Times

Elizabeth Syombua, la hermana del hombre que actualmente se está muriendo de hambre en el paraje remoto, contó que ella y su hermano solían quedar fascinados con las transmisiones de televisión de Mackenzie. “Te vuelves adicta a lo que dice”, dijo y recordó cómo solía salir corriendo a casa desde su trabajo en una fábrica de costura de Mombasa para poder verlo por televisión junto a su hermano.

“Es como un espíritu maligno con un extraño poder para atraer a la gente a su trampa”, dijo.

Sin embargo, la creciente popularidad de Mackenzie también atrajo la atención de las autoridades.

Mackenzie fue arrestado en octubre de 2017 por cuatro cargos, entre ellos la radicalización y la promoción de creencias extremistas, delitos que en el pasado se habían formulado principalmente contra musulmanes responsables de una serie de ataques terroristas en Kenia. Mackenzie se declaró inocente y fue absuelto.

Fue detenido nuevamente en 2019 y lo dejaron en libertad bajo fianza. Intensificó su confrontación con el gobierno, denunciando la introducción de números de identificación nacional para los ciudadanos como “la marca de la bestia”, y como una señal más del inminente apocalipsis.

Con la amenaza de nuevas acusaciones, Mackenzie sorprendió a sus seguidores en 2019 al anunciar que cerraría la iglesia, vendería su propiedad y se retiraría al bosque Shakahola. Invitó a sus seguidores para que se le unieran y compraran pequeñas parcelas en lo que dijo que sería una nueva Tierra Santa.

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Recepción de cuerpos exhumados en una morgue en Malindi, el mes pasado. Foto Monicah Mwangi/Reuters

Katana, su antiguo predicador adjunto, contó que había comprado casi media hectárea por 3000 chelines kenianos, que en ese entonces valían alrededor de 30 dólares. Era un precio bajo pero, aún así, era una ventaja para Mackenzie porque no era el dueño legal de los terrenos que estaba vendiendo.

La llegada de la pandemia de COVID-19 a Kenia en 2020 aumentó el atractivo de la oferta de tierras de Mackenzie y, para muchos, reivindicó su viejo mensaje de que el mundo estaba llegando a su fin.

Según Katana, Mackenzie, cada vez más obsesionado con el apocalipsis, emitió “nuevas instrucciones” en enero a los cientos de personas que se habían mudado a Shakahola, propiedad que el televangelista dividió en distritos con nombres bíblicos como Jericó y Jerusalén.

Mackenzie, quien se presentaba como una figura similar a Cristo, vivía en una sección a la que llamó Galilea, por el área de Palestina donde Jesús vivió la mayor parte de su vida.

Las instrucciones, contó Katana, presentaban un plan metódico para el suicidio masivo a través de la inanición. Los primeros en perecer serían los niños, quienes debían “ayunar bajo el sol para morir más rápido”, dijo Katana, recordando las palabras del pastor. En marzo y abril, sería el turno de las mujeres, seguidas de los hombres.

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Titus Katana dijo que en un principio sentía gran admiración por Mackenzie, pero “cambió debido a sus falsas profecías”. Foto Sarah Waiswa para The New York Times

Según Katana, Mackenzie afirmó que se mantendría con vida para ayudar a guiar a sus seguidores a “encontrarse con Jesús” a través de la inanición, pero que una vez que terminara este trabajo, él también moriría de hambre antes de la llegada de lo que dijo que sería el inminente fin del mundo.

En un video publicado en línea en marzo, Mackenzie dijo que había “escuchado la voz de Cristo decirme que ‘el trabajo que te encomendé para predicar los mensajes de los últimos tiempos durante nueve años ha llegado a su fin’”.

Katana dijo que ya para ese momento había roto relaciones con Mackenzie y que no se encontraba en Shakahola cuando comenzó el programa suicida, pero que se enteró por los creyentes que estaban allí. Katana fue a la policía para denunciar que los “niños se están muriendo” en el bosque.

“Nunca tomaron ninguna medida hasta que fue demasiado tarde”, dijo.

En abril, Muendo, el exvendedor ambulante que se había mudado a Shakahola en 2021 con su familia, llamó por teléfono a su hermana en Mombasa y le dijo que “vamos a comenzar un ayuno para poder ir a ver a Cristo en el Gólgota”, una referencia al lugar de la crucifixión de Jesús en la Biblia.

“Le dije: ‘Estoy orando por ti, pero te necesitamos, así que no te crucifiques’”, contó la hermana, Syombua.

Muendo, según su hermana, le pidió que entendiera que no tenía más remedio que “llegar hasta el final”.

“Él estaba feliz, porque pensó que moriría pronto por Jesús”, dijo la hermana.

En cuanto a Mackenzie, agregó Syombua, “es un asesino”.

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Ropa encontrada en el bosque de Shakahola. Foto Yasuyoshi Chiba/Agence France-Presse — Getty Images

Simon Marks colaboró en este reportaje desde Nairobi, Kenia.

Andrew Higgins es el jefe del buró para Europa central y oriental con sede en Varsovia. Anteriormente fue corresponsal y jefe de buró en Moscú de el Times, formó parte del equipo que recibió el Premio Pulitzer de Periodismo Internacional en 2017 y lideró un equipo que ganó el mismo premio en 1999 mientras era jefe del buró en Moscú de The Wall Street Journal.

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