
Por Jaime Burgos Martínez*
Estando en un tinteadero escuché que alguien en un grupo de tertulia, de una mesa vecina, expresó que la corrupción no la censuraba de forma férrea; pero, en cambio, sí a la tolerabilidad de la sociedad, lo cual me dejó pensativo, pues una y otra, en principio, son condenables por igual. Sin embargo, luego, en un acto de serena y sensata reflexión, llegué a la conclusión de que esta admisibilidad social es más perjudicial, en grado superlativo, que la corrupción en sí misma, porque ella sigue existiendo y se vuelve perdurable: debilita o destruye, por falta de confianza, las instituciones y el Estado de derecho, cimientos de una verdadera democracia.
Esta permisibilidad social, que ya trasciende a la justicia (firme pilar en una democracia para la protección del Estado de derecho), al permitir llegar a la máxima instancia de la jurisdicción a algunas personas que antes de ser elegidas, cuando eran servidores públicos (ordenadores del gasto) o ejercían la profesión de abogado, les hicieron favores a los que forman las ternas y a los que eligen a los postulados; la justicia debe ser una virtud fundamental, como la entendía Platón en La República, mas no una mercancía a órdenes del mejor postor. ¿Cómo se puede así impartir justicia de manera imparcial?
Para algunos de los «ilusionistas del derecho», manipuladores de la ley que desvirtúan la verdad o generan la ilusión de que algo existe o no, como los calificó Gabriel García Márquez en Cien años de soledad (1994:322), llegar a ser magistrado de Alta Corte es un objetivo que se ha pensado y planeado con antelación, aún desde las mismas entrañas del poder público, cuyo terreno se abona con fastuosas invitaciones (sufragadas con recursos non sancto) y aliñadas con contratos a nombre de terceros, canonjías y dádivas para sus futuros postulantes y electores; las hojas de vida y el proceso de elección (entrevistas e intervenciones), que forman parte de la parafernalia, es lo que menos se tiene en cuenta, así como las condiciones morales y éticas, puesto que, antes de que arranque el trámite electoral, ya se sabe de antemano quiénes serán los escogidos.
En la actualidad, está sobre el tapete una terna de solo mujeres para el cargo de magistrado en la Corte Constitucional. Si bien es cierto que es importante que se promueva la participación paritaria de las mujeres en las ternas, sin que haya ley que lo exija, puesto que la Ley 2424 de 2024, modificatoria de la Ley 581 de 2000 y que garantiza la participación paritaria, no ha sido reglamentada respecto de los cargos a los cuales se les aplicará, conforme a su artículo 4.°, parágrafo 2, no lo es menos que esta, a mi juicio, debería cumplirse en la conformación mixta de las ternas y no en el diseño que favorece a un solo género, porque no se trata de un nombramiento sino de una elección que está sujeta a la decisión, previos acuerdos políticos, de los honorables miembros del Senado de la República. ¿Cómo podría, en el caso de la Corte Constitucional, darse la participación paritaria cuando son nueve ternas y se conforme cada una de ellas con personas de un solo género?
Por lo dicho, a pesar de los procesos de elección establecidos para el escogimiento de magistrados de Altos Tribunales, todavía soy partidario de elegir a una persona como miembro de una corporación, mediante el voto de los integrantes de ella (cooptación), pues se puede escrutar lo que ha sido su vida personal y pública ―de dónde viene y para dónde va―, y se evitan las componendas políticas y las inimaginables de otra índole; se necesitan verdaderos juristas con integridad moral y ética, y no con hojas de vidas infladas, sin experiencia judicial y obras apócrifas (que cuando se les pregunta sobre ellas no saben de qué se tratan), y no matriculados al servicio de intereses particulares o del Gobierno nacional de turno, para hacer varios mandados.
Esta permisibilidad social a que me refiero es más evidente en el nivel regional, en pequeñas sociedades, en que, de la noche a la mañana, aterrizan, en el escenario de las relaciones interpersonales, políticas y de negocios comerciales, muchachos «prósperos», sin explicación alguna de los recursos económicos que ostentan; pero encuentran eco en aduladores y serviles en la alfombra del cinismo descarado y de la hipocresía repugnante en que caminan, y se convierten, irónicamente, por el poder del dinero ilícito, en dirigentes políticos. ¿Qué sociedad puede progresar con la competencia del derroche de dinero fácil y mal habido y la creciente mediocridad de sus miembros, en que la sanción social es nula, y la justicia inexistente? Como decía el filósofo español José Ortega y Gasset, «Yo soy yo y mis circunstancias».
*Jaime Burgos Martínez
Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario.
Bogotá, D. C., mayo de 2025
Tu tarea quijotesca es loable,este país está inmerso en un tornado de corrupción que arrasa con las buenas costumbres y la honradez,plata es plata venga de dónde viniere