Por Hernán Alejandro Olano García
El periodista Guillermo Tovar, acaba de presentar su más reciente obra “La ciudad del águila negra”, una serie de cuentos y relatos cortos acerca de Bogotá, a la que inicialmente por Real Cédula de 3 de diciembre de 1548, Carlos V y su madre doña Juana I, le habían dispensado escudo a la Real Audiencia y, luego, el Emperador por Real Cédula del 27 de julio de 1540, se lo cedería al pueblo al concederle a Bogotá el título de ciudad, donde el águila «de sable”, o negra, según los colores heráldicos, rodeada de una cinta con nueve granadas, identifica a nuestra capital.
La obra, editada por “Buque de Papel”, en 142 páginas, nos desvela a un Tovar caminante de calles y rincones rumbo al Palacio de Nariño, donde trabaja, En esos recorridos de noche o de madrugada, ha podido construir relatos sobre personas, lugares y situaciones de esta entrañable ciudad que a todos nos acoge en su sobrecogedora intimidad.
El periodista español Jesús Fonseca Escartín, ha dicho de esta obra, como prologuista, que recoge cuentos para tiempos inciertos, con una escritura atractiva y coloquial, que presenta situaciones llenas de humanidad y a su vez de cosas sencillas en la vulnerabilidad del género humano, sin desconectarse de la dignidad que representa en sus tópicos narrativos reconocer el “realismo callejero” de la ciudad del Licenciado Jiménez de Quesada.
Son veinticinco relatos, que nos levan a desarrollar, alguno de ellos, el colombo fobia, esa fobia a las palomas de la Plaza de Bolívar, que Tovar bautiza como “ratas voladoras”, casi 1500 habitantes negros y toxoplasmáticos, que habitan el corazón de la república.
Otro relato, de “Rolo y Gata”, dos habitantes de calle, que hacen parte del panorama de esa “Ciudad Burdel” del barrio Santa Fe, donde la panadería y pastelería “La Pureza”, reitera que Bogotá es un auténtico tratado de ironía, donde el “Ensayo sobre la rapidez” se le suma a la lucidez y la ceguera y nos lleva por “La casa en el suelo”, algo parecido a lo que ocurrió con “La estrategia del caracol” y su casa pintada.
Pasamos a “Un periódico pisado”, la lucha entre carracos y pateadores del siglo XIX que se traslada a la entrega de tabloides gratuitos en las esquinas, que nadie lee, ni utiliza para empacar puntillas, madurar aguacates o moldear la horma de los zapatos. “El viejo y el man”, “Chaplin andino”, unido a términos asexuados de trato coloquial, que enfrenta a las “Letras vs. Números”, como los que “El profesor y las potrancas” rememoran cuando un mandatario de sombrero y zamarros cabalgaba con una taza de café en la mano, sin derramar una gota de tinto, mientras su noble corcel taconeaba rítmicamente al lado de los “Microbios y microbuses”, cuyos pasajeros consumían “La segunda hamburguesa del Estado”, en medio de la “Calle de lágrimas”, donde una mujer libre de pecado, cuyo único problema en la vida era ser acaudalada, recorría la calle de los anticuarios, donde “Sin Dios ni ley”, otros tomaban café y entre “libros y chocolates”, “se hacían cachacos” y visitaban “La farmacia de la bisabuela” con elegancia, ante el aviso de “Prohibido el paso en chancletas”.
Poco a poco, “La suegra de Carolina Herrera”, conocida por ser “La mujer de los zapatos rojos”, esposa de “El hacedor de libros”, vecino de “Las cumbres del embajador”, gritaba: “¡eso es una blasfemia!”.
Así terminan los cuentos de Guillermo Tovar, revelaciones de los que callejean, con ojo fino y detallista a cualquier hora del día y en las situaciones más diversas e inimaginables, la ciudad del águila negra.