Por Jaime Burgos Martínez*
El pasado domingo 5, en El Espectador, leí un artículo de opinión, «Petro, el nuevo Luis XIV», en que el columnista, Felipe Zuleta Lleras, asemeja la presidencia de Petro con la monarquía absoluta del siglo XVI, donde el rey francés tenía concentrado todo el poder en sus manos, cuya voluntad no podía ser objetada ni discutida por nadie: «El Estado soy yo».
El actual Gobierno nacional, encabezado por el presidente, pretende, sin recato alguno, influir ─en las tres ramas del poder público─ sobre la organización y ejercicio del poder en nuestra sociedad, con la imposición de sus creencias y valores filosófico-políticos sobre las distintas manifestaciones humanas y sociales, que constituyen su ideología. Esta, como lo enseña la ciencia política, dice lo que hay qué hacer desde el poder y para quién gobernar, y de lo cual, en la práctica, se deduce el cómo y el cuánto de las acciones.
En ese sentido (de ideología política), ha de entenderse la fijación obsesiva que tiene el Gobierno nacional en temas que contravienen la realidad jurídica, social, económica y fiscal del país (primera línea, negativa en el futuro de exploración y explotación de hidrocarburos, apropiación de recursos pensionales de fondos privados, eliminación de las EPS, etc.), con el fin de satisfacer vanas promesas populistas de campaña electoral, que confunden la realidad con ideas irrealizables pero halagüeñas. Por ello, con vientos de reforma, sin dar su brazo a torcer, quiere destruir lo poco que se tiene, cuando la sana lógica indica construir sobre ello, con el propósito de mejorar, y así tratar de lograr la anhelada igualdad ―sin discriminación alguna―, que, desde tiempo atrás, pregona la izquierda; pero que debe materializarse en el campo de las oportunidades, y no en otro, pues se torna utópica.
El Gobierno nacional en el afán de realizar un «cambio» en políticas públicas, como objetivo primordial, se ha llevado por delante en muchas actuaciones el Estado de derecho y ha resucitado el Estado absolutista, que no tiene término o límite para la voluntad del soberano ―léase presidente de la República― ni para el derecho de los súbditos, en contra de lo preceptuado en el artículo primero de la Constitución Política: el Estado colombiano sometido al derecho. Esto significa «la total racionalización de su hacer político con arreglo a un esquema lógico-jurídico que regula imperativa ý minuciosamente la actividad del Estado, la competencia de sus órganos gubernativos y los derechos de las personas, de modo que la autoridad no puede requerir ni prohibir nada a los ciudadanos, más que en virtud de un precepto legal previamente establecido» (Borja, Rodrigo, Enciclopedia de la política, 1997:387).
Pero eso se le seguirá olvidando al Gobierno nacional para obtener lo que quiere y no se detendrá en ofrecer dádivas y canonjías a todos aquellos que tengan que intervenir en la aprobación de sus reformas o las promuevan ―incluidas las marchas de protesta que convoque, en busca de legitimidad―; por ello, lamento, profundamente, la pérdida de valores éticos y morales en la sociedad y en las entidades del Estado y, de manera especial, la separación que existe desde hace muchos años entre política y moral, hoy más acentuada que nunca.
La política en sí está revestida de ética (normas generales adoptadas por la sociedad para su buen ejercicio); pero, dolorosamente, hay que decirlo, un número mayoritario de los que la practican carecen de valores morales (conductas personales) y caminan a la vera de los códigos penal y disciplinario, sin que, la mayoría de las veces, por falta de justicia, se les condene o sancione por sus actos de corrupción…; y, entonces, las grandes ironías de la vida, transcurrido el tiempo, son las de ungirlos con altas dignidades ―a pesar de los comentarios cáusticos de la gente―, para limpiar sus fechorías. Todo esto ocurre por la mala sinonimia que se ha generalizado entre honestidad y falta de pruebas y prescripción de la acción penal o disciplinaria. ¡Qué horror!
En fin, aunque toda ideología política justifica su razón de ser (por ejemplo, en el desempeño del poder, en el juzgamiento de los acontecimientos históricos, en identificar lo bueno y malo en política, etc.), su aplicación ha de ser conforme al Estado de derecho erigido en el ordenamiento jurídico y en la participación consciente y reflexiva ―no orgullosa y terca― en el juego democrático para alcanzar el interés general, sin suscitar actos de corrupción. Las reformas son bienvenidas al debate parlamentario; pero no en las calles con la desordenada movilización de masas, que, en esencia, no representan ideas sino número de marchantes.
Jaime Burgos Martínez *
Abogado, especialista en derechos administrativo y disciplinario.
Bogotá, D. C., febrero de 2023