Hacer el mal y excusarlo peor

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Por Carlos Alberto Ospina M.

En el escenario de la vida social, política u organizacional el ejercicio del liderazgo establece un vínculo entre los principios y sus argumentos. La falta de esta condición acrecienta las distintas dificultades, deteriora la moral, deja en el limbo el avance de la colectividad y engancha a la gente en la maraña de la desesperación. El dolo malo y la actitud insensible obstaculiza el desarrollo integral de la mayoría a medida que el mandamás no toma en cuenta los problemas de fondo e ignora los desafíos conforme al cargo encomendado. 

La responsabilidad no solo recae en quien ostenta cualquier tipo de autoridad. Existe una relación simbiótica. La persona es igual de inconsciente, mediocre, violenta, corrompida o alcahueta como aquel que elige para que represente sus intereses. Este pensamiento aplica a la inversa, un guía proactivo e íntegro, en parte, refleja los valores de los subordinados. Esa dualidad plantea una reflexión crítica acerca de la formación y el amparo de unos dirigentes.    

El guía inestable soslaya las dificultades, invierte el orden de las cosas, pierde la perspectiva, vocifera y vive en contextos negativos. ¡Hace el mal y pretender excusarlo es peor! Lo que revela el esfuerzo primitivo de abandonar el rol esencial para hablar sin propósito loable, dedicándose a los excesos respecto de sí mismo. La mencionada faena es secreta, puesto que desprecia el entorno por lo que no comunica la verdad.

La posición de líder implica salvaguardar las normas que nutren a la ciudadanía y acatar las disposiciones legales; por supuesto, no abusar del poder. En proporción al buen juicio no promover la corrupción al más alto nivel ni la impunidad de ciertos actores que minan la confianza en las instituciones. La traición cometida contra un mandato conduce a no creer en la equidad y la justicia.  

La mezquindad de un gobernante evidencia la incultura de aquellos que consienten y aplauden su permanencia. El primero actúa como el espejo que devuelve la imagen de una sociedad que, a veces, prefiere la complicidad a la contrariedad que produce la crítica constructiva. Es la misma espada que sirve a la tiranía. 

Una comunidad comprometida no pasa de largo delante del relato engañoso, la ausencia de límites éticos y el desconocimiento de la ley. La participación activa es el resultado de cotejar el nivel de bienestar con la transformación colectiva, la acción con propósito y la defensa de lo justo. 

El epitafio de un antilíder refleja en sumo grado la indignidad y la deslealtad: ‘Nada hizo ni dejó hacer a los demás’.

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