INÉS SANTAEULALIA JUAN DIEGO QUESADA
Se sentaron en el despacho presidencial uno frente al otro, con una mesa de por medio. Gustavo Petro lo había convocado a un almuerzo 24 horas después de haberlo echado del Gobierno de manera fulminante, en febrero de este año. En el ambiente flotaba cierta electricidad. Alejandro Gaviria pensaba que el presidente, con el que había discutido en más de un Consejo de Ministros, delante de todos, le iba a dar alguna explicación sobre su cese. O un agradecimiento o un reclamo, quién sabe. En lugar de eso se encontró a un hombre callado, ensimismado, que comía con lentitud. El economista y escritor se vio forzado a llenar la hora completa saltando de un tema a otro. Enfrente, enigmático y misterioso, el presidente de Colombia parecía ausente.
Meses antes de esa cita tragicómica, Gustavo Petro, de 63 años, hizo soñar a los colombianos con un nuevo país. El exguerrillero acababa de convertirse en el primer presidente de izquierdas de una nación atravesada por la violencia y gobernada por castas políticas conservadoras durante décadas. El nuevo mandatario, una figura idealizada por sus seguidores y odiada por sus detractores, había logrado lo imposible: crear a su alrededor una oleada de ilusión desconocida en este país latinoamericano tan tendente a dividir el mundo entre buenos y malos.
Ese espíritu de concertación apenas duró. Se esfumó el pasado abril con la salida forzada del Gobierno de todos los ministros de otras tendencias políticas a los que el presidente había invitado en un principio. Los cambios no avanzaban como el estudioso Petro había previsto y decidió cortar por lo sano. De la apertura inicial y las amplias coaliciones pasó a encerrarse en la izquierda. El Gobierno se quedó solo. Petro, mucho más. La ilusión se desinfló.
Alguien que lo conoció bien en campaña dice que ha preferido ser Petro en lugar de presidente. Su victoria en 2022 llegó después de dos intentos fracasados, una década en la que el político tuvo el tiempo de diseñar las reformas que imaginaba para un país menos desigual y menos violento. Había planeado su proyecto de una forma tan minuciosa que verlo desvirtuado en los debates del Congreso para lograr su aprobación le ponía nervioso. Le parecía que entrar en el juego de la política real era un fraude a sus ideas y a sus bases. O serían sus reformas, o no sería ninguna. Desde entonces no hay avances políticos claros y la incertidumbre se ha instalado sobre su mandato. La mayoría de la gente consultada para este perfil reconoce que no sabe hacia dónde se dirige.
Petro no se encuentra cómodo en el palacio de Nariño, la residencia presidencial, que parece un erial oscuro y silencioso en el que no resulta fácil cruzarse con alguien. Le sobra la pompa y el protocolo. En un país entre los más madrugadores del mundo, se levanta tarde y tiene a su equipo trabajando hasta altas horas de la noche. No es raro ver bostezos en la sala. Sus ausencias, plantones o retrasos de horas se han convertido en norma. Va por libre, como si su agenda no fuera con él. Puede aparecer cinco horas tarde a cualquier reunión y saludar con un “cómo va” antes de sentarse. El tiempo, en la cabeza del presidente, avanza a otro ritmo. Eso le ha costado las críticas más feroces.
Los ministros que salieron del Gobierno se han quejado de que nunca hablaban directamente con él ni recibían directrices, si no era a través de su número dos, Laura Sarabia. Lo que para ellos era un claro síntoma de desgobierno, para María Victoria Duque, que estuvo a su lado en la Alcaldía de Bogotá (2012-2016), se trata de todo lo contrario: “Confía tanto en ti que no te vuelve a ver”. Al presidente son pocos los que lo ven a menudo y menos los que lo conocen bien.
Su hija Sofía Petro, de 21 años, dice por teléfono desde París, donde estudia, que sus abuelos cuentan que ya era solitario en la infancia. Un padre, continúa, que no puede separar su persona de su ser político. Ella lo considera “un luchador” y lo recuerda siempre leyendo o buscando paz interior entre los árboles que plantó y ha visto crecer en su finca del norte de Bogotá. En casa habla poco, nada que ver con los discursos largos y enrevesados, sin guion ni papeles, en los que diserta con un tono entre épico y filosófico que enciende y adormece a sus seguidores a partes iguales, pero que nunca dejan indiferente a nadie.
Fue ahí, ante los micrófonos, donde nació y creció la figura del líder político, como senador de la oposición hace casi dos décadas. Eugénie Richard, experta en comunicación política de la Universidad Externado de Colombia, recuerda que Petro “fue un gran opositor y un gran congresista, que con sus debates mejoró la democracia colombiana. Un político con una gran visión, pero que no logra aterrizarla en políticas públicas. Un hombre más de barricada que de Estado”. Una barricada cargada de retórica.
El político y su burbuja
Quienes lo conocen bien dentro y fuera del Gobierno lo consideran una persona inteligente, pero no tanto un erudito. Incansable lector, tiende a releer aquellas lecturas que forjaron su ideología y carácter más que a explorar nuevos horizontes. Lo acaba de hacer con los tres tomos de El capital, de Karl Marx, que ocupan el espacio central de su biblioteca. “Tiene las lecturas de la izquierda que teníamos los que nos preocupamos por leer. Es una persona de lecturas utilitarias para el discurso político, pero no un nivel de cultura con fines de erudición y conocimiento”, explica el analista y escritor León Valencia.
Ahí, recluido en los libros, encuentra su lugar confortable, donde no hay disenso. Reconocido por su terquedad, prefiere el diálogo con los libros a las personas. Ha creado su propia burbuja, ligado a una izquierda clásica y con un pensamiento que no se ha actualizado demasiado, salvo en el tema del cambio climático, que ha abrazado con la fe de un converso. En estos días planea la escritura de un libro que explique por qué el capital es el causante del cambio climático. Sofía, su hija, que por unas Navidades le regaló el libro Feminismo para torpes para adentrarlo en un mundo que le es ajeno, le acaba de recomendar La gran transformación, de Karl Polanyi.
Tiene, dice alguien que lo respeta y apoya, una arrogancia intelectual hacia el otro y sus ideas. En su libro, Una vida, muchas vidas, destaca su inteligencia a menudo: “Muchas veces pude corregir a los profesores o adelantarme a lo que iban a decir”, relata de su adolescencia. La presidencia, de alguna manera, ha quedado atrapada por su personalidad. La izquierda es él, él es la izquierda. Lo que dificulta el que debería ser uno de sus mayores logros: que haya un segundo Gobierno progresista. José Félix Lafaurie, líder conservador de los ganaderos que alcanzó un acuerdo con el Ejecutivo para hacer la reforma agraria, piensa que el presidente “tiene una cosmovisión propia, un mundo que puede no ser real, pero que es sobre el que actúa”.
A su lado no crecen nuevos líderes ni su partido echa raíces. La periodista María Jimena Duzán alerta de la “frustración” que podría generar el fracaso del Gobierno: “La izquierda, para que se convierta en un proyecto político perdurable, no puede quedarse a la sombra de una persona”. El Pacto Histórico, una unión de fuerzas progresistas con profundas diferencias entre sí, ni siquiera fue capaz de presentar candidatos en las mayores ciudades del país para las últimas elecciones regionales el 29 de octubre, en las que el Gobierno perdió la oportunidad de apuntalar el poder central con el territorial. No hay cuadros, ni bases ni organización, como si detrás de Petro no hubiera nada más.
En las últimas reuniones se le ha visto preocupado. El presidente ha sido exigente con sus ministros, consciente de que las cosas no están saliendo como había previsto. “Si no se ejecuta lo que hemos prometido, este puede pasar a ser un proyecto efímero, que no pase a la historia”, les ha dicho, cuenta alguien que estuvo presente. Petro suele acusar a las élites económicas, políticas y empresariales del país de impedirle gobernar, asegura que quieren acabar con él. Hay algo de verdad en que su proyecto de cambio toca muchas fibras del statu quo colombiano, pero la inacción no puede achacarse solo a eso. Para Angélica Lozano, una política del Partido Verde que lo conoce desde hace décadas, “al presidente no le importa hacer, tiene como prioridad la narrativa, que es la que le ha generado esa militancia que lo ama por encima de todas las cosas”.
Guerrilla y paz
Nacido en Ciénaga de Oro hace 63 años, aunque creció en Bogotá y sus alrededores en una familia de clase media, en su juventud se enroló en el M-19, una guerrilla intelectual y urbana. Trató de crear una célula en el monte, pero nunca fue un verdadero hombre de armas. En las fotos de entonces se le aprecia enclenque y miope. Después se acogió a un proceso de paz y desde ese momento se convirtió en un apóstol de la no violencia. Cuando nació Nicolás, su primer hijo, estaba en la cárcel, y al salir formó otra familia, en la que tuvo otros dos hijos antes de separarse de nuevo.
Cuando su nombre ya empezaba a hacerse conocido, fue invitado a la Universidad de Sucre, en el Caribe colombiano, a dar una charla. Allí conoció a una joven estudiante que acababa de ser madre soltera y que se quedó prendada de aquel hombre de verbo fácil. “Yo no sabía quién era, pero hablaba mejor que todos”, contó Verónica Alcocer a EL PAÍS poco antes de las presidenciales. Se casaron meses después y tuvieron otras dos niñas. La hoy primera dama, de formación religiosa y familia conservadora, cree que su esposo es la encarnación del mensaje que recibió de las hermanas misioneras de su colegio: “La vida de Gustavo ha sido una vida en servicio, en misión. Es el mejor ejemplo de una persona cristiana”.
Sus más fieles, los que ven en él esa aura casi mística, son los que siguen a su lado, su base electoral, los que nunca lo abandonarían haga lo que haga. A los que ha ido perdiendo en estos meses son aquellos que lo hicieron presidente, los que vieron en Petro la oportunidad de una alternancia política desconocida en la historia moderna del país y que ahora solo ven a un mandatario taciturno y sin rumbo.
Nada que ver con el Petro de los primeros pasos de Gobierno, que en menos de tres meses logró aprobar una reforma tributaria con amplias mayorías en el Congreso y con el consenso de partidos, empresariado y trabajadores. Un arranque que hizo suponer que el afán reformista pasaría como un rodillo. En el interior del Gobierno solían decir entonces que lo no se hacía en el primer año, no salía. Al cumplir un año de su mandato, no pocos analistas políticos celebraron como un éxito la simple existencia de un Gobierno de izquierdas. Los sectores de la derecha habían dedicado años de su vida a demonizar a Petro el candidato y a alertar de que su posible llegada al poder convertiría Colombia en Cuba o Venezuela. Haber alejado ese miedo podría ser su mayor victoria hasta ahora.
Su pasado guerrillero y el proceso de paz del M-19 lo colocaron en el camino de la reconciliación. De adolescente creía que para transformar las cosas había que tomar el poder por la fuerza, como en Cuba, pero con el tiempo despertó de ese ensueño y se volvió un creyente radical de la paz. Su Gobierno ha puesto en marcha el plan más ambicioso que haya ideado nunca un presidente colombiano: la paz total, que consiste en negociar, desarmar o someter a la justicia a todos los grupos armados del país, al mismo tiempo.
Una idea ambiciosa en varias dimensiones a la vez, un cambio de mentalidad, no solo relacionado con las armas, sino también con la manera de pensar. En el fondo, erradicar todas las causas de la violencia. Petro ha dejado en manos de alguno de sus políticos de más confianza esta misión, como Iván Cepeda o Danilo Rueda, pero el proyecto se encuentra estancado. El ELN, con el que se tiene acordado un alto el fuego, acaba de secuestrar durante 13 días al padre del futbolista Luis Díaz y las disidencias de las FARC han suspendido el diálogo con el Gobierno. La violencia en las regiones, además, no ha disminuido.
¿Será posible llevar a cabo algo de esta magnitud en un país cercado por las violencias o se tratará de una ideación del presidente? “Me da temor que la paz total sea también una utopía regresiva, una forma perjudicial de evasión, una sobreestimación de la voluntad que termina haciendo daño”, escribe Gaviria en La explosión controlada: La encrucijada del líder que prometió el cambio (Debate), un libro que escribió poco después de salir del Gobierno.
Gaviria cree que Petro, que ha preferido no hablar con EL PAÍS para este perfil, tiene la mejor de las intenciones, su preocupación por los pobres y los discriminados es sincera. Duda, sin embargo, de su capacidad para lograrlo. Señala su tendencia “a la improvisación carismática” y a la falta total de método. “Un político tiene que ser poeta e ingeniero. Y lo de ingeniero no lo tiene para nada”, dice sentado en un café de Bogotá, mientras recuerda aquellos Consejos de Ministros desordenados y caóticos. Al día siguiente de ese almuerzo que mantuvieron en el despacho presidencial, Gaviria le escribió un mensaje largo, de reflexión y en un tono cariñoso, sobre lo que habían vivido juntos. Petro le contestó: “Vale, Alejandro, suerte”.
A pesar de las críticas, hasta sus enemigos consideran a Petro un político honesto frente a la corrupción, pero no ha estado libre de escándalos. Estos le han sobrevenido por la gente a la que quiere bien, aquellos en los que había confiado. Su hijo Nicolás, el mayor, está imputado por corrupción acusado de haberse quedado con dinero de la campaña que habían aportado empresarios. La relación padre e hijo se fracturó cuando Petro, que pidió a la Fiscalía que actuara contra Nicolás como ante cualquier ciudadano, dijo en una entrevista que a este hijo no lo había criado él —lo hizo la familia materna—. A su hermano Juan Fernando lo investiga la Fiscalía por supuestamente recibir dinero de narcos investigados por EE UU que querían acogerse a la paz total y evitar una posible extradición.
El que era su mano derecha en la campaña, Armando Benedetti, filtró unos audios en los que insinuaba que habían recibido dinero ilegal, y después se defendió diciendo que se había dejado llevar “por la rabia y el trago”. Su persona de máxima confianza, Laura Sarabia, tuvo que dimitir por someter a la niñera de su hijo a un polígrafo en palacio después de que le desapareciera dinero en efectivo en su casa. En medio de todo esto, quedó un Petro atónito, que suele decir que el poder es un veneno. La salida de Sarabia, la única agenda que conoce el presidente, lo dejó más solo que nunca. Con ella perdía el timón del barco, así que, a pesar de las críticas, la rescató para uno de los puestos del Gobierno con mayor presupuesto.
El eterno opositor
Lo que Sarabia, ni nadie, ha logrado detener es al Petro tuitero, un monstruo de siete cabezas que dispara sin medida desde su perfil personal. Sus ansias, sus deseos, sus miedos y sus traumas se reflejan en ese torrente de mensajes. Uno puede no saber dónde está Petro físicamente, pero se sabe que siempre está en Twitter. Escribe a cualquier hora del día, mensajes llenos de erratas, y contesta a quien lo increpa, conocido o desconocido. Su entorno le ha sugerido que no es la mejor forma de llevar la comunicación, aunque solo ha sido eso, una sugerencia, nadie se atreve a decírselo con firmeza.
Es el mandatario latinoamericano más influyente en la red social y la usó con maestría en la oposición y la campaña, pero en el poder le ha costado sus mayores errores políticos, como cuando anunció un cese al fuego con el ELN, que la guerrilla desmintió, o se equivocó al asegurar que los cuatro niños indígenas desaparecidos en la selva habían sido localizados (24 días antes del verdadero rescate). Su hija Sofía piensa que Twitter es una buena manera de llegar a gente que jamás podría acceder a opiniones del presidente, aunque también recoge cuerda: “Escribir con las emociones en vivo sin reposar no siempre es lo mejor”. Gaviria es tajante: “Cualquier presidente debería [quitarse] Twitter del celular”.
Hay un día que no se va de la memoria de Petro. El 9 de diciembre de 2013 estaba participando en un acto como alcalde de Bogotá pendiente de su teléfono. Esperaba una decisión judicial. Frente a él, entre el público, María Victoria Duque le escribió un mensaje, como habían quedado: “Acaban de destituirlo”. Al darle la palabra, Petro se acercó al micrófono. “Ya no puedo intervenir porque ya no soy alcalde”, dijo. El acto se acabó de pronto. Mientras su equipo lloraba, el exalcalde no soltó ni una lágrima, ya estaba pensando en cómo doblegar una decisión que consideraba injusta. Recuperó su puesto gracias a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que le dio la razón y condenó al Estado colombiano por vulnerar sus derechos políticos.
Es ahí, en las dificultades, donde se crece el político acostumbrado a los ataques. Iván Cepeda, un alfil del presidente, dice que en Petro hay un choque constante entre dos fuerzas: “Se mantiene fiel y respetuoso con la Constitución, es un demócrata. Pero por otra parte es un hombre que ha vivido en la rebeldía, en la crítica, en la confrontación”. Esa es, en cierta forma, la guerra interna que libra ahora: entre ser el eterno opositor en lucha contra las élites o ejercer como el presidente de Colombia que ya las derrotó en las urnas.