Gracias al ajedrez «habemus» Nobel

Gabriel García Márquez en su casa de México retratado por el maestro Guillermo Angulo. Ya estaba bajo el paraguas del alzhéimer.

Por Óscar Domínguez Giraldo

Torciéndole el pescuezo al cisne podemos concluir que García Márquez, nacido en jurisdicción de marzo, le debe el Nobel de Literatura al ajedrez. 

Apertura

A los seis años, García Márquez logró su primer triunfo literario gracias a un imaginativo tsunami de belleza llamado ajedrez. Acaso por esa feliz circunstancia, personajes de algunas de sus ficciones mueven las piezas.

Seguramente, el descubrimiento del juego en el que se debaten el “tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre discreta y peón ladino”, según la descripción de Borges, tuvo en el niño Gabito impacto similar al que sufrió el coronel Aureliano Buendía cuando su padre lo llevó a conocer el hielo.

Claro que para conocer intimidades del juego de los escaques, el exniño prodigio de Aracataca tuvo que esperar hasta cuando hizo cursillo de cachaco en Bogotá. Las primeras letras ajedrecísticas se las impartió en medio del humo del café El Automático un poeta. ¿Su nombre? Sí, lo sé y sí lo digo: el maestro León de Greiff.

El pequeñín caribe que cambiaría la v de escritor novel por la b larga de Nobel, paraba la oreja para pescar en la cháchara de los iluminados pistas que contribuyeran a mejorar su formación literaria.

Apenas ocho palabras tiene la frase del crío que se puede considerar, “torciéndole el cuello al cisne”, la primera piedra de lo que sería su Nobel de Literatura: “El Belga ya no volverá a jugar ajedrez”. 

La pronunció un domingo al abandonar con su alcahueta abuelo la casa donde habían visto el cadáver del suicida europeo que había pasado a peor vida gracias a una sobredosis de cianuro después de ver la película Sin novedad en el frente. 

El Belga y el coronel disputaban partidas de ajedrez “mudas e interminables” en presencia del niño que en el fondo debió celebrar el suicidio del rival de su alcahuete pariente. De regreso a casa, el coronel contó la salida de su nieto como una genialidad.

“Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario”, escribió Gabo en su autobiografía.

La familia del coronel no sólo aplaudió la metáfora, sino que a medida que la repetía ante familiares y visitantes, le iba sumando arandelas. Las versiones fueron tantas y tan disímiles que “terminaban por ser distintas de la original”, cuenta el fabulista. Esa capacidad de distorsionar la realidad, sería básica en su formación de narrador.

“Me aburrían las partidas de ajedrez con el belga y las conversaciones políticas”, garrapateó el de Aracataca.

MEDIO JUEGO

No se aburrían moviendo los 64 trebejos los dos primeros personajes de su novela El amor en los tiempos del cólera. Como la ficción se enriquece lícitamente con migajas de realidad, el primer protagonista es una reencarnación del Belga de sus años tiernos. Se trata del antillano Jeremiah de Saint-Amour quien se suicidó apurando cianuro de oro que deja arena en el corazón, según su retador, el médico Juvenal Urbino.

Como todo buen médico, Urbino acompañó a su expaciente hasta la tumba aunque en vez de examinar su cuerpo, se dedicó a reconstruir la última partida.

Tal vez Urbino sabía más del juego que vino a lomo de cobra desde la India, que de las artes hipocráticas, porque pronto descubrió que de Saint-Amour perdería cuatro jugadas más tarde la partida que disputaba contra su amante.

Otro eterno enamorado, el Libertador Simón Bolívar, dedicó sus últimos ocios a jugar ajedrez. Supo de su estremecedora y sutil belleza y de las emboscadas que entraña, en su segundo viaje a Europa.

La historia quedó consignada en El general en su laberinto. Cuando Dios no viene manda el muchachito. Esta vez lo hizo en la persona del fraile Sebastián de Sigüenza quien le prestaba a Bolívar “una ayuda encubierta. El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaban a los enviados de Urdaneta”. El general caraqueño casi se vuelve un hacha jugando contra el general O’Leary en las noches muertas del Perú.

Al final, no fue más lejos porque “el ajedrez no es un juego sino una pasión… y yo prefiero otras más intrépidas”. No tiene razón, ¿pero quién le discute a quien liberó cinco naciones?

El general Bolívar incluyó el ajedrez entre sus programas de instrucción pública, “entre los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en la escuela. La verdad es que nunca persistió porque sus nervios no estaban hechos para un juego de tanta parsimonia y la concentración que le demandaba le hacía falta para asuntos más graves”. Sostiene García Márquez.

FINAL

Precisamente, un bisnieto del anfitrión del Libertador en las minas de plata en Honda, Mr. Edward Nicholls, el maestro Boris de Greiff, fue uno de los protagonistas de una partida de ajedrez cubierta por el Nobel García Märquez, en casa de Fernando Gómez Agudelo. (En su obra, García Márquez no da el nombre del anfitrión en Honda, lo que en su momento “enfureció” a los Nicholls que lo tienen bien averiguado y salieron al rescate de Mr. Edward. Sostenía Boris).

Al frente del hijo de Leo Legris se apoltronó el pianista vienés Paul Badura Skoda, también versado en las artes de la diosa Caissa, patrona del ajedrez.

“La larga noche del ajedrez de Paul Baduyra Skoda”, tituló don Gabo la crónica que escribió para El Espectador dando cuenta del triunfo de Boris en esa ocasión. Badura regresó, pidió revancha y con sus manos de pianista versado en Mozart, ganó una de las dos partidas. Anfitrión, el mismo Gómez Agudelo. Otto de Greiff, tío de Boris, anotaba las partidas y era el que “alcaponía” la música. El cronista García Márquez no estuvo en la velada de revancha.

Badura le regalaría a García Márquez la sonata Hammerklavier, de Beethoven, con la siguiente dedicatoria en español, uno de los cinco idiomas que domina: “En recuerdo de la noche más larga, le envío la sonata más larga”.

Badura recordaba que “una sonata tiene su primera parte, desarrollo y final”. Una estructura parecida al ajedrez.

Los saben bien los secuestrados que han hecho del juego su polo a tierra con la vida. Casi no hay liberado que no hable de sus recreos ajedrecísticos tan pronto regresa a casa.

En Noticia de un secuestro el de Aracataca recuerda (páginas 63, 68, 140 y 87) que el ajedrez ayudaba a los cautivos de los extraditables a no desfallecer.

La carátula, diseñada por el cineasta Rodrigo, el hijo del Nobel, es una torre, tal vez aludiendo a la pesadilla de babel que padeció el país. El ajedrez para los cautivos es una extraña forma de ejercer la libertad. Todos le dan gracias al hindú por haberlo inventado. Hay numerosas leyendas a la hora de adjudicar la paternidad responsable del juego.

La leyenda cuenta que el rey Bahir quiso pagar recompensa al sabio hindú que inventó el ajedrez para distraer sus ocios. Y le pidió que le pasara la cuenta. Su súbdito le cobró un grano de maíz por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera y así…. El buenazo del monarca se totió de la risa con la bicoca, pero perdió el insomnio cuando sus matemáticos, computadora de piedra en mano, hicieron cálculos y le pasaron la factura: 1844674403709551615 granos de maíz. La cuenta se quedó sin pagar. Conejazo de Bahir. Pero gracias al ajedrez, regalo de los dioses, “habemus” Nobel colombiano.

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