Por John Branch y Emily Rhyne
ARRIBA EN EL ACONCAGUA, la montaña más alta del hemisferio occidental, el reducido glaciar de los Polacos escupe lo que devoró en el pasado: en este caso, una cámara Nikomat de 35 milímetros de hace 50 años.
Dos porteadores, que se preparaban para una próxima expedición, estaban instalando cuerdas en medio del aire enrarecido y árido de un claro día de febrero. Era pleno verano en Sudamérica. Y la cámara brillaba bajo el sol, atreviéndose a llamar la atención.
Los lentes estaban destrozados. En la parte superior, un dial mostraba que se habían tomado 24 fotografías.
La mitad inferior de la cámara estaba guardada en una desgastada funda de cuero con una correa gruesa. En la funda, estampado en una cinta azul, había un nombre estadounidense y una dirección en Colorado.
En los ciclos estacionales de nieve y hielo de las montañas, cada verano se descubre equipamiento abandonado y perdido: tiendas de campaña hechas jirones, piolets caídos, guantes extraviados. De vez en cuando, aparece un cuerpo.
Esta no era una cámara cualquiera, pero los porteadores todavía no lo sabían. Uno de ellos se la llevó al campamento. Allí, un veterano guía llamado Ulises Corvalan cocinaba el almuerzo.
Corvalan levantó la mirada. De manera casual, preguntó cuál era el nombre que estaba en la parte inferior de la cámara.
“Janet Johnson”, le respondieron.
Corvalan hizo un respiro asombrado y soltó una palabrota. “¿¡Janet Johnson!?”, gritó.
De inmediato, la emoción fue evidente. ¿Conoces a Janet Johnson, la maestra de escuela? ¿O a John Cooper, el ingeniero de la NASA?, ¿o la letal expedición estadounidense de 1973?
¿No has escuchado la leyenda?
Se había transmitido durante décadas, acercándose al mito y susurrada como una historia de fantasmas.
Emily Rhyne y Noah Throop
Esto es lo que se sabía con certeza: una mujer de Denver, quizás la alpinista más hábil del grupo, fue vista por última vez con vida en el glaciar. Un hombre de Texas, que había participado en las recientes misiones Apolo a la Luna, yacía congelado cerca.
El descubrimiento de los cuerpos generó más intriga y dejó más preguntas que respuestas. Ese es el desequilibrio de los mejores misterios: hechos que no cuadran del todo y vacíos que la imaginación se apresura a llenar.
Así fue como Janet Johnson y John Cooper pasaron a formar parte de las leyendas del Aconcagua.
Y ahora, casi cinco décadas después, ha emergido una vieja cámara del glaciar mermado. Estaba bobinada, lista para tomar la siguiente fotografía.
Más pistas surgieron del hielo. Se encontró un brazo izquierdo en estado de descomposición que todavía lucía un delicado reloj Rado plateado con una esfera azul rota. Había una mochila hecha jirones y pertenencias esparcidas: guantes de plumón, una chaqueta roja, un crampón (dispositivo metálico que se ajusta a las botas para escalar), y una lata de película Kodak usada.
Y así, gracias a los caprichos del cambio climático y del azar, una leyenda perdida comenzó a tener nuevo aire y nueva luz.
EL EQUIPO
EL ACONCAGUA ES EL gigante de anchos hombros de los Andes, cuya forma es más de un puño que de un dedo.
Es marrón y rocoso, cubierto de maleza y polvoriento, seco y azotado por el viento. Con pocos árboles o flores silvestres, puede parecer un desierto vertical.
Según los registros, la primera persona que alcanzó la cima de 6961 metros fue el suizo Matthias Zurbriggen, en 1897. En 1934, una expedición polaca abordó con éxito una ruta más peligrosa en el lado noreste del Aconcagua, subiendo por un enorme glaciar que se extiende por casi 609 metros verticales hacia la cumbre.
La capa de hielo recibió el nombre de ese grupo: el glaciar de los Polacos.
b
Por Scott Reinhard
Hoy en día, el Aconcagua forma parte de un vasto parque nacional con guardabosques serviciales y un servicio de rescate en helicóptero. Dos campamentos base ofrecen comidas calientes, duchas e internet. Algunos consideran que el Aconcagua es una de las Siete Cumbres (el prestigioso nombre que reciben las montañas más altas de cada continente) más fáciles de escalar.
Pero el Aconcagua no es fácil. Los problemas acechan en el aire.
Hasta 2022 se habían registrado 153 fallecimientos en esa montaña. En 1973, Johnson y Cooper ocuparon los puestos 26 y 27.
Hace 50 años, el Aconcagua solo tenía los servicios más rudimentarios. Los andinistas no tenían rastreadores GPS, ni forma de comunicarse entre el campamento base y la cima. Los estadounidenses llevaron binoculares y una pistola de bengalas.
La montaña estaba prácticamente desierta. Si surgían problemas, no había nadie para ayudar excepto los demás miembros de la expedición.
El grupo de escalada
Miguel Alfonso, 38 años Guía de montaña
Carmie Dafoe, 52 años Abogado
Jim Petroske, 39 años Psiquiatra
Bill Eubank, 45 años Médico
Arnold McMillen, 46 años Productor lechero
Bill Zeller, 45 años Oficial de policía
John Shelton, 25 años Estudiante universitario
John Cooper, 35 años Ingeniero de la NASA
Janet Johnson, 36 años Profesora
Roberto Bustos, 25 años Director del campamento base
La mayoría formaba parte del club de escalada Mazamas, fundado en Oregón en 1894. Su líder era un abogado de Portland llamado Carmine Dafoe, conocido como Carmie.
Dafoe, de 52 años, impulsó el viaje al Aconcagua tras señalar que un miembro de Mazamas lo había escalado en la década de 1940. Su grupo, anunció Dafoe, trataría de ser la quinta expedición en coronar el Aconcagua por la Ruta Polaca.
“Se dice que las dificultades son moderadas —un par de lugares donde necesitaremos cuerdas de escalada— no más difíciles que la ruta normal en el monte McKinley”, escribió Dafoe en un memorando de 1972.
El guía sería Miguel Alfonso, un argentino de 38 años que había subido cinco veces a la cima, una de ellas por la Ruta Polaca. Dafoe pidió un depósito de 50 dólares a cualquier persona interesada, junto con una lista de ascensos exitosos y referencias.
En junio de 1972, Dafoe anunció los miembros del grupo, todos hombres estadounidenses, a quienes describió brevemente. Jim Petroske, un psiquiatra de Portland, Oregón, sería el “líder adjunto”, dijo. Bill Eubank, un médico de Kansas City, Misuri, había sido “altamente recomendado por Petroske” y sería el médico de la expedición. Luego vinieron Arnold McMillen, un productor lechero de Otis, Oregón, y Bill Zeller, un oficial de policía en Salem, Oregón (“Bill y yo resistimos juntos una tormenta de nieve en las Montañas Rocosas canadienses en el 69, un ciudadano sólido”). John Shelton , de 25 años, era un estudiante de geología de Brigham Young que hablaba español con fluidez y había trabajado durante dos años en una misión de una iglesia. (“Ha pasado por la aduana latinoamericana unas 25 veces, lo que quizás exija más energía que escalar el Aconcagua”). Y John Cooper, un ingeniero de la NASA de Houston, quien había sido “altamente recomendado”.
En su mayoría, eran alpinistas de fin de semana. Dafoe organizó algunas excursiones en el noroeste diseñadas como ejercicios de entrenamiento y como una dinámica para conocerse mejor.
“Había experimentado cierta preocupación al momento de ensamblar el grupo por temor a tener a alguien con problemas desconocidos o que sea algo inconsistente”, escribió Dafoe en un memorando al grupo. “Sin embargo, conozco a todos los miembros del grupo o son personas de las que he podido averiguar. Esto no me deja ninguna duda ni reserva sobre el grupo”.
En noviembre, Dafoe envió recordatorios sobre implementos a llevar, pasaportes y vacunas.
“Probablemente, todo el mundo ya está llegando a su mejor condición física”, añadió. “No corran ningún riesgo con esto. Trabajen duro, especialmente trotando mucho”.
También anunció a la última integrante del grupo estadounidense de ocho personas: una mujer proveniente de Denver llamada Janet Johnson.
Johnson, a la izquierda, con su hermana Judie. Crecieron en Minneapolis. Cortesia Judie Abrahamson
Johnson fue una estudiante muy capaz que obtuvo un doctorado en educación
JOHNSON NACIÓ el 30 de noviembre de 1936, y nunca conoció a su madre biológica. Fue adoptada por Victor y Mae Johnson, quienes vivían en una casa estilo Tudor de piedra y madera en el lado sur de Minneapolis. Victor ayudaba en la dirección de la empresa de suministro de papel de su familia; Mae era contadora.
Los Johnson creían en los modales, las reglas y en Dios. Janet, que tenía un dormitorio ordenado en el piso de arriba, era una chica tranquila y una lectora voraz. Necesitó lentes a temprana edad. Tocaba el órgano en la Iglesia Luterana de San Juan.
Cuando tenía 10 años, quiso una hermanita, por lo que los Johnson adoptaron a una niña de 5 años llamada Judie. Las nuevas hermanas se conocieron en el parque del vecindario. Janet llevó a Judie a casa y le regaló una muñeca llamada Lois.
Janet nunca se casó o tuvo hijos. Judie Abrahamson, quien actualmente es una viuda de 83 años en Oregon City, Oregón, es su única pariente cercana viva.
“Le gustaba estudiar, era su actividad favorita”, afirmó Abrahamson. “No se conformaba con algo menos que las mejores notas”.
Cuando su hermana estaba en la universidad, Abrahamson descubrió notas escondidas en un joyero: cartas de amor entre su hermana y otra joven. Poco después, los padres de Johnson la enviaron a un hospital en St. Paul para “curarla” de su homosexualidad. Ella tenía unos 21 años.
“No la curó”, dijo Abrahamson. “Pero ocasionó una gran brecha entre Janet y mi madre”.
Eso hizo que Johnson se marchara del hogar. Se estableció en Denver, donde rentó una casa de dos pisos en la calle York, cerca de los jardines botánicos donde trabajaba como voluntaria. Obtuvo un certificado de enseñanza, luego una maestría y finalmente un doctorado en educación en la Universidad de Colorado. Enseñó en escuelas primarias y luego se convirtió en bibliotecaria escolar, pues concluyó que sería más fácil tener las noches y los fines de semana libres para ir a las montañas.
Emily Rhyne y Noah Throop
Johnson se unió al Colorado Mountain Club. Para el momento en que cumplió los 30 años, era la persona 82 conocida —y una de las primeras 20 mujeres— en alcanzar la cumbre de cada uno de los “catorcemiles” de Colorado, los más de 50 picos de más de 14.000 pies de altura (4267 metros).
Su nombre aparecía periódicamente en la revista del club, Trail and Timberline, detallando varias excursiones. Varias fotos tomadas por ella aparecieron en la portada de la revista.
“La compañía durante la excursión fue extraordinaria, a excepción, por supuesto, de las garrapatas de madera, que de alguna manera lograron llegar a mi morada en la cima de la colina”, escribió en un informe de 1961 sobre un viaje de fin de semana a las Montañas Rocosas. “Curiosamente, muy pocas personas encontraron siquiera una garrapata. Por qué se metieron conmigo, no lo sé. Dicen que todos fueron puestos aquí con un propósito, así que tal vez yo estaba destinada a alimentar a las garrapatas”.
Con el paso del tiempo, Johnson comenzó a salir del país con más frecuencia. En 1963 fue uno de los 38 miembros de una expedición del club en Perú. De regreso a casa, se desvió para escalar el Iztaccíhuatl, que se eleva a más de 5200 metros cerca de Ciudad de México.
No se sabe con certeza cuántas cimas mundiales alcanzó. Subió el Kilimanjaro y esperaba escalar el Denali tras regresar del Aconcagua.
La mayoría de los veranos, Johnson ataba un kayak encima de su Nash Rambler y se dirigía hacia el noroeste. Se quedaba con su hermana, escalaba el monte Hood y remaba en Puget Sound. Los hijos de Abrahamson la conocían como la tía Janet, el espíritu libre.
En 1971, los anuncios de graduación de su doctorado, enviados por su madre, incluían un retrato formal de Johnson, sonriendo con sus lentes de ojo de gato.
Quería alcanzar los niveles más altos de la educación. Quería alcanzar la cima de las montañas más elevadas.
“Creo que quería demostrarle a mi madre que podía hacer todas esas cosas, incluso siendo una persona gay”, afirmó Abrahamson.
Si Johnson tenía una pareja, Abrahamson nunca supo de ella. Las cajas de diapositivas que dejó mostraban principalmente paisajes, no personas.
Johnson se tomó libre el año escolar 1972-73. Ese otoño, después de un viaje de senderismo por Europa, se unió con orgullo a la próxima expedición de Mazamas al Aconcagua.
“Escaló los 67 picos de 14.000 pies en Estados Unidos (excepto Alaska), así como el Kilimanjaro, Orizaba, Popocatépetl, Iztaccíhuatl, Fuji, Mont Blanc, Matterhorn, Eiger, Perú, etc.”, escribió Dafoe sobre Johnson. “Recomendada por dos de mis amigos alpinistas de Denver”.
Johnson guardó sus pertenencias en una mochila con armazón de aluminio: botas, camisas de franela, una chaqueta roja, guantes gruesos, gafas de glaciar y un saco de dormir. Usó un marcador para escribir su nombre o sus iniciales en la mayoría de ellos. Llevaba un reloj plateado y un anillo con una piedra marrón que consiguió en un viaje a Nuevo México.
Y se llevó la Nikomat, la versión para el consumidor de las cámaras profesionales Nikon de la época. Probablemente, compró la cámara durante su viaje a Japón un par de años antes.
Usó una rotuladora para grabar su nombre y dirección en cinta azul estampada y la pegó en la parte inferior del estuche de cuero de la cámara, en caso de que la perdiera.
Llevó la cámara hasta el Aconcagua, tomando fotografías en el camino, casi hasta la cima.
LA SUBIDA
LOS PERIÓDICOS ESTADOUNIDENSES LOS DESPIDIERON y los diarios argentinos los recibieron en el Hotel Nutibara en el centro de la ciudad de Mendoza.
Rafael Morán, periodista de Los Andes, un diario en Mendoza, entrevistó a los montañistas cerca de la piscina. No cubría todas las expediciones al Aconcagua, pero esta era especialmente llamativa: estadounidenses. El glaciar de los Polacos. Una mujer. Un científico de la NASA.
Siete de los ocho estadounidenses que formaban el equipo de escalada, incluidos Cooper, en lo alto de la escalera, y Johnson, segunda por la derecha, camino a Mendoza, Argentina. Bill Eubank
Pronto, Morán tuvo un oscuro presentimiento sobre este grupo. Los estadounidenses parecían desconectados unos de otros y poco preparados para la seria tarea de escalar el Aconcagua.
Morán le susurró al fotógrafo: tómale fotografías a todos hoy. No creo que todos regresen.
El periódico del día siguiente describió el ascenso previsto. Mostró a los estadounidenses reunidos alrededor de una fotografía del Aconcagua. La leyenda señalaba al ingeniero de la NASA en el centro.
Apenas un mes antes, en diciembre de 1972, John Cooper estaba en el centro de control en Houston para la decimoséptima y última misión Apolo, lucía un bigote negro y auriculares mientras hablaba con Eugene Cernan y otros astronautas en la Luna. Cooper era ingeniero de operaciones de superficie y ayudaba a guiar el módulo lunar.
Cooper también usaba sus nuevas botas de montañismo para ir al trabajo, con el fin de acostumbrarlas a lo que anticipó que sería una difícil expedición al Aconcagua.
Cooper creció en El Dorado, Kansas, y amaba el aire libre. Fue a la Universidad de Oklahoma para obtener un título en ingeniería geológica, pero los yacimientos petrolíferos donde trabajaba su padre no eran para él. Pasó los veranos universitarios trabajando para el Servicio Forestal y luego como bombero paracaidista en el oeste estadounidense.
Luego, en la Guardia Costera de Estados Unidos, se convirtió en piloto y ganó premios por realizar rescates en las costas de Florida y el Caribe. Aprendió a bucear en aguas profundas.
Y era montañista. Cooper escaló el Kilimanjaro y el monte Kenia, las montañas más altas de África, y el Popocatépetl, el gigante volcánico de México.
En 1966, Cooper ingresó a la NASA justo cuando se inició el programa Apolo. Tenía un poco de aventurero en él, más parecido a un astronauta que a un ingeniero de escritorio. A veces, se dejaba la barba. Fumaba pipa. Por el campus de la NASA en Houston, Cooper conducía un viejo jeep militar y en ocasiones llevaba a sus sobrinas a dar un paseo.
Cooper de niño. Era Eagle Scout y le encantaban las actividades al aire libre. Cortesía Debora Koons
Joy Koons, hermana de Cooper, poniéndole la insignia con alas de vuelo. Era piloto de la Guardia Costera. Cortesía Paul Cooper
“Mi madre le decía: ‘John, vuelve a poner las puertas y el parabrisas antes de llevarte a mis hijas contigo’”, contó Deb Koons, sobrina de Cooper.
En la NASA; Cooper se enamoró de una secretaria, una joven mujer divorciada llamada Sandy Myers. Se casaron en 1968. En 1969, tuvieron un hijo al que llamaron Randy.
Ese fue el año del Apolo 11. Cooper estaba en el grupo de operaciones de superficie que guio a Neil Armstrong y Buzz Aldrin cuando se convirtieron en los primeros seres humanos en caminar sobre la Luna.
Tres años después, el 19 de diciembre de 1972, la tripulación de tres hombres del Apolo 17 amerizó de manera segura en el Pacífico Sur.
El 12 de enero de 1973, el vuelo de Cooper proveniente de Houston aterrizó en Miami, donde conoció a Janet Johnson. Volaron juntos a Argentina.
Cooper llevaba un diario de su expedición. Al igual que otros hombres en el grupo que escribieron en sus propios diarios sobre Johnson —“No hay nada femenino en ella”, escribió uno— Cooper no estaba seguro de qué pensar sobre la única mujer.
“Janet, sin duda, es rara”, escribió desde la comodidad del Hotel Nutibara. “¡Hoy fue a nadar en sostén, blusa y bragas y la piscina estaba llena de gente!”.
EN LA MONTAÑA, los estadounidenses tuvieron problemas desde el comienzo.
El 20 de enero de 1973, ayudados por mulas, el grupo hizo una excursión de 40 kilómetros hasta Casa de Piedra, en la confluencia entre los ríos Vacas y Relinchos.
En su diario, Cooper describió la “belleza desoladora” de un paisaje “duro como el concreto”. Mencionó que Eubank, el médico de la expedición, ya estaba enfermo.
Al día siguiente, el grupo llegó al campamento base, una parcela de escombros sin árboles en un valle abierto ubicado a unos 4100 metros. Hoy en día, durante la temporada de escalada, es un pueblo muy animado. En 1973, los expedicionarios estadounidenses eran los únicos que se encontraban allí.
Alfonso había contratado a Roberto Bustos, un andinista y estudiante de 25 años, para que gestionara el campamento base. Bustos, que ahora es un profesor retirado de geografía en Buenos Aires, recordó su primera impresión del grupo: muchos equipos de alta calidad, pero una dinámica inquietante.
“No había una actitud de grupo”, dijo Bustos. “Pensé: ‘Estoy por mi cuenta. Cada uno tiene que cuidarse a sí mismo’. En mi opinión, no estaban preparados para una montaña tan extraña y grande como el Aconcagua”.
A pesar de su experiencia en el Aconcagua, Alfonso quedó relegado a un mero guía, alguien que señalara el camino.
Dafoe estaba a cargo. Petroske, su amigo de Portland, era el segundo al mando, seguido de Eubank, el médico, y Shelton, el intérprete de Alfonso. Luego venían Zeller, McMillen, Cooper y Johnson, sin roles definidos.
Alfonso, a la izquierda, y Zeller en el viaje de dos días al campamento base. Foto Janet Johnson.
Al principio del viaje, los miembros del grupo de escalada, de izquierda a derecha: McMillen, Shelton y Zeller. Foto John Shelton
Sosteniendo un mapa del Aconcagua. Dafoe lo llamó “uno de los lugares más áridos del universo”. Foto Bill Eubank
McMillen, con casaca naranja, y otros en el Campamento 1. Foto Bill Eubank
En ese entonces, como hoy, llegar a la cumbre generalmente requería una semana o más de subir y bajar la montaña, mover equipo y adaptarse a la altura. El grupo llevó cargas al Campamento 1, a 4720 metros, más alto que cualquier otro lugar del territorio continental de Estados Unidos. Al final del día regresaron al campamento base.
Los ascensos y descensos a gran altitud se hicieron más difíciles por la famosa carrera de obstáculos que son los penitentes del Aconcagua: pilares de hielo, de hasta casi dos metros de altura, causados por la radiación solar. Son lo suficientemente resistentes como para que ni siquiera los más pequeños puedan ser derribados. El grupo los calificaba como “monstruos blancos”.
Cooper, en primer plano, Johnson y McMillen entre los penitentes. Foto John Shelton
El recorrido al Campamento 2, a casi 5480 metros, tomó siete horas.
“Vaya que fue rudo”, escribió Cooper en su diario. “Entre el hielo, el pedregal y la altitud, estaba acabado”.
Después escribió sobre los demás integrantes del grupo.
“Bill Zeller es el verdadero hombre detrás de esta labor”, dijo sobre el oficial de la Policía Estatal de Oregón, experto en tomas de huellas dactilares. “Cargó 36 kilogramos hasta el Campamento 1. Luego, después de regresar, hizo el acarreo de agua, mientras yo estoy aquí tumbado. Supongo todos hacemos nuestra parte del trabajo, pero algunos más que otros”.
Johnson fue de poca ayuda, escribió Cooper. “Es una verdadera solitaria y parece estar aquí por una sola razón: llegar a la cima, a costa de todos”.
La expedición se estaba fracturando por los efectos de la altitud. Tres estadounidenses, incluido Dafoe, el líder, se quedaron en el Campamento 1. Otros cinco, incluidos Johnson y Cooper, subieron al Campamento 2 con Alfonso. Cooper se sintió miserable.
“Por 2 centavos volvería”, escribió Cooper.
Pero siguieron subiendo con dificultad para instalar el Campamento 3, detrás de un promontorio de rocas en la base del glaciar de los Polacos, a unos 5900 metros.
Una tormenta retuvo al grupo en el lugar y le brindó un día de descanso en el proceso. Tras ella quedó un cielo despejado, un momento perfecto para ascender a la cima.
El grupo “esperaba que les tomara al menos todo el día”, escribió Zeller más tarde en su relato de los acontecimientos, “pero la parte inferior del glaciar no parecía presentar ningún problema, ya que parecía estar en buenas condiciones, sin grietas, no demasiado empinado: buena nieve para los crampones, etc.”.
Pero tras un desayuno tardío, Petruske perdió su coordinación de repente y tuvo problemas para ponerse sus crampones. Otros lo diagnosticaron como una señal de edema cerebral de las grandes alturas, una inflamación del cerebro potencialmente mortal.
Alfonso escoltó a Petroske de regreso al campamento base. Ahora el equipo estadounidense estaba partido por la mitad. Atrás habían quedado el líder de la expedición, el segundo al mando, el médico, el intérprete y el guía local. Quedaban Cooper, Johnson, Zeller y McMillen. Ninguno había estado a tanta altura, en ningún lugar. Y apenas se conocían.
Cuando miraron hacia arriba, vieron al glaciar de los Polacos que se extendía hacia el cielo.
Estaba soleado. Tenían las chaquetas desabrochadas. Llevaban crampones, piolets y mochilas ligeras, y dejaron la mayoría de sus pertenencias en el campamento.
Pero la subida al glaciar fue lenta. Al caer la noche, los cuatro estadounidenses desistieron de alcanzar la cima ese día. Estaban a unos 6400 metros.
Con sus piolets, cavaron una pequeña cueva de nieve en el glaciar. No tenían sacos de dormir, por lo que los andinistas se acostaron sobre mantas reflectantes. Durante la noche, hacinados e incómodos, Johnson y Zeller salieron al exterior. Se sentaron, temblando.
El viento levantó un fino polvillo de la cima, llenando la entrada de la cueva con nieve y sepultando las piernas de Cooper. Johnson lo desenterró aproximadamente una hora antes del amanecer.
Pero Cooper estaba harto. Frío y cansado, anunció que iba a regresar, según relatos posteriores de Zeller y McMillen. McMillen calculó que tomaría unas dos horas descender por el glaciar hasta el Campamento 3. Él y Zeller expresaron no haber estado muy preocupados por dejar ir solo a Cooper.
“Parecía ser muy capaz y alerta”, dijo Zeller tiempo después a su periódico local. “No tenía problemas con su razonamiento. No había ninguna preocupación por su capacidad para escalar y no estábamos muy por encima del campamento”.
John Cooper nunca llegó a su destino. Murió en el glaciar.
Poco después, Janet Johnson también moriría.
LOS RUMORES
LO QUE OCURRIÓ EXACTAMENTE es pura especulación que ha dado vueltas por todo el mundo durante 50 años.
Dos hombres de Oregón —Zeller, oficial de policía, y McMillen, productor lechero— fueron los últimos que vieron a Cooper y Johnson con vida.
Ambos dieron versiones detalladas de los eventos. Ligeras contradicciones y el efecto desconcertante de las alucinaciones a gran altura plantearon interrogantes a las autoridades argentinas y estimularon la imaginación del público.
Alfonso, Shelton y Bustos estaban entre los detenidos por los investigadores cuando salieron de la montaña. Alfonso llevaba un parche por ceguera causada por la nieve. Foto Los Andes
McMillen, Zeller y Petroske también fueron interrogados por las autoridades. Zeller tenía la frente ennegrecida por la exposición. Foto Los Andes
Después de que Cooper comenzó a bajar solo, Zeller, McMillen y Johnson continuaron ascendiendo. Lo hicieron lentamente. Tomaron fotografías. Llegaron a la cima del glaciar de los Polacos, donde se encuentra con una cresta que conduce a la cumbre.
Pero volvió a caer la noche y la nieve les llegaba hasta la cintura. Los hombres se turnaron para abrir el camino, 25 pasos a la vez. Luego dijeron que, con la cumbre a la vista, se dieron vuelta y descubrieron que Johnson no estaba allí.
“Buscamos y buscamos y la llamamos por su nombre y no obtuvimos respuesta”, recordó McMillen en un testimonio escrito, dos semanas después. “Al final, me topé con su piolet y pensé que no podía estar muy lejos. La llamamos un poco más y finalmente una vocecita débil dijo: ‘Mi nombre es Janet Johnson’. Estaba a unos 30 metros de nuestro trayecto en la nieve, tumbada. Cuando llegamos hasta donde estaba, nos dijo: ‘No me hagan sufrir, déjenme quedarme aquí y morir’”.
Zeller dijo que se ató a Johnson; McMillen dijo que Zeller “la tomó del brazo”. Zeller dijo que los tres se perdieron y acamparon juntos otra noche; McMillen dijo que se adelantó a los otros dos y pasó la noche solo.
Sus historias volvieron a converger a la mañana siguiente. Johnson no se levantaba y tenía las manos “hinchadas y negras”, escribió McMillen, por lo que “la anclaron desde tres direcciones diferentes para que pudiéramos sostenerla de pie” y la llevaron más allá de una grieta.
Llegaron a la cueva de nieve donde habían visto por última vez a Cooper. Parte de su equipo seguía allí, incluyendo la pistola de bengalas. McMillen dijo que la disparó. Eran las 7:00 a. m.
“Hizo un sonido igual de fuerte que un rifle, pero supongo que nadie lo escuchó abajo”, escribió McMillen.
La condición de Johnson parecía mejorar, por lo que los hombres decidieron que McMillen debía bajar solo para buscar ayuda, siguiendo la ruta que supuestamente había tomado Cooper 24 horas antes.
McMillen dijo que perdió su piolet en una sección empinada del glaciar y se resbaló unos 300 metros, de cabeza. Eso explicaba por qué tenía el ojo morado, afirmó.
Luego vio a miembros del ejército argentino que venían a rescatar a Zeller y Johnson. Escuchó a personas gritar su nombre. Vio mulas muertas. Y vio a un soldado muerto tirado en la nieve.
Fue más tarde, tras llegar al campamento y dormir, que comprendió: nada de eso había sido real. El soldado muerto, se enteró, era John Cooper.
Arriba en el glaciar, Zeller también estaba experimentando alucinaciones, algo nada inusual en el aire enrarecido de las grandes altitudes. Más tarde recordó haber tenido visiones de camiones de construcción trabajando cerca de la cima y haber escuchado voces fantasmas de rescatistas que nunca estuvieron allí.
“Janet y yo continuamos descendiendo hasta que pasamos la peor parte y luego también sufrimos una larga caída”, escribió Zeller en un relato más tarde esa primavera. “Una vez más, no tuvimos daños graves, solo se rompieron nuestras gafas oscuras y nos cortamos un poco la cara. Terminamos a 3 o 4 cuadras del campamento y pudimos ver las tiendas de campaña”.
Él y Johnson quedaron desatados tras la caída, dijo Zeller, así que volvió a subir para ver cómo estaba. Fue entonces cuando vio a Cooper.
“Vi el cuerpo de John aproximadamente a medio camino entre nosotros y hacia la derecha, viendo de frente la colina”, escribió Zeller. “Lo revisé y estaba muerto y parecía congelado; no vi ningún corte en su piel expuesta ni desgarros en la ropa, así que asumí que no había muerto como resultado de una caída, sino de agotamiento, hipotermia, etc.”.
“Janet parecía estar mejor, por lo que pude ver, así que decidimos que yo seguiría adelante e instalaría la carpa y ella me seguiría tan pronto como recuperara el aliento”, dijo Zeller.
Los hombres dijeron posteriormente que Zeller había llegado al Campamento 3 un par de horas después que McMillen. Durmieron durante la noche, se despertaron y no encontraron señales de Johnson.
“A la mañana siguiente, Bill y yo decidimos bajar”, escribió McMillen. “Bill estaba tan confundido que no sabía qué dirección tomar”.
“Esa es la historia, por lo que puedo recordar”, concluyó.
Las preguntas los seguirían cuesta abajo, como un viento frío y seco.
John Shelton, el estudiante universitario que sirvió como intérprete durante la subida, cumplió 76 años este 2023. Había estado recibiendo cuidados paliativos en un centro de veteranos en Utah durante más de un año. Tenía una barba blanca parecida a la de un kringle y sus ojos brillaban cuando reía.
Era el último estadounidense de la expedición que seguía vivo.
Shelton recordó haberse mareado por la altura y fue el primero del grupo en regresar al campamento base. Estuvo en compañía de Bustos, hablando plácidamente sobre su afinidad compartida por la ciencia. Ambos tenían 25 años, eran los más jóvenes del grupo.
Un día después llegaron Eubank y Dafoe, más enfermos que Shelton. Al cabo de otro día llegó Petroske, con la ayuda de Alfonso, el guía.
Shelton dijo que usó los binoculares para observar el glaciar de los Polacos, esperando ver a los cuatro andinistas restantes pero solo logró divisar a tres y, más tarde, solo vio a dos. Recordó haber corrido cuesta arriba con Alfonso para ver si podían ayudar.
Se encontraron con Zeller y McMillen caminando hacia ellos. Shelton recordó la gravedad del momento: cuatro personas habían subido al glaciar, pero solo dos habían regresado.
A Shelton no se le ocurrió que Cooper y Johnson fueran algo más que víctimas de una tragedia de gran altura. ¿Señales de violencia? “Tonterías”, dijo, 50 años después.
La noticia bajó lentamente de la montaña. Se contactó a las familias. Los servicios de noticias y los periódicos locales escribieron artículos apresurados, llenando los vacíos con presunciones y falsedades descabelladas.
En Kansas, la ciudad natal de Cooper, el periódico informó que “se le dio por muerto después de una caída desde la cima de la montaña a una grieta profunda durante una tormenta de nieve cegadora”.
La Embajada de Estados Unidos en Buenos Aires envió un memorando a la oficina del secretario de Estado de EE. UU., para intentar frenar la información errónea.
“Las muertes no se produjeron como resultado de una caída, como informó United Press International y Associated Press, ni como resultado de una avalancha, como informó Reuters”, dijo la embajada.
En Mendoza, los medios de comunicación reportaron la historia de manera más exhaustiva y precisa. La primera noticia llegó en Los Andes el 4 de febrero: “Se teme por la vida de dos andinistas norteamericanos”, decía el titular. Había un mapa de la ruta. Dos fotografías de unos sonrientes Johnson y Cooper, tomadas en el Hotel Nutibara dos semanas antes, ocuparon un lugar destacado en la cobertura.
2:26“The details remain sketchy.”Confusion gave way to speculation. The last surviving climber never believed any of it.
Emily Rhyne y Noah Throop
“La expedición estaba empezando a desmoronarse incluso antes de que comenzaran las labores sobre el hielo”, decía la nota del día siguiente, justo cuando los estadounidenses recibían informes falsos sobre avalanchas y tormentas de nieve cegadoras.
En la base del Aconcagua, Alfonso y los supervivientes estadounidenses fueron detenidos para ser interrogados. En Mendoza, un juez fue asignado al caso. También fue asignado un investigador de la policía. Los funcionarios clasificaron el caso como “averiguación de homicidio culposo”.
Incluso el gobierno estadounidense validó la sospecha. Era un procedimiento estándar que el caso permaneciera abierto, escribió la embajada en sus documentos, para “garantizar que se pueda descartar algún comportamiento criminal”.
Las semillas de la especulación habían sido plantadas.
“Se requiere una investigación más profunda”, escribió Los Andes.
LA REUNIÓN SECRETA
LOS ESTADOUNIDENSES REGRESARON al hotel Nutibara, evitando a los periodistas que los esperaban en el vestíbulo. Bustos, el jefe del campamento base, fue para despedirse de sus nuevos amigos estadounidenses. No quisieron verlo. Cincuenta años después, eso todavía lo entristece.
El Departamento de Estado de Estados Unidos tampoco tuvo mucha suerte. El cónsul Wilbur W. Hitchcock intentó hablar con los estadounidenses durante una escala nocturna en Buenos Aires.
“Los cinco parecían cansados y algo aturdidos”, escribió Hitchcock en un informe. (El sexto sobreviviente, Eubank, ya había abandonado el país).
Dafoe advirtió a Hitchcock sobre los efectos de la altura en la mente y la memoria. Dijo que los demás habían experimentado alucinaciones y quizá una “sensación de irrealidad” al llegar a tal altitud.
A la mañana siguiente, Hitchcock regresó al aeropuerto. Pasó otros 30 minutos intentando interrogar a los estadounidenses antes de que embarcaran en un avión para salir de Argentina.
“No pudieron reconstruir el ascenso con la precisión necesaria”, escribió Hitchcock.
Los periódicos publicaron una fotografía desde la pista de aterrizaje. Shelton y Petroske sonreían mientras McMillen parecía decir algo por encima del hombro. Llevaban mochilas y piolets. Un reportero le pidió a Zeller que aclarara lo sucedido en la montaña, según informaron los periódicos, pero Dafoe, quien era abogado, se interpuso entre ellos y no dejó que contestara.
Todo eso aumentó la intriga en Argentina. Pero si las especulaciones siguieron a los sobrevivientes a su regreso a Estados Unidos, se apagaron rápidamente.
En Portland, el presidente de Mazamas redactó un memorando secreto. Convocó una reunión especial a puerta cerrada de los dirigentes del club y los sobrevivientes de la expedición, que se celebraría dos días después.
“NADIE EXCEPTO LOS ARRIBA MENCIONADOS PODRÁ ASISTIR. El lugar se mantendrá SECRETO… repito… ¡SECRETO!”.
El memorando decía que la idea era “descubrir la ‘verdad de las cosas’ de las personas implicadas”.
“Presumiblemente”, continuaba, “una consecuencia será la disipación de ciertas sospechas, incertidumbres, rumores, lo que sea, que pueden haber llegado a su conocimiento y que han sido amplificados por las confusas comunicaciones durante la expedición y por informes periodísticos contradictorios o incompletos”.
La reunión se celebró en la oficina de Dafoe. Dos días después, el 15 de febrero, la secretaria de Dafoe mecanografió un “resumen cronológico de los hechos” de tres páginas.
Fue la historia que los sobrevivientes contaron a los periódicos de sus ciudades. Y fue la base del informe formal de la expedición de Dafoe publicado en el anuario Mazamas en 1973, que concluía que las muertes fueron un accidente, que Johnson y Cooper estaban desesperados por alcanzar la cumbre y que “probablemente murieron de un edema pulmonar”.
Pero, no fue así.
LOS JOHNSON y los Cooper eran familias religiosas del Medio Oeste. Confiaban en los poderes superiores y en los funcionarios del gobierno. Se afligían, pero no se quejaban, al menos públicamente.
No está claro cuánto interactuaban, si es que lo hacían.
Los Cooper celebraron un funeral en marzo, pero estaban desesperados por recuperar el cuerpo de John para enterrarlo en Kansas.
El padre de Cooper, que también se llamaba John, escribió cartas —a Los Andes, a Alfonso, al Departamento de Estado— en busca de ayuda. Aprendió español para poder leer las noticias que llegaban de Argentina.
La madre viuda de Janet Johnson, Mae Johnson, celebró un funeral en abril, en la iglesia de Minneapolis donde su hija tocaba el órgano cuando era adolescente.
No pidió que le devolvieran el cuerpo. Tenía entendido que su hija había dicho que, si le ocurría algo en el Aconcagua, quería que la enterraran en el pequeño cementerio que está ubicado cerca del inicio del sendero.
Al igual que el padre de John Cooper, Mae Johnson coleccionaba recortes de periódicos y documentos. En los lugares donde el nombre de su hija aparecía escrito “Jeannette” en los periódicos en español, e incluso en algunos estadounidenses, lo tachaba y escribía cuidadosamente “Janet”.
Y en los lugares donde se citaba a su hija diciendo “déjenme morir aquí”, su madre tachó las palabras para no tener que leerlas nunca.
EN ARGENTINA, EL JUEZ Victorio Miguel Calandria Agüero quería saber: ¿cómo murieron John Cooper y Janet Johnson? No podía haber respuestas seguras sin los cuerpos.
A fines de 1973, en la cima de una nueva temporada de escalada de verano en los Andes, se reunió un equipo de cuatro hombres para buscarlos. Alfonso, herido por las críticas a su papel de guía, lo dirigiría.
Un reportero y fotógrafo de National Geographic llamado Loren McIntyre se enteró y se presentó para unirse al equipo. Alfonso se alegró de contar con él.
Llevaron dos toboganes de plástico, de los que usan los niños para bajar en trineo por pendientes heladas, que habían reforzado con chapas atornilladas al fondo.
Una semana más tarde, al pie del glaciar de los Polacos, encontraron las pruebas fantasmales de la expedición estadounidense: tiendas hechas jirones, un saco de dormir azul roto que perdía plumas.
A unos 150 metros cuesta arriba del campamento encontraron el cuerpo congelado de Cooper.
Después de que Alfonso, McIntyre y un equipo de escaladores encontraron el cuerpo de Cooper en el glaciar de los Polacos, pasaron días bajándolo de la montaña en un tobogán. Foto Loren McIntyre/American Geographical Society Library, University of Wisconsin-Milwaukee Libraries
Estaba estirado sobre un terreno relativamente llano, con las piernas extendidas y cruzadas. Tenía las manos desnudas sobre el abdomen. Llevaba puesta la chaqueta, pero la capucha se le había caído por detrás de la cabeza.
“John Cooper era un hombre alto y corpulento y estaba congelado”, informó McIntyre a los investigadores. “Era como una estatua de hielo y el tobogán medía aproximadamente la mitad de la longitud de su cuerpo, por lo que acomodarlo para que su ropa y su cuerpo no se dañaran en el descenso no fue cosa fácil y hacía frío y viento y los ánimos se caldeaban mientras intentábamos amarrarlo al trineo”.
Se desató una tormenta. Los hombres dejaron a Cooper por la noche, clavaron estacas a su alrededor para mantenerlo en su sitio y descendieron a la seguridad del campamento.
Al día siguiente, McIntyre fue el primero en llegar al cuerpo y lo inspeccionó más de cerca. Tomó fotografías detalladas de Cooper y de sus pertenencias “para que quedara sumamente claro cómo estaba equipado” en caso de que hubiera preguntas de investigadores o periodistas.
Encontró el diario de Cooper. Encontró una carta abierta de la esposa de Cooper, Sandy. McIntyre la leyó en voz alta y la tradujo para los demás.
“Mantente atado y no olvides los crampones, pues no sé cómo te remplazaría”, escribió. “Eres, con diferencia, el mejor marido y el más cariñoso, y el mejor padre de todo el mundo”.
Cooper detalló la expedición en su diario, que también incluía un dibujo del glaciar de los Polacos. Foto Loren McIntyre/American Geographical Society Library, University of Wisconsin-Milwaukee Libraries
No había rastros de Johnson. McIntyre dijo que recorrió el campo de nieve durante varias horas antes de darse por vencido. Consideró que su muerte era el mayor misterio y pensó que podría haberse despeñado por el borde del glaciar.
Los detalles sobre Cooper se supieron rápidamente. Le faltaba un crampón. No había piolet. Estaba en una pendiente suave. Su rostro maltrecho tenía una expresión de terror congelada. Y su abdomen tenía un agujero cilíndrico, sangriento y profundo. Había pasado desapercibido hasta que su cuerpo se descongeló en alturas más bajas y sus manos heladas pudieron moverse.
“Lo más probable es que la muerte de Cooper fue un accidente”, dijo Alfonso a los periodistas. Pero si Cooper se cayó sobre su propio piolet, debió de ser muy violento, dijo, dadas las cinco capas de ropa que llevaba y la profundidad de la herida.
Alfonso también dijo que Zeller le contó que encontró a Cooper sentado, muerto, con la cabeza entre las manos.
“Pero la forma en que Cooper fue encontrado revela que el relato de Zeller no era exacto”, escribió Los Andes.
McIntyre insistió en que “no hay ningún misterio”.
“Se cayó sobre su piolet y se lesionó”, dijo en una declaración a los investigadores. “Tenía tantas molestias y dolores cuando estaba cerca del campamento base que cuando por fin salió de la parte escarpada del glaciar, bajó al llano, evidentemente se detuvo, se sentó y se quitó los guantes. Probablemente estaba tratando de revisarse y ver su herida cuando cayó inconsciente y murió congelado”.
McIntyre dejó un resquicio de duda. En 1974 le envió una carta a Sandy Cooper en la que sugirió que McMillen y Zeller “probablemente se han formado algunas conclusiones en sus propias mentes que pueden ser ciertas o que pueden ser un ajuste de conciencia con el que pueden vivir”. Y continuó: “Me pregunto si alguna vez has hablado con ellos”.
No está claro si las familias Cooper o Johnson los contactaron en algún momento.
Cooper fue enterrado en el cementerio de Sunset Lawns, en El Dorado, unos días después de la Navidad de 1973. Foto cortesía Paul Cooper
El cuerpo de Cooper, por deseo de la familia, fue trasladado a Kansas. Llegó en un ataúd de metal, enviado dentro de una sencilla caja de madera.
El ataúd fue enterrado en el frío suelo de El Dorado en diciembre. La caja vacía permaneció durante décadas en el garaje de los padres de Cooper, que no podían desprenderse de ella.
Los resultados de la autopsia completa fueron sellados por el juez. Pero hizo pública la carátula, que señalaba la causa de la muerte.
No fue la exposición, ni el edema pulmonar, ni siquiera la misteriosa herida en el abdomen que atravesó cinco capas de ropa.
La causa de defunción fue una contusión cráneo encefálica.
El juez hizo una sola declaración: necesitamos el cuerpo de Janet Johnson.
ENCONTRAR A JANET JOHNSON
ALBERTO COLOMBERO TENÍA 17 años cuando él y otras dos personas encontraron el cadáver de Johnson. Colombero guarda las fotos de ese día en una cajita.
Era el 9 de febrero de 1975. Colombero estaba escalando el Aconcagua con su padre, Ernesto, y Guillermo Vieiro, ambos escaladores experimentados del Aconcagua, ya fallecidos. Una tormenta los obligó a abandonar el intento de llegar a la cumbre. Los tres decidieron bajar por el glaciar de los Polacos. Conocían bien la historia. Sabían que el cuerpo de Johnson podría estar en alguna parte.
Colombero vio algo rojizo a su izquierda. Estaba oculto por penitentes que le llegaban hasta las rodillas, los pilares de hielo característicos del Aconcagua, y parcialmente cubierto de nieve fresca.
Alberto Colombero ante una imagen de su padre, Ernesto. Descubrieron el cadáver de Johnson dos años después de su desaparición. Foto Max Whittaker para The New York Times
Los hombres pensaron que era una lona, una tienda, tal vez una mochila.
Encontraron a Johnson boca arriba. Su cara, ennegrecida por dos años de exposición, estaba golpeada en tres sitios. Le sobresalían huesos blancos de la nariz, la frente y la barbilla, donde la piel colgaba como un colgajo. Tenía manchas de sangre en la cara y en la chaqueta.
Le faltaba un crampón en un pie. La rodeaban cuerdas enredadas. Llevaba las manos desnudas y la chaqueta ligera desabrochada. No encontraron su piolet.
La pendiente era poco profunda. ¿No dijo Zeller que él y Johnson tuvieron una larga caída juntos? No había manera de que se hubiesen caído ahí, pensaron.
Tres hombres encontraron el cuerpo de Johnson en una pendiente poco profunda. Foto Ernesto y Alberto Colombero
El recuerdo de Colombero guarda otro detalle sorprendente: una piedra encima de Johnson. Su cuerpo estaba en un campo de hielo.
Colombero dice que era demasiado joven e inexperto para sacar conclusiones. Pero, durante el resto de sus vidas, los hombres mayores estuvieron seguros de que Johnson había sido asesinada, dijo Colombero.
“Pensaban que todo estaba planeado”, añadió. “Que no había sido un accidente, que alguien la había golpeado y trató que pareciera que había rodado por la colina debido al agotamiento”.
Su descubrimiento y su versión de los hechos no tardaron en aparecer en los periódicos de Mendoza, junto con las truculentas fotos que tomaron. El cuerpo de Johnson estaba a solo 20 metros de donde se había encontrado el de Cooper, según los informes.
Los tres hombres no estaban preparados para bajar el cuerpo de Johnson. Así que lo desenterraron y lo desplazaron para que una futura expedición de recuperación pudiera verlo.
Encontraron un anillo con una piedra marrón turbia en el dedo de Johnson. Se lo quitaron y se lo dieron a un escalador estadounidense llamado Allen Steck, que se encontraba en la montaña al mismo tiempo. En abril de 1975, se lo envió a Abrahamson, la hermana de Johnson.
“Adjunto el anillo que llevaba Janet cuando la examinamos”, escribió. “No encontramos nada de su equipo ni de su cámara (suponiendo que tuviera una)”.
El anillo es la única posesión del viaje que la familia de Johnson recibió durante 50 años.
El anillo de Johnson que recibió su hermana en la primavera de 1975. Foto Max Whittaker para The New York Times
EN FEBRERO DE 1976, William Montalbano, corresponsal en América Latina de The Miami Herald, escribió dos artículos sobre los misterios mortales del Aconcagua.
El segundo se centraba en los planes para la recuperación del cuerpo de Johnson.
“¿Cómo murió realmente Janet Johnson?”, decía el titular.
“Hay suficiente misterio y suficientes preguntas sin respuesta en torno a la muerte de Janet Johnson y del ingeniero de la NASA John Cooper en la misma expedición de 1973 como para que surgiera la sospecha de un asesinato”, escribió Montalbano.
El artículo se centraba en Ramón Arrieta Cortez, el investigador principal, que “debe establecer si el Aconcagua mató a Janet Johnson o si fue asesinada”, escribió Montalbano.
Poco después, un equipo de hombres, en su mayoría policías de Mendoza con experiencia en escalada, encontró el cadáver de Johnson. Su rostro estaba más oscuro, mucho más momificado que un año antes, debido a la reciente exposición al sol y al viento. No encontraron otras pertenencias.
Los hombres lucharon por sacar a Johnson del hielo. Le cortaron bruscamente el brazo izquierdo a la altura del hombro y lo abandonaron con un reloj roto en la muñeca.
“Tuvimos que excavar el hielo para descongelarla y sacarla del glaciar”, dijo Rudy Parra, uno de los hombres que ya se jubiló de la policía. “Fue como sacar un trozo del glaciar de la montaña”.
La sala donde se realizaron las autopsias de Cooper y Johnson, en Mendoza, todavía se sigue usando. Se encuentra en un deteriorado edificio de estuco de una planta que parece un cuartel. Está equipada con mesas de acero inoxidable, herramientas eléctricas que cuelgan del techo y suelos de hormigón inclinados hacia los desagües.
Daniel Araujo fue estudiante de medicina y ayudante del forense, Carlos DeCicco, en las autopsias de Cooper y Johnson. Hoy es neurocirujano en Mendoza.
«Se podía ver el hueso”. Los hombres que encontraron el cuerpo de Johnson y presenciaron su autopsia creen que fue asesinada.
Emily Rhyne Y Noah Throop
blob:https://revistacorrientes.com/d5741f04-104f-4e17-b3d3-497264885fd8
Aún recuerda a Cooper por la fractura de cráneo y, sobre todo, por el orificio tubular en el abdomen. Era como un agujero de bala, perfectamente redondo. La herida era tan profunda que llegaba hasta la columna vertebral. Araujo siempre sospechó de un tornillo de hielo.
La autopsia de Johnson destaca por los daños en su cara: huesos expuestos en tres lugares. Araujo dijo que la bota de Johnson tenia cortes profundos que le hacían pensar que alguien le había dado algunos golpes fuertes.
El informe de la autopsia de Johnson, con fotos, fue presentado al juez. Al igual que en el caso de Cooper, la causa oficial del deceso fue una contusión cráneo encefálica. Una lesión cerebral.
Araujo lleva casi toda su vida atormentado por el recuerdo de esas autopsias.
“Los mataron”, dice. “A los dos. Este tipo de lesiones no fueron autoinfligidas”.
¿Ese era el consenso de los examinadores en la sala?
“Sí”, dijo. “Sin ninguna duda”.
La cobertura de los medios de comunicación no llegó tan lejos. En “círculos forenses”, informó Los Andes, “parecía un crimen, aunque la policía no había hecho ninguna acusación”. Una vez más, se dejó el caso abierto a la interpretación pública.
“¿Las heridas en la cabeza fueron por una caída o deliberadas?”, preguntó Los Andes. “Tal vez nunca se sepa la verdad”.
Ahí terminó cualquier consideración seria. El 24 de marzo de 1976, el gobierno argentino de Isabel Perón fue derrocado por un mortal golpe militar. Argentina entró en crisis, y se cree que decenas de miles de personas murieron en medio de la agitación de los siete años siguientes.
Cualquier investigación formal sobre la expedición estadounidense quedó en manos de la imaginación colectiva. Parecía que el misterio se congeló.
Días antes del golpe, el cuerpo de Johnson fue enterrado en un pequeño cementerio de montañistas localizado cerca de los senderos del Aconcagua. Nadie de su familia acudió. Pero un ramo de flores descansaba sobre su ataúd. Decía: “De tu madre”.
Johnson fue enterrada en un pequeño cementerio cercano a la entrada del Aconcagua. Alfonso estaba entre las dos decenas de asistentes a su funeral. Foto Alberto Colombero
Entre las dos decenas de testigos había miembros del grupo policial que recuperó su cuerpo, incluido Arrieta Cortez, el investigador principal. (Según su hijo, Juan, Arrieta Cortez murió en 2017 y nunca llegó a una conclusión en el caso).
“Bajo el cielo de América, enterramos a una hija aquí, en suelo argentino”, dijo Arrieta Cortez en la reunión en el cementerio.
Representantes de la embajada estadounidense hicieron el viaje de 1046 kilómetros desde Buenos Aires. La ceremonia duró 15 minutos.
“Deseo informarle que su hija, Janet Johnson, fue enterrada el 19 de marzo de 1976, conforme a su solicitud, en el Cementerio de Montañistas de Punta del Inca”, escribió la embajada a la madre de Johnson. “Los servicios funerarios en la tumba fueron muy dignos e impactantes”.
Un hombre llegó corriendo, justo cuando la ceremonia se terminaba. Era Miguel Alfonso, el guía, que estaba allí para presentar sus últimos respetos.
LA CÁMARA
DURANTE CASI 50 AÑOS, la cámara Nikomat de una mujer estadounidense permaneció congelada en una cápsula del tiempo a gran altitud. Pero no estaba congelada.
Es posible que el lugar donde se cayó la cámara no sea el mismo en el que se encontró. El glaciar de los Polacos se ha ido reduciendo y desplazando, agrietándose y descendiendo por la fuerza de la gravedad y con el cambio de las estaciones.
Y en un día soleado de febrero de 2020, en pleno verano argentino, la cámara estaba sobre un fornido penitente, como una pieza de museo sobre un pedestal.
Los andinistas buscaron otras pistas tras el descubrimiento de la cámara de Johnson. Su brazo, que fue cortado cuando sacaron su cuerpo del hielo en 1976, fue descubierto cerca del borde del glaciar, que se desplaza y se reduce. Foto Pablo Betancourt
Fue Marcos Calamaro, un joven porteador, quien la bajó al campamento. Fue Ulises Corvalán, el experimentado guía, quien reconoció el nombre estampado en la parte inferior.
Ese día se encontraba en el campamento un fotógrafo llamado Pablo Betancourt. Reconoció que la película que había adentro podía ser una prueba que se debía conservar, como había ocurrido durante la mayor parte de cinco décadas. Metió la cámara en un estuche y lo llenó de nieve.
Se puso en contacto con The New York Times, preguntándose si ese descubrimiento podría ser de interés. Y se preguntó qué más podría revelar el deshielo del glaciar.
El brazo de Johnson fue encontrado, en la manga de una chaqueta roja, cerca del borde del glaciar. También su mochila, llena de equipo y otros dos botes de aluminio con película en su interior.
En Oregón, el único familiar directo de Johnson que sobrevivió recibió una llamada sorpresa para comunicarle la noticia del hallazgo.
La respuesta de Abrahamson fue clara. Sí, revela la película. Averigua todo lo que puedas. Por favor.
“Sigue siendo mi hermana”, dijo. “Todavía quiero saber lo que realmente le pasó”.
INDIAN HEAD, SASKATCHEWAN, está a una hora al este de Regina. Su estructura más alta es un elevador de grano. No hay ninguna montaña a la vista.
En una esquina del centro hay un antiguo banco, una estructura de ladrillo de dos plantas del siglo XIX. Hoy es la sede de Film Rescue International, una empresa dirigida por Greg Miller.
Su pequeño equipo de técnicos recibe y procesa películas sin revelar, viejas o dañadas, procedentes de todo el mundo: rollos abandonados en desvanes, carretes descubiertos en naufragios, la olvidada Instamatic que fue encontrada con la película adentro.
Ahora Miller sostenía una cámara que durante casi cinco décadas estuvo encerrada en un glaciar a unos 6000 metros de altura. La cámara estaba intacta; la única grieta estaba en el interior del objetivo. Los mecanismos funcionaban. La funda de cuero atornillada al fondo de la cámara probablemente la había protegido de las filtraciones.
Resulta que un glaciar en el Aconcagua no es un mal lugar para conservar una película. La humedad siempre es un perjuicio, pero los Andes son notablemente secos. La radiación a gran altura puede ser preocupante, pero la cámara había estado sepultada en el hielo. Las temperaturas frías son mucho mejores para la película que las cálidas.
Miller llevó la cámara a un cuarto oscuro, encendió una luz infrarroja que no expondría la película y abrió la parte trasera de la cámara.
“Creo que vamos a ver algo”, dijo.
La responsabilidad del procesamiento recayó en Erik LaBossiere quien, además de su trabajo con las películas fotográficas, también es un luchador profesional y guitarrista de una banda de metal. LaBossiere tiene 35 años y es un hombre calvo, de voz suave, y tiene los brazos cubiertos de tatuajes.
Estaba nervioso. Solo tenía una oportunidad para lograrlo.
Bajo una luz infrarroja, LaBossiere introdujo los rollos de película en tambores a prueba de luz. Los tambores se introdujeron en una máquina que lavaba la película en un ciclo de soluciones, cronometrado con precisión: una versión automatizada del método de mojar y remojar del antiguo revelado fotográfico. Cuando LaBossiere salió del cuarto oscuro, parecía satisfecho.
Si no hubiera conocido el origen de la película —atrapada en un glaciar de Argentina durante décadas—, LaBossiere “habría supuesto que estaba en una estantería en alguna parte”, dijo.
Después de más máquinas y más soluciones, LaBossiere desenrolló la película y acercó una tira a la luz.
“Sí”, dijo. “Montañas y gente”.
La película en color se procesó primero en blanco y negro, una forma más segura de obtener resultados. Tras determinar que los contrastes eran suficientemente nítidos, se procesaron en color. Foto Max Whittaker para The New York Times
Johnson era una buena fotógrafa. Las fotos son hermosas, inquietantes, solo estropeadas por las vetas de humedad que colorean los encuadres, unas más que otras. Convierten paisajes ordinarios en algo más cercano al arte.
Uno de los rollos estaba sin usar. Johnson lo había llevado hacia la cumbre con la aparente expectativa de que lo necesitaría.
Otro, encontrado en un bote, tenía 36 exposiciones. El primer fotograma se tomó desde un valle cercano al campamento base, una imagen etérea de montañas cubiertas de nieve. Luego aparecieron muchos penitentes y picos nevados. Son la crónica de las idas y venidas de la expedición de un campamento a otro, aclimatándose y transportando el equipo.
Hay una foto de Johnson, tras entregar su cámara a otra persona. Sonríe, y luce un sombrero flexible y gafas de glaciar con montura de aluminio. Lleva un piolet en la mano derecha y una mochila a la espalda.
El rollo que se encontró adentro de la cámara contenía 24 fotografías.
La séptima foto fue tomada cerca del campamento, al pie del glaciar de los Polacos. Solo Johnson, Cooper, Zeller y McMillen subieron más alto. Johnson tomó fotos desde el glaciar. Las huellas se hunden en la nieve blanda.
Hacia el mediodía, con el sol alto y las sombras cortas, Johnson tomó una foto de uno de los otros escaladores, que estaba cuesta abajo y sentado en el glaciar.
Las sombras de la tarde se alargaban con cada fotografía. Pronto los cuatro escaladores cavarían una cueva para dormir. Cooper bajaría a la mañana siguiente, mientras los otros tres seguían subiendo.
Johnson tomó más fotos después de que Cooper se fue. La fotografía 21 mostraba a Zeller o McMillen subiendo delante de ella, al sol de la tarde, cada paso haciendo profundos agujeros en la nieve.
En el anuario de Mazamas de ese mismo año se publicó la fotografía opuesta, tomada por Zeller, cuesta abajo, de Johnson subiendo por la cresta de la cumbre, a unos 6000 metros.
Johnson lucía su sombrero flexible. Llevaba el abrigo desabrochado y las manoplas colgaban de los cordones de las mangas. Cargaba el piolet en la mano derecha.
Antes de que oscureciera, Johnson tomó tres fotografías más de los Andes circundantes. Aunque le faltaba oxígeno o deliraba, sabía cómo enfocar el objetivo, componer el encuadre y mantener la cámara firme para tomar fotografías nítidas.
Aquí acaba el rollo. Y empieza la leyenda.
El rollo no resuelve el misterio. Lo amplía. Cuenta lo que Johnson vio en sus últimas horas, pero no lo que sintió. Ni cómo murió.
No todos los descubrimientos conducen a una revelación. Algunos solo hacen que quieras saber más.
EL MISTERIO
SI JANET JOHNSON y John Cooper siguieran vivos, tendrían más de 80 años.
Todos los estadounidenses de la expedición al Aconcagua han fallecido. Dafoe, el líder, murió en un accidente de coche en una carretera rural de Montana en 1975. Zeller falleció en 2003, McMillen en 2011. Shelton murió en noviembre, dejando tras de sí una colección de viejas fotos, memorandos de Mazamas y archivos de periódicos.
“Sigue siendo el mayor misterio del Aconcagua”, dijo Morán, el periodista argentino que cubrió la expedición y sus secuelas. Ahora tiene 80 años. “Esta historia casi se había desvanecido de la memoria popular, pero hay suficientes motivos de dudas y argumentos para que el misterio persista”.
Las leyendas suceden cuando los hechos son cortos y el tiempo es largo. Después de todos estos años, esta historia no trata de los estadounidenses desaparecidos hace tiempo en la montaña, sino de lo desconocido que vive en los que quedan. Se trata menos de certezas que de memoria e imaginación.
play
2:24“The story will keep being written.”With no clear answers, the story has taken on a life of its own.
Emily Rhyne y Noah Throop
Una pregunta surge una y otra vez entre quienes conocen la historia: ¿cuáles son las posibilidades? Un “accidente” es una explicación que encaja en todo, una forma útil de seguir adelante. ¿Y si fue otra cosa?
Corvalán, decano de los guías del Aconcagua, con 59 cumbres coronadas con éxito, escuchó por primera vez las historias de los veteranos cuando empezó a escalar la montaña hace 35 años.
Había teorías y adornos, puntos conectados con líneas difusas.
Un triángulo amoroso que salió mal. Un alijo de dinero que nunca se encontró. Cooper como agente del gobierno. Asesinos que cruzaron la cercana frontera chilena. ¿Por eso Loren McIntyre, un estadounidense, había aparecido, como de la nada, para encontrar los cuerpos? ¿Por qué estaba tomando tantas fotografías?
Corvalan estudió las fotos de Johnson de 1973. Observó la poca profundidad de la pendiente y la nieve inusualmente blanda del glaciar de los Polacos aquel año. Una caída larga y un deslizamiento mortal por el hielo eran improbables, tal vez imposibles, dijo.
Pero algo más le preocupaba a Corvalan. Ha visto cuerpos destrozados incluso por caídas cortas. Huesos rotos. La ropa y el equipo quedan destrozados.
¿Por qué, se preguntó Corvalan, parece que a Johnson y Cooper les ocurrió tan poco de eso? ¿Por qué los daños se limitaban sobre todo a sus rostros?
Corvalan pensó en eso. Él es un montañero. Ha estado en las Siete Cumbres. Sabe lo que la experiencia y el sentido común le dicen: un accidente. Pero más que antes, Corvalan cree que tal vez hubo algún acto violento.
Es un eufemismo persistente y vago en esta historia. ¿Negligencia? ¿Homicidio involuntario? ¿Peor? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Es siquiera posible a tal altura, con tal fatiga?
Corvalan se encogió de hombros.
Roberto Bustos, el director del campamento base, tiene 76 años. En su casa guarda un archivo de recortes y fotos amarillentas. Tiene una cuerda que perteneció a Shelton y que guarda como un preciado recuerdo.
Las fotos recién reveladas de Johnson le despiertan recuerdos, pero no le hacen cambiar de opinión.
Considera que lo que les ocurrió a Johnson y Cooper fue “un accidente de montaña”, dice, pero no descarta la posibilidad de algo violento. Las normas cambian a gran altura. La desesperación juega con el bien y el mal.
Algo que no ha cambiado en 50 años, en montañas como el Aconcagua o el Everest, es la noción de ética y responsabilidad. Se flexibilizan a gran altitud, entre los peligros y los límites del momento.
“Es un mundo diferente a 6000 metros, con leyes y reglas distintas”, dijo Bustos. “Y el comportamiento: bajarías a 5000 metros y pensarías que esta gente está loca”.
Si sus compañeros de escalada hicieron todo lo razonablemente posible para ayudar a Cooper y Johnson, ¿no era eso suficiente? Si abandonaron a sus compañeros para salvarse ellos, o de algún modo les hicieron daño, ¿se les podía culpar?
La viuda de Zeller, de unos 90 años, dijo a través de su hijo que no quería hablar de la expedición y pidió que no la contactaran más.
“Como policía estatal, es preciso, exigente y cuidadoso”, escribió el periódico local sobre Zeller en 1973. “Cuando habla, dice solo lo que hay que decir. Hay misterios de la montaña que no puede explicar. No está acostumbrado a eso”.
La familia de McMillen dice que siguió escalando montañas el resto de su vida, incluido el Denali en dos ocasiones, incluso después de que le diagnosticaron esclerosis múltiple. Tenía más de 100 vacas lecheras y solía proyectarles a sus amigos y familiares las diapositivas de sus ascensiones en el granero.
Sus hijos recuerdan a McMillen hablando de cómo él y otros fueron detenidos e interrogados en Argentina a causa de las muertes. Saben poco de las especulaciones de foul play, de las historias que se tejieron en Argentina. Les parece imposible.
El juez Victorio Miguel Calandria Agüero nunca se pronunció sobre el caso. Poco antes de morir, en 2022, un periodista local le preguntó por la expedición norteamericana y dijo que los lectores habían seguido la cobertura “como una novela” y mencionó el fantasma del asesinato.
“Nada de eso quedó probado”, dijo el juez.
Pero luego, desde el hielo, apareció la cámara de Johnson.
Y todos los fantasmas que se habían desvanecido volvieron a agitarse.
Un montón de registros policiales de los años 70 en la comisaría de Uspallata. El juez nunca dictó sentencia en el caso. Foto Max Whittaker para The New York Times
EN OREGON CITY, OREGÓN, Judie Abrahamson llevaba años sin revisar las pertenencias de su hermana. Estaban escondidas debajo de la casa, ignoradas y un poco olvidadas.
Nada de eso tenía mucho sentido: esas diapositivas de paisajes montañosos y desconocidos con equipo de escalada, esos amarillentos recortes de periódico en español en los que su madre tachaba cualquier insinuación de que su hija hubiera querido morir sola.
Para Abrahamson, Janet Johnson no era una escaladora consumada en Colorado ni el nombre inquietante que resuena en los Andes. No era una leyenda ajena ni el misterio de nadie.
Era Janet, una inteligente niña de 10 años que pidió una hermanita y le dio la bienvenida a la familia con una muñeca. Era una superdotada que se convirtió en una mujer que su madre no podía entender.
Era una hermana mayor, la tía Janet de los hijos de Abrahamson, que se propuso demostrar que podía hacer todo lo que quisiera, incluso escalar las montañas más altas.
Abrahamson piensa en su hermana y se pregunta cómo podría haber envejecido, cómo habría escalado más montañas, cómo podría haber salido del armario, cómo podría haberse sentido… aceptada, incluso celebrada.
En Kansas, Joy Cooper tiene casi 90 años, la hermana mayor que recuerda a John Cooper cuando era un niño con tantas ganas de viajar que su padre tuvo que construir una valla para mantenerlo adentro.
Recuerda cuando la iglesia se llenó para su funeral y enterraron a su hermano pequeño en el cementerio justo después de Navidad. Sus padres nunca volvieron a ser los mismos.
En Texas, Randy Cooper, hijo de un ingeniero de la NASA, criado por una madre viuda ya fallecida, no recuerda casi nada de su padre. Pero le han dicho que comparten algunos de sus gestos, como la forma de tronarse los nudillos.
Cuando Randy se hizo mayor, decidió llamarse por su nombre de pila: John. Y cuando la gente le preguntaba por su padre, él les decía lo único que sabía: “Mi padre murió escalando montañas”.
Las familias Johnson y Cooper nunca supieron mucho sobre lo que ocurrió en el Aconcagua. Solo sabían que las cosas habían salido mal y que Janet y John se habían ido.
Los detalles —las historias de los periódicos, las cartas, los documentos oficiales, todas las preguntas y los remordimientos— se los tragó la tristeza y, luego, el tiempo.
REPORTERO John Branch
REPORTERÍA ADICIONAL Pablo Betancourt, Nicolás García
PRODUCTOR Matt Ruby, Tala Safie
CINEMATOGRAFÍA Noah Throop, Pablo Betancourt, Emily Rhyne
FOTOGRAFÍA Max Whittaker
ILUSTRACIONES Iris Legendre
GRÁFICOS Scott Reinhard, Karthik Patanjali
EDITORA DE VIDEO Emily Rhyne
PRODUCTOR DE VIDEO SENIOR Jeesoo K. Park
EDITORA DE FOTOGRAFÍA Becky Lebowitz Hanger
EDITORES Mike Wilson, Jessica Schnall
INVESTIGACIÓN Alain Delaqueriere, Jack Begg
PRODUCTOR DE AUDIO Jack D’Isidoro
Fotos de los miembros de la expedición por Bill Eubank y John Shelton