El vacío en el que flotas

Por Darío Jaramillo Agudelo

Jorge Franco, El vacío en el que flotas (Alfaguara)

Jorge Franco tiene un especial talento para envolver al lector. En El vacío en el que flotas, que entrelaza tres historias que en el fondo son una, mejor, tres tiempos de una historia, el lector no puede dejar de saltar al ritmo de las cronologías que le impone la escritura.
Hay un primer hecho desencadenante: un niño, Ricardo Cuéllar, Richi para sus jóvenes padres Sergio y Celmira, desaparece. Ha estallado una bomba, él está allí con su madre, y no aparece ni entre los heridos ni entre los muertos.

La intriga que guía la lectura consiste en develar cómo se juntarán esos tres tiempos en la vida de ese niño que desaparece sin dejar rastro. O si no se juntarán. Porque, sí, el lector adivina que es el mismo chico que recoge Uriel, un travesti que trabaja de mesero y que sueña en convertirse en una cantante de boleros que se llama Kiki Boreal. Uriel, o Kiki, decide muy rápidamente irse de la ciudad en donde ocurre la explosión, no sea que descubran que él se quedó con ese niño, Richi, a quien él bautiza con el nombre de Ánderson: “Uriel recordaba con horror la vez que el niño se reconoció a sí mismo en la televisión, una ternura de foto, y apenas se vio comenzó a exclamar ¡yo, yo, yo! Estiró el brazo para mostrarse, dominado por la emoción, que no era para menos: acababa de encontrarse él mismo, el niño perdido. ¡Yo, soy yo! Le señaló a Uriel su propia imagen en el televisor, le compartió el hallazgo, y Uriel, despavorido, se atravesó entre la pantalla y Ánderson, y dijo cualquier cosa en voz muy alta para opacar a la locutora que suplicaba información sobre aquel niño que se había esfumado como por arte de magia, el día tal, en tal lugar. Uriel apagó el aparato y, tembloroso, se acercó al chiquito para distraerlo con una mueca infantil. Al otro día empacó lo poquito que tenían, salieron para la terminal de transporte y buscó el destino más lejano al que pudiera llevarlos un bus”.

Sergio y Celmira, sus padres verdaderos, piensan que no murió, que algún día reaparecerá y, por eso, lo siguen buscando, cada uno por su lado porque su desaparición, entre los daños que ha hecho, es que termina con la relación de Sergio, un periodista que reseña libros, y Celmira, una madre que se va a vivir sola, en compañía de su esperanza de que Richi volverá algún día. A veces se ven, “sin embargo, en esos minutos que estaban juntos, contrariados y reprochándose el uno al otro por no hacer lo suficiente, sin sostener más de un segundo la mirada, cualquiera podría decir que aún se querían. O sería el lazo indisoluble del dolor compartido lo que hacía creer que todavía eran pareja”.

Ánderson –antes Richi– crece con la duda de saber su origen y sin creer las variables versiones que Uriel inventa. Ya adolescente, casi al tiempo, comienza a escribir –soñando con volverse un autor que hace libros– y también empieza a beber alcohol en forma secreta, desordenada, obsesiva. En cierto momento, veinteañero, gana un concurso literario y se convierte en un éxito comercial en muchos países y muchos idiomas. Y el alcohol se apodera de él: “te arqueas como un gato y te metes otra raya por cada fosa. El polvo amargo te sacude, te infla, electriza y vuelves a creerte el mejor escritor del mundo. No duermes, casi no comes, hace cuatro días que no te bañas, no contestas al teléfono (…). Con lo que has metido y bebido ya ni se te para, toda tu energía, tu concentración y tus fuerzas están puestas en el teclado que golpeas con palabras para formar frases, ideas, situaciones, diálogos en la página blanca de tu computador (…). Nadie sabrá que te sangra la nariz de tanto meter perico, que todos los días te llega un pedido con botellas de cualquier cosa, que deambulas desnudo por el apartamento cuando te atrancas en un punto de la historia, y fumas mariguana para bajarle a la ansiedad, y te empetacas de somníferos para echarte un par de horas de sueño. Si no es porque aquí está quedando constancia de lo que haces, tus lectores se van a creer lo que les mostrará Gemma en el video. El escritor de las conferencias, el intelectual que hace prólogos, el autor disciplinado que escribe ocho horas diarias, el que habla pausado y a veces suelta chistes ácidos. Lo que ignoran los demás es que detrás de un autor hay un ser humano, despreciable en la mayoría de los casos, vanidoso y sobrevalorado, porque el mercado de la cultura es tan vil como cualquier otro mercado”.

Desde cuando comenzó a volverse celebridad, Ánderson se va a vivir fuera del país. En cierto momento, debe regresar por motivo de la publicación de su segundo libro y… (no les voy a contar el final).
  
Charles Victor de Bonstetten, Recuerdos escritos en 1831 (Periférica) 

Nadie conoce a Charles Victor de Bonstetten, salvo especialistas. Nacido en Berna, Suiza, en 1745, fallecido en 1832, Manuel Arranz –traductor y prologuista de este pequeño volumen– describe cómo era en el momento de redactar estos Recuerdos, un año antes de su muerte: “los recuerdos son un género más modesto que las memorias y diarios. Más literario también. Quizás porque en ellos la importancia recae generalmente sobre lo que se recuerda y no sobre quien recuerda. Aunque, naturalmente, quien recuerda no deje nunca de tener importancia. En este caso, un elegante patricio suizo de ochenta y seis años, con toda su vida a las espaldas, que después de ocupar diversos cargos públicos en el gobierno de su Suiza natal y haber viajado por media Europa, se había retirado finalmente, y felizmente al parecer, a escribir”. Lo primero es que el señor tenía sentido del humor y sabía burlarse de sí mismo: decía que “lo más importante que hizo en su vida fue un discurso sobre las virtudes de la patata”. 
En realidad, en sus andanzas conoció a lo más notable de la intelectualidad europea de su tiempo, comenzando por Voltaire, y “perteneció al famoso grupo de Coppet, donde frecuentó a Sismondi, Benjamin Constant, Friedrich Schlegel y, por supuesto, a la musa de todos ellos, Madame de Staël”. Pero él mismo aclara que “entre todos los grandes genios que he conocido y tratado, pongo a Haller a la cabeza”, sí, Albrecht von Haller, a quien la Wikipedia y todas las pedias lo consideran “el padre de la fisiología moderna y principal figura de la Ilustración alemana”. 

En épocas en que las vacunas eran una novedad absoluta y se consideraban como si fueran cirugías (y eran, como se sabe, terriblemente puestas en cuestión), Bonstetten cuenta que “fui el primer bernés vacunado contra la viruela (…) El gran Haller había convencido a mi padre para someterme a aquella operación tan temible para los progenitores. Fui sometido a régimen varias semanas antes de la operación, que fue muy dolorosa, la incisión era profunda y la mecha con el virus fue depositada en la llaga. Tuve que guardar cama hasta que pasara la erupción; y luego no se me dejó salir de la habitación (…). Venían a extraerme virus para varios de mis jóvenes compatriotas, y creo que fue a través de mí, y gracias a Haller, como se introdujo la vacunación en Berna”. 

En sus escritos aparecen, como destellos, sus diagnósticos sobre sí mismo y sobre los tiempos en que le tocó vivir, algunos que se han convertido en frases famosas sin la debida atribución a su autor. Por ejemplo, fue Bonstetten quien escribió que “los hombres hacen a las instituciones, y después las instituciones hacen a los hombres”. Ah, y también escribió como si vislumbrara la Latinoamérica de nuestro propio tiempo, que “los peores gobiernos son aquellos que sienten miedo. Se creen odiados, y para combatir el odio, lo centuplican con una dureza generalmente fuera de lugar”. 

Testigo directo del nacimiento del romanticismo (que nos continúa reinando), Bonstetten llegó a escribir, lleno de entusiasmo, lleno de fe, que “la edad de la inocencia es siempre la edad de la felicidad, incluso en el amor. Nunca he sido un hombre más afortunado que cuando estaba realmente enamorado; en esos casos dejaba correr a mi corazón. Los caminos del corazón son infinitos, mientras que nada es más breve que el camino de una tonta vanidad”. 
Gustavo Adolfo Garcés, Intento un verso de espíritu leve (Instituto Caro y Cuervo)

El festival internacional de poesía de Bogotá ha institucionalizado desde 1993 el homenaje a un poeta y, luego, desde 2013, publican un libro de ese poeta, que en 2023 fue Gustavo Adolfo Garcés (Medellín, 1957). La publicación consistió en una antología personal que lleva el título de Intento un verso de espíritu leve. A esta antología se añaden textos de Edgar O’Hara y de Francisco José Cruz. Con su habitual tino, dice O’Hara: “enseñanza mayor: alejamiento del palabreo conocido, entrada en el reino de la exactitud (…). Su privilegio reside en el poder de observación y en la trascendencia que logra al construir sus fortalezas (…). El poema ha de ser como un contrato con la vida, las mínimas cláusulas estipuladas y la interpretación al libre albedrío de quienes se internen por tales soberanías. Cada trazo ya insinúa una historia que se esconde o se despliega”. Y Francisco José Cruz precisa: “la poesía de Garcés, sin ser obvia, no da rodeos, su precisión está en su parquedad”. 
TEMPORAL

Las
palabras
lejos
del poema
a la deriva

          Gustavo Adolfo Garcés

 HALLAZGO

La noche
habla
todas
las lenguas

         Gustavo Adolfo Garcés

ORIGAMI

Todo el poema
es de papel

         Gustavo Adolfo Garcés

VENDAVAL

El mar y el viento
no tienen
traducción

          Gustavo Adolfo Garcés

VISITA

Ávido de olores
llega
el viento
al pinar

          Gustavo Adolfo Garcés

INFANCIA

Elevar una cometa
nos hace casi
transparentes

           Gustavo Adolfo Garcés

FINAL

Ningún verso
vendrá a buscarnos

         Gustavo Adolfo Garcés

HASTA EL FIN DE LOS NÚMEROS 140

Llegas al alma
por el esplendor
de lo inútil

y entonces
las palabras
se hacen
ciencia

          Gustavo Adolfo Garcés

HASTA EL FIN DE LOS NÚMEROS 360

El deseo
tiene más dedos que el verso

           Gustavo Adolfo Garcés

LAS PALABRAS

¡Ah! Las palabras
que se las dan de exactas

las que se sienten
de mejor familia que el silencio

          Gustavo Adolfo Garcés
  
Diccionadario

“¿Hay algo más aterrador que ir con la época? ¿Hay algo más mortífero?”. Elias Canetti

Tomado de Diccionadario (Pre-Textos):

Schopenjaguar: filósofo alemán aficionado a los autos de lujo.
Gratileo: otro astrónomo tierno, pero que terminó mal.
Diantre: poeta italiano acostumbrado a las exclamaciones. 

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