Por ANDREW BERG CHRIS PAPAGEORGIOU MARYAM VAZIRI
Los avances tecnológicos— fábricas robotizadas, hogares inteligentes, vehículos autónomos— transforman la vida cotidiana y la forma en que trabajamos. Algunos resultan fascinantes en muchas formas porque prometen mayor productividad y mejores niveles de vida. Pero algunos pueden ser intimidantes: si nos reemplazan las máquinas, ¿cómo nos vamos a ganar la vida?
Naturalmente, este no es un interrogante nuevo. Los temores que despierta la tecnología— destrucción de empleos, desplazamiento de trabajadores, detrimento del estilo de vida— nacieron durante la Revolución Industrial, manifestados por los luditas en Inglaterra, que protestaron contra los cambios transformativos en la industria textil. Esos temores persisten hasta hoy. Como manifestó el entonces senador estadounidense John F. Kennedy en 1960, en los albores de la revolución informática: “Estamos hoy en los umbrales de una nueva revolución industrial: la revolución de la automatización. Esta es una revolución que resplandece con la esperanza de una nueva prosperidad para los trabajadores y una nueva abundancia para la nación, pero también una revolución que encierra una sombría conminación de dislocación industrial, creciente desempleo y peor pobreza”.
Retrospectivamente, la preocupación de Kennedy por la pérdida de empleo parece errada. En los años siguientes a ese discurso, la economía estadounidense creó millones de puestos de trabajo en términos netos y el desempleo tecnológico masivo no se hizo realidad, como lo demuestran una tasa de desempleo que hoy ronda 3,5% y la relación empleo-población no superada en varias décadas.
La situación laboral parecería tranquilizadora para el ludita moderno: gracias a los beneficios de la tecnología y el poder del mercado, la gente encontrará nuevos empleos y la creciente productividad mejorará los niveles de vida, tal como terminó ocurriendo durante la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX. De hecho, los niveles de vida han subido enormemente desde 1900. Las tecnologías como la electricidad, el motor de combustión interna, el teléfono y la medicina moderna han mejorado la calidad de vida y prolongado la esperanza de vida.
Con todo, eso no significa que las preocupaciones de Kennedy carecieran de fundamento. Apenas unos años después de su discurso, la desigualdad salarial comenzó a agravarse drásticamente (gráfico 1), y la proporción del ingreso que beneficia a los trabajadores disminuyó.
Los economistas han creado marcos para analizar las implicaciones de la inteligencia artificial (IA) —que simula en máquinas la inteligencia humana—y, a nivel más general, el impacto del cambio tecnológico, la automatización y los robots en la desigualdad. Al respecto, haremos hincapié en cuatro canales esenciales que influyen en la desigualdad:
- El cambio tecnológico que mejora más la productividad de los trabajadores calificados que la de los no calificados.
- Las reducciones del costo de capital que complementan sobre todo la mano de obra calificada.
- La mayor capacidad de las máquinas para reemplazar completamente a los trabajadores en determinadas tareas.
- La mayor concentración del poder de mercado en algunas empresas gracias a la tecnología.
En cuanto al primero, Katz y Murphy (1992) explican la evolución de los sueldos relativos en Estados Unidos como resultado de una competencia entre los aumentos de la oferta y la demanda de trabajadores calificados. Se centran en la productividad agregada y el cambio tecnológico que incrementa los factores. Los aumentos de la oferta de trabajadores calificados reducen la prima por habilidad, mientras que la demanda persistente surte el efecto contrario. Estas fuerzas explican tanto la caída de la prima por habilidad registrada a comienzos de la década de 1970 —cuando la oferta de trabajadores capacitados dio un fuerte salto porque aumentó el número de universitarios— como su subida después de la década de 1980.
Respecto del segundo canal, el capital— sobre todo maquinaria y equipo—tiende a complementar la mano de obra calificada y a reemplazar la no calificada; por ejemplo, las máquinas herramientas requieren más programadores, pero reemplazan a otros trabajadores en la fábrica. Berg, Buffie y Zanna (2018) amplían esta óptica y observan la IA y los robots como un nuevo tipo de capital, sumándolo a la maquinaria y las estructuras tradicionales, que reemplaza a algunos grupos de trabajadores y complementa a otros. Durante los últimos 30 años, el carácter sustituible entre las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) —representativas de las tecnologías nuevas como las computadoras y la incipiente IA— y los trabajadores no calificados parece haberse incrementado (gráfico 2). En otras palabras, las TIC adscritas al capital hoy parecen desempeñar mejor las tareas de la mano de obra no calificada.
Esa mayor sustituibilidad entre los trabajadores y las máquinas/IA agrava la desigualdad salarial e incrementa la proporción del ingreso total percibida por los propietarios del capital; eso nos lleva a preguntarnos cómo deberían distribuirse los beneficios de la IA o, desde otro ángulo, quién es el dueño de la IA. A largo plazo, la sociedad bien podría verse beneficiada por el aumento resultante de la productividad global, pero los perdedores serían numerosos y estarían concentrados en los sectores que ya son menos pudientes. Además, durante una transición que podría durar varias décadas, muchos podrían sufrir una caída del sueldo real.
Acemoglu y Restrepo (2020) señalan que la tecnología reemplaza cada vez más a los trabajadores en tareas rutinarias, a la vez que realza la creatividad en otras funciones laborales. La competencia entre estas nuevas tareas creativas y la automatización de las tareas rutinarias influye en la demanda de diferentes tipos de trabajadores y, en última instancia, determina los sueldos y la productividad global. Acemoglu y Restrepo (2020) muestran que las variaciones de los sueldos relativos pueden atribuirse mayormente a la exposición de diferentes grupos laborales a la automatización, y no tanto al cambio tecnológico basado en habilidades ni al reemplazo de trabajadores relacionado con el comercio internacional y la tercerización.
Una cuarta dimensión del cambio tecnológico, más allá del mercado laboral, es el poder de mercado de las empresas. Alphabet y Microsoft, entre otras, poseen claramente el dominio de las tecnologías de IA de avanzada. Crearlas es costoso y requiere datos masivos, a los cuales pocas empresas tienen acceso. Pero eso significa que, como propietario del capital que representa la IA, este puñado de empresas se llevará una parte más grande del botín. A medida que alquilen las tecnologías a empresas de otras industrias, la participación de la mano de obra seguirá cayendo, en tanto que el ingreso generado por las tecnologías de IA subirá.
Pero las implicaciones del poder de mercado de las empresas no se limitan a la propiedad de la IA. Hasta aquí hemos tratado el cambio tecnológico como un proceso que se desarrolla naturalmente, pero en realidad las empresas innovan y sus creaciones influyen tanto en la velocidad del crecimiento como en los tipos de tecnologías que nacen. Alcanzado cierto tamaño, una empresa puede comprar y enterrar a sus posibles rivales, posiblemente sofocando la competencia, limitando la innovación y agravando la desigualdad.
Además, las empresas grandes con acceso a tecnologías de IA de avanzada quizá puedan ejercer influencia sobre el marco regulatorio para lograr que coincida con sus propios intereses y dirigir la innovación hacia sus objetivos, y no hacia el bienestar social. Por ejemplo, Acemoglu y Restrepo (2022) señalan que la automatización ocurrida en las últimas décadas puede haber sido del tipo que desplaza la mano de obra sin contribuir mucho al aumento de la productividad global, y muestran que las máquinas pueden desplazar a los trabajadores sin hacer mucho mejor sus tareas. Asimismo, la agudización de la desigualdad y la disminución de la participación de la mano de obra podrían ser características permanentes, y toda transición podría resultar muy difícil. Para algunos trabajadores, el corto plazo podría durar toda la vida (Berg, Buffie y Zanna, 2018).
La primera Revolución Industrial reflejó perspectivas optimistas a largo plazo y preocupantes a corto plazo. Pocos preferirían prescindir de los beneficios de las revoluciones industriales— desde los sanitarios hasta el teléfono móvil—, pero la transición fue económica y políticamente desgarradora. Carl Benedikt Freysostiene en The Technology Trap que en el caso de ciertos grupos “vulnerables”, pagaron el precio tres generaciones enteras. Joseph Stiglitz afirmó en la edición del 6 de diciembre de 2011 de la revista Vanity Fair que la transición de la agricultura a la manufactura en la década de 1920, impulsada por la tecnología, preparó el terreno para la Gran Depresión. En la actualidad, las implicaciones distributivas del cambio tecnológico bien pueden ser un factor importante en el avance del populismo y la antiglobalización.
Como la IA está evolucionando rápidamente en direcciones impredecibles, quizá sea imposible hacer paralelos históricos. La aparición de ChatGPT-4 —un modelo de IA que pretende imitar el lenguaje humano— a comienzos de 2023 marca una aceleración significativa en el ritmo del cambio y pone de relieve la capacidad de la IA para ir mucho más allá de tareas rutinarias. Los expertos en IA consultados por McKinsey en 2019 vaticinaron que las computadoras podrían escribir al nivel del 25% más preparado de la humanidad para 2050 y crear a nivel humano para 2055, pero en las estimaciones revisadas, las fechas son 2024 y 2028, respectivamente.
Es fácil ver por qué las proyecciones cambiaron de forma tan drástica. Los transformadores generativos preentrenados (TGP) parecen susceptibles de afectar ampliamente al mercado laboral; según una estimación, un 20% de los trabajadores podría ver afectada como mínimo la mitad de sus tareas. Los TGP parecen incrementar la productividad en tareas más creativas, como la redacción y la escritura, el análisis jurídico y la programación. Estos estudios comparan la productividad de grupos equipados con TGP y un grupo de control dedicado a la misma tarea, y observan un gran salto de la productividad en los primeros. Pero también es notable el hecho de que los participantes menos calificados fueron los más beneficiados y que, al menos en algunos casos, los resultados facilitados por los TGP revelaron más creatividad; además, hay indicios de que TGP-4 por sí solo podría superar la producción de un ser humano. Estas observaciones se contraponen al énfasis que se hacía anteriormente en la automatización de tareas rutinarias y el reemplazo de mano de obra no calificada con IA y robots. Este nuevo impacto en los trabajadores calificados y menos calificados parece marcar una diferencia clave entre los TGP y olas tecnológicas previas, como la digitalización.
Todo esto plantea importantes implicaciones para el crecimiento y la desigualdad, pero también sugiere que el pasado podría no ser prólogo. ¿Se corregirá parte de la desigualdad salarial a medida que la mano de obra menos calificada se vea más beneficiada? ¿O adquirirán más poder económico y político las grandes empresas, gracias a su acceso superior a datos, computadoras y profesionales altamente calificados? La perspectiva hasta ahora hipotética de una inteligencia artificial general (IAG) redobla la incertidumbre. Presuntamente, la IAG será capaz de realizar cualquier esfuerzo intelectual humano. Su trayectoria dependerá claramente de la evolución de la tecnología y de la reacción que suscite entre los gobiernos y la sociedad en general. En torno a la IA giran vaticinios tan optimistas como pesimistas; en todo caso, seguramente surgirán trastornos económicos, sociales y políticos, y las autoridades deben hacer lo posible para descifrar las implicaciones distributivas de los rápidos cambios que están ocurriendo.
En esta transición hacia el uso generalizado de la IA, es crucial reconocer sus implicaciones mundiales, que hasta ahora no se han analizado a gran escala. Los estudios realizados hasta el momento sugerían que el reemplazo de mano de obra no calificada con IA podría exacerbar la desigualdad del ingreso a nivel mundial y poner en desventaja a los países de menor ingreso (Alonso et al., 2022). Pero la aparición de la IA generativa hace pensar que el impacto de estas tecnologías en diferentes países es incierto. Las economías en desarrollo podrían beneficiarse de la IA como incansable instructor universal y experto auxiliar en programación para robustecer sus fuerzas laborales. Por el contrario, el acceso limitado a los datos y los conocimientos, sumado a las disparidades tecnológicas, podría ahondar la divergencia.
ANDREW BERG es subdirector del Instituto de Capacitación del FMI.
CHRIS PAPAGEORGIOU es jefe de división del Departamento de Estudios del FMI.
MARYAM VAZIRI se desempeña como economista del Instituto de Capacitación del FMI.
Las opiniones expresadas en artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.