Por Nicholas Casey
La ola de escándalos que envolvería a España comenzó con una redada policial en una finca boscosa a las afueras de Madrid. Era el 3 de noviembre de 2017 y el objetivo era José Manuel Villarejo Pérez, un antiguo espía del gobierno. El nombre de Villarejo llevaba años circulando en la prensa española. Se rumoreaba que tenía amigos poderosos y que guardaba trapos sucios de todos ellos. La impresionante variedad de acusaciones en su contra —falsificación, soborno, extorsión, tráfico de influencias— le había valido el apodo de “rey de las cloacas”.
La policía —algunos agentes escalaron la valla que rodeaba el recinto— se abrió paso a última hora de la mañana. Habían ido en busca de pruebas de blanqueo de dinero, pero no fueron los libros de contabilidad de Villarejo los que les llamaron la atención aquel día. En el salón del espía había una caja fuerte. Y en la caja fuerte había grabaciones de audio: un montón de discos duros encriptados, cintas de casete grandes y microcasetes grabados durante décadas, y que equivalían a miles de horas. En ellas se oían las voces de las personas más adineradas y poderosas de España. La mayoría de ellas habían sido grabadas en secreto por Villarejo. “Dices, es verdad, no es una leyenda; es verdad que lo graba todo desde hace 40 años”, dijo un fiscal del caso en una entrevista años después.
Durante muchas décadas, casi nadie conocía el rostro de Villarejo. Al fin y al cabo, era un espía, y no uno cualquiera, sino uno que había empezado su carrera en la policía secreta del dictador Francisco Franco. En aquellos años, se vestía con uniforme de Telefónica, la compañía nacional de telefonía, mientras realizaba operaciones de vigilancia en las montañas, y en varias ocasiones incluso se puso un alzacuello de cura para infiltrarse en el grupo separatista vasco ETA. Más recientemente, sin embargo, Villarejo se había presentado simplemente como un abogado que dirigía una empresa de investigación privada, ofreciendo a aquellos con los que se reunía descubrir material comprometedor sobre sus enemigos. Su vínculo formal con el gobierno era cada vez más ambiguo. De todas las identidades que asumió a lo largo de los años, esta fue quizá la más poderosa. Se hizo rico gracias a los elevados honorarios que cobraba y le abrió una puerta al mundo de los magnates, los ministros, los aristócratas, los jueces, los directores de periódicos y los traficantes de armas, cuya confianza se ganó y cuyas conversaciones privadas grabó.
Villarejo fue esposado y trasladado a Madrid. Pero mientras estaba en la cárcel a la espera de juicio, la pregunta que quedó flotando sobre España fue la siguiente: ¿Qué ocurre con los secretos de un país cuando los ha grabado todos un solo hombre? ¿Y qué ocurre cuando ese hombre de repente se ve acorralado?
La respuesta, al parecer, llegó al año siguiente, cuando empezaron a filtrarse cintas a la prensa. Estaba la cinta en la que se escuchaba a la entonces ministra de Justicia —la mujer que supervisaba el sistema judicial que juzgaría a Villarejo— empleando un insulto para los homosexuales. Estaba la cinta del juez del caso de Villarejo en la que consideraba concederle un favor a un traficante de armas. Había cintas del exvicepresidente de un importante partido político, un ejecutivo bancario, un destacado abogado español que ayudaba a Julian Assange.
Y estaban las cintas sobre Juan Carlos I, el antiguo rey de España. La voz de las grabaciones no era la del monarca, sino la de una antigua amante, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, que le contaba a Villarejo su decepción con Juan Carlos. Durante años, dijo, él había escondido dinero en cuentas bancarias suizas y el sultán de Omán le había regalado en secreto una mansión. “Se comporta como un niño de 5 años con sus juguetes”, dijo ella. Los fiscales no tardaron en abrir investigaciones de corrupción contra el rey emérito.
Mientras todo esto iba sucediendo, Villarejo insistía en que él no había tenido nada que ver con las filtraciones. Pero también advirtió, en un tono más bien sombrío, que llevaba décadas grabando a gente y que solo se había difundido una pequeña parte de lo que tenía. Villarejo se había convertido en algo parecido a J. Edgar Hoover, el antiguo director del FBI que guardaba grabaciones perjudiciales de activistas de izquierda y políticos poderosos con el propósito —a veces explícito, a veces implícito— de chantajear. Pero, a diferencia de Hoover, Villarejo había sido detenido y parecía que ahora utilizaba abiertamente sus grabaciones para atacar al mismo Estado que lo procesaba.
Al misterio se sumaban los medios en los que se publicaban las filtraciones: a menudo pequeñas páginas web que aparecían de la nada con primicias de gran repercusión. A medida que aparecían más cintas, muchas mostraban nuevos delitos que Villarejo podría haber cometido, lo que desencadenaba nuevas investigaciones contra él. Para muchos, esto apuntaba a una extraña posibilidad: mientras Villarejo filtraba algunas de sus cintas para acabar con sus enemigos en el gobierno, estos filtraban otras para incriminarlo. “El problema para todos es que grabó todo lo que hizo”, me dijo Alejandro Suárez, propietario de Moncloa.com, uno de los sitios web que publicó las filtraciones. “En estos almuerzos puedes escucharlo ir al baño a orinar, hablándose a sí mismo en el urinario”.
Luego, a principios de este año, se produjo otro giro. Recibí noticias de un hombre que deseaba permanecer en el anonimato, alguien que decía ser amigo de Villarejo. Villarejo había concedido pocas entrevistas desde su detención, pero el juez estaba cerca de determinar el veredicto en su caso más reciente, y temía ir a la cárcel durante muchos años. Antes de que eso ocurriera, dijo el hombre, Villarejo quería contar su versión de la historia.
¿Quería conocer al espía más famoso de España?
Villarejo propuso reunirnos en un asador a poca distancia de su casa un frío día de enero. Sin disfraz, su aspecto es bastante corriente: un corpulento hombre de 71 años con una incipiente barba blanca en la cara, calvo y una risa de barítono. Le gustan las palabrotas y las anécdotas que culminan con chistes subidos de tono. Pero antes de llegar muy lejos en nuestra conversación, tuve que interrumpirlo: “¿Nos está grabando ahora?”, le pregunté.
Dejó de bromear y, por un momento, pareció ofendido. No me estaba grabando, dijo, con la insistencia de quien nunca ha grabado a nadie sin su consentimiento previo. De hecho, le preocupaba que alguien lo estuviera grabando a él, teléfono intervenido mediante. La idea parecía plausible —Villarejo tiene innumerables enemigos en España— y, sin embargo, este tipo de inversión de papeles es exactamente lo que se espera de un hombre que se ha pasado su carrera traficando con información.
Cuando la gente llama a Villarejo “el rey de las cloacas” no se refieren a las alcantarillas literales, sino a un Estado en la sombra o Estado profundo que, según muchos, ha manejado las palancas del poder en el país desde la época de Franco, el dictador nacionalista que tomó el poder al mismo tiempo que Adolf Hitler y Benito Mussolini. Pero, a diferencia de aquellos, gobernó su país hasta 1975, en una dictadura que duró décadas y cuyos fantasmas siguen siendo fáciles de distinguir hoy en día. El antiguo mausoleo de Franco aún se cierne la capital. El huso horario de España sigue siendo una hora distinta del original porque Franco cambió los relojes para que coincidieran con la hora de la Alemania nazi, parte de la razón por la que aquí la cena suele empezar a las 10 p. m.
Y luego están las llamadas cloacas, una red de jefes de policía en funciones y retirados, funcionarios de los servicios de inteligencia y militares, en su mayoría hombres de la generación de Villarejo que crecieron bajo la dictadura y siguen ejerciendo poder en la actualidad. Fue entre esta gente que Villarejo recibió el apodo de “rey”.
Le pregunté qué pensaba de ese título. Se encogió de hombros. “Lo que no se entiende es que la cloaca no genera mierda, la limpia”, empezó. “Roma triunfó gracias a la cloaca máxima”. Me habló de un santuario en el Foro Romano, el santuario de Venus Cloacina, construido para celebrar el sistema de alcantarillado de la ciudad. “Es cierto que cuando vas a esos lugares terminas oliendo mal. Pero alguien tiene que hacer ese trabajo, y lejos de reprocharle por lo que hace, le deberíamos agradecer”.
El espía empezó a contarme la larga historia de su vida. Nació en 1951 en la localidad andaluza de El Carpio, hijo de un farmacéutico y una partera. Villarejo comenzó su carrera en el ejército franquista en una época en la que el servicio militar era obligatorio. Si la moralidad de luchar por un dictador le pesaba de joven, ciertamente ahora no se le notaba. Recordó a Alejandro González Pacheco, conocido como Billy el Niño, un célebre agente de policía del régimen que más tarde fue acusado de tortura. (“Él tuvo un gran éxito”, dijo Villarejo). Bromeó sobre un fallido golpe de Estado en 1981, emprendido por oficiales de derecha que irrumpieron armados en el Congreso de los Diputados. Villarejo hojeaba las décadas como quien intenta encontrar su lugar en un libro antiguo.
Intervine para preguntarle por su época de soldado: ¿por qué dejó el ejército? Villarejo respiró hondo. Era un soldado leal, dijo, pero el ejército no era para él. “Como era muy contestatario, me sentía más bien ácrata o anarquista. Pero, por otro lado, sí creía en el orden, la disciplina y en mi patria”, dijo. “Es decir: por un lado quería ayudar a mi país, pero, por otro lado, no quería someterme a la disciplina”.
Infeliz como soldado, Villarejo se convirtió en agente de inteligencia. A principios de la década de 1970, se unió a la Brigada de Investigación Social, una rama de la policía secreta franquista encargada de erradicar la deslealtad. En la mayoría de los casos, los objetivos eran activistas de izquierda y líderes estudiantiles, que eran encarcelados durante años. Los opositores políticos eran silenciados con chantajes, alimentados por secretos que salían de las líneas telefónicas intervenidas.
Villarejo estaba en el centro de estas artes oscuras, y parecía disfrutar al describírmelas en detalle. Recordó un incidente un tanto cinematográfico de su trabajo encubierto contra ETA, que involucraba a una mujer que conoció en un bar de la ciudad costera de San Sebastián. Una mañana, al salir de su habitación, Villarejo dijo que se encontró con Iñaki Pérez Beotegui, alias Wilson, dirigente del grupo al que perseguía. Villarejo dice que en ese momento ambos supieron que estaban con la misma mujer y asegura que no intercambiaron palabra. El triángulo amoroso continuó —me dijo que eran los años 70, como si eso lo explicara todo— y Villarejo empezó a presionar a la mujer para que le diera información sobre su otro novio. Aunque este tipo de intrigas al estilo 007 eran imposibles de confirmar después de décadas, lo que estaba claro era que Villarejo parecía vivir para ello.
Pero la época estaba a punto de llegar a su fin. Con su salud en declive, Franco anunció que había elegido un sucesor: un miembro de la realeza española que sería nombrado rey, con poderes absolutos tras la muerte de Franco. Era Juan Carlos.
Al final, el nuevo rey de España no quería convertirse en autócrata. Vio que se avecinaba un regreso a la democracia y, tras la muerte de Franco, Juan Carlos conservó el título que se le había otorgado, pero inició reformas. Los votantes aprobaron una Constitución en 1978 y, cuatro años más tarde, el líder del Partido Socialista Obrero Español, Felipe González, se convirtió en presidente del gobierno. Los cambios no auguraban nada bueno para Villarejo. El nuevo presidente del gobierno ordenó una purga en la policía de los antiguos franquistas. Villarejo, que entonces era jefe del sindicato de la policía, no estaba en buena situación ahora que España buscaba un camino diferente.
Villarejo terminó el postre, un sorbete que había pedido junto con un café expreso. Se puso el sombrero y las gafas, y ambos nos levantamos para ir a la puerta, pero me pidió que me sentara y esperara unos minutos a solas mientras él salía primero. Era muy probable que sus antiguos colegas de los servicios de inteligencia lo estuvieran siguiendo, dijo, y no quería que lo vieran salir con un periodista. Añadió que yo también debía mantener un perfil bajo en las próximas semanas, porque si quería escribir sobre él, esa misma gente querría interferir.
Antes de escabullirse, me dijo que ya vería, que él sabía cómo funcionan esas cosas, que por algo lo llamaban el rey de las cloacas.
Antes de nuestro siguiente encuentro, Villarejo me envió una copia de una carta que escribió a un juez de su caso. Tenía más de 100 páginas y estaba salpicada de referencias a grandes pensadores del pasado: Sófocles, Da Vinci, Maquiavelo, George Orwell y un teólogo jesuita del siglo XVII llamado Hermann Busenbaum. Era, cuando menos, una lectura confusa. Pero a lo largo de la carta, Villarejo se aferraba a una defensa sencilla: que, aunque no era completamente inocente de las acusaciones contra él, operaba dentro de un sistema en el que su tipo de espionaje era aceptado desde hacía mucho tiempo. Se declaraba como un patriota que seguía las órdenes que se le habían dado para proteger al Estado. Si había un problema, el problema no era con él, argumentaba; era con la propia España, por permitir a Villarejo ser Villarejo.
La siguiente vez que nos vimos fue en el despacho de su abogado en Madrid, en el quinto piso de un edificio color crema. Villarejo y el abogado se levantaron para saludarme. Empecé preguntándole a Villarejo por qué había querido hacer esas entrevistas en todo caso. Se quedó pensativo un momento. Dijo que sus enemigos lo habían destrozado en público, hasta el punto de que ahora era el cuco a los ojos de la mayoría de los españoles. Ahora todos conocían su rostro, pero nadie lo conocía a él, y quería que eso cambiara. Me eligió a mí, añadió, porque se veía que era un hombre honrado. Tales halagos debieron abrirle muchas puertas en el pasado.
Le di las gracias, pero añadí que yo también necesitaba que fuera honesto. “¿Quién está filtrando los audios?”, le pregunté.
“Esas cintas me las quitó la policía”, dijo. “Tienes que preguntarles a ellos”.
Le dije que me costaba creerlo: era un espía, y los espías guardaban copias de las cosas por si se las quitaban. Villarejo se me quedó mirando un momento. Bueno, dijo, si tuviera una copia, no la tendría él, sino algún amigo. Y el amigo, dijo, tendría que estar en otro país y bajo instrucciones muy estrictas de no divulgar los audios a menos que Villarejo viajara personalmente al extranjero para darle instrucciones de hacerlo. Como actualmente no se le permitía salir del país, no habría forma de que pudiera estar detrás de las filtraciones.
No avanzábamos mucho con los audios. Villarejo me contó que, tras dejar la policía, montó una empresa de investigación privada. Uno de sus primeros casos involucró a la Iglesia de la Cienciología, que, según él, estaba preocupada por los impostores que utilizaban su marca sin permiso. Villarejo envió investigadores a seminarios ofrecidos por falsos cienciólogos en varias ciudades españolas para que después los abogados de la Iglesia amenazaran con emprender acciones legales. (Un artículo publicado en 1990 en el periódico español ABC menciona un juicio en el que Villarejo y miembros de la iglesia fueron acusados de inculpar en un robo a uno de los impostores de la Cienciología coaccionando a un drogadicto en rehabilitación para que lo implicara falsamente. El grupo fue posteriormente absuelto). Los funcionarios de la Iglesia de la Cienciología quedaron tan impresionados por su trabajo que, según él, lo llevaron en avión a Los Ángeles para asistir a una reunión de los principales miembros de la Iglesia, donde dice que se reunió brevemente con John Travolta. (La Iglesia de la Cienciología indicó que no tiene constancia de que Villarejo asistiera a un evento así). Durante la fiesta, me dijo Villarejo, tenía una cinta grabando, como siempre.
Pero, ¿por qué? Había muchas cosas que te perdías en una conversación si no podías escucharla después, dijo. ‘‘Aquí están los matices, todos están en la grabación: la tonalidad, el tono, el timbre”, me dijo. “Puedes escuchar cuando hay dudas sobre la información que uno te da”. Al principio, se sujetaba grandes grabadoras al pecho, pero cuando se generalizó la venta de microcasetes en España, se los metía en los calcetines. Finalmente, se limitaba a usar su teléfono inteligente.
Grababa a todo el mundo, dijo: a un general marroquí encargado de proteger a la familia real, a un marido que buscaba la cuenta bancaria de quien pronto se convertiría en su exesposa. En una ocasión, Villarejo grabó a Monzer al-Kassar, un famoso traficante de armas sirio que vivía en España, grabación que se utilizó posteriormente en un caso contra él ante un tribunal federal estadounidense. (‘‘No quiero ninguna trampa”, dijo el traficante a Villarejo antes de la operación encubierta que lo atrapó).
Pero si uno menciona a Villarejo a cualquiera en Madrid, solo hay un grupo de audios del que quieren saber. En una de nuestras reuniones posteriores, le dije que quería pasar la mañana hablando del audio que había grabado sobre el anterior rey, Juan Carlos. Miró a su abogado un segundo, pensando por dónde empezar. Después de una década trabajando por su cuenta, Villarejo dijo que recibió una llamada de funcionarios españoles. Le pedían que volviera a trabajar de incógnito para la Policía Nacional. Una vez purgado del gobierno por ser miembro de las “cloacas”, Villarejo volvía a estar en el centro de la inteligencia oficial.
Villarejo cruzó los brazos sobre el pecho y miró en ambas direcciones, como se hace antes de desvelar un gran secreto. En sus últimos años como rey, dijo Villarejo, Juan Carlos se enamoró de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una ciudana danesa nacida en Alemania que conservaba el apellido de su aristocrático exesposo, el príncipe Casimir de Sayn-Wittgenstein-Sayn. Conoció a Juan Carlos en un viaje de cacería en España. El romance era un secreto a voces y, al poco tiempo, Juan Carlos comunicó a los miembros de su círculo que planeaba divorciarse de su esposa, la reina Sofía, y casarse con Zu Sayn-Wittgenstein. Los altos funcionarios del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) se alarmaron. Un divorcio podría dañar gravemente la reputación de la monarquía, la institución más tradicional de España después de la Iglesia católica. Según Villarejo, los agentes de inteligencia idearon un plan para separar a la pareja, denominado Operación Fari, en honor a Farinelli, un cantante italiano que, tras ser castrado, se convirtió en uno de los sopranos más célebres del siglo XVIII.
El plan, dijo, consistía en hacer algo parecido con el rey: se reclutaron guardaespaldas militares para sustituir las medicinas de su pastillero por hormonas femeninas. La idea, según Villarejo, era que las píldoras hicieran que a Juan Carlos se le cayera el pelo y disminuyera su libido, de tal forma que ni el rey ni su amante se sintieran atraídos por el otro. Le pedí a Villarejo que se detuviera un momento. Parecía un plan ridículo, le dije. ¿Qué le parecía a él? “Me pareció alucinante”, dijo riendo. “Pero podrían haber matado al rey”. (El CNI nunca ha reconocido que tal operación haya tenido lugar).
Finalmente, la pareja terminó su relación, aunque la ruptura pareció deberse más a la incapacidad del rey para mantenerse fiel a su amante que al complot de los espías españoles. Esto, sin embargo, creó un nuevo dolor de cabeza al CNI: la agencia de espionaje, según Villarejo, creía que Zu Sayn-Wittgenstein tenía acceso a una gran fuente de documentos perjudiciales de la monarquía y pretendía utilizarlos para chantajear a su antiguo amante. Así que en la primavera de 2015, dijo Villarejo, fue enviado una vez más: esta vez iría de incógnito a Londres para entablar amistad con Zu Sayn-Wittgenstein con la esperanza de que ella le dijera la ubicación de los archivos y todo lo que contenían.
Villarejo buscó que los presentaran a través de una amistad en común, y los dos hombres se reunieron con Zu Sayn-Wittgenstein en su apartamento de Eaton Square, en Londres. Villarejo dijo que pidió té verde, se sentó y presentó su falsa identidad. Era un abogado con vínculos profundos con la agencia de inteligencia, pero a diferencia de otros funcionarios, a él le parecía que ella había sido tratada injustamente, y quería ayudar. Villarejo me contó que, para ayudarlo a ganarse su confianza, los funcionarios de inteligencia le enviaron documentos para que los compartiera con ella, en los que se esbozaban planes oficiales para inculpar a Zu Sayn-Wittgenstein de delitos financieros.
Cuando escuché la grabación de la conversación —los fragmentos filtrados son ahora fáciles de encontrar en internet— pude oír cómo Zu Sayn-Wittgenstein se estremecía. A continuación, empieza a enumerar una lista de negocios financieros sucios de los que tuvo conocimiento durante la relación. Juan Carlos tenía cuentas ocultas en Suiza, dijo. Había usado a uno de sus abogados y a un primo como testaferros en numerosas transacciones, entre ellas los pagos por vuelos privados que realizaba. Los asesores del rey habían intentado poner a nombre de ella una propiedad que le había regalado el rey de Marruecos para evitarle el pago de impuestos.“Están haciéndome la guerra porque yo no quiero cometer un delito”, dice ella.
Villarejo y Zu Sayn-Wittgenstein se vieron otra vez al año siguiente en Londres. Comieron en un restaurante italiano, y Villarejo dijo que rompió su norma de no beber durante las operaciones cuando ella pidió una botella de buen vino. Dijo que tenía algunas cartas de amor, pero nada que equivaliera a un archivo de los secretos del rey. Villarejo siguió insistiendo, pero Zu SaynWittgenstein volvía una y otra vez a su frustración por su relación con el antiguo rey. “Había querido de verdad a este hombre”, me dijo Villarejo. “Creo que ella estaba realmente enamorada de él”.
Se desconoce si la examante del rey emérito tenía documentos comprometedores, pero lo que está claro es lo siguiente: la operación para proteger a la monarquía salió mal en 2018, cuando comenzaron a filtrarse las cintas y los fiscales abrieron varias investigaciones en torno a las actividades del rey emérito, incluso por fraude fiscal. En 2020, Juan Carlos I anunció que abandonaba su país. Poco después, apareció en el hotel Emirates Palace de Abu Dabi, en Emiratos Árabes Unidos, una monarquía amiga que era vista como poco inclinada a extraditarlo.
Mientras seguía reporteando sobre Villarejo, no dejaba de pensar en sus palabras de despedida tras nuestro primer encuentro cerca de su casa: que habiendo pasado tanto tiempo practicando las oscuras artes de la inteligencia en España, estaba seguro de que los “poderes fácticos” del país intentarían interferir en el artículo sobre él que yo estaba escribiendo. En aquel momento lo descarté como una fanfarronada. Recordé que un editor bien relacionado en Madrid me había dicho una vez que por cada verdad que Villarejo decía, también decía cinco mentiras.
Entonces llegó un mensaje de José Bautista, mi investigador en Madrid: alguien acababa de enviarle un archivo lleno de decenas de audios inéditos de Villarejo. Yo le había contado a Bautista que me reuniría con el espía, pero le di órdenes estrictas de que no se lo dijera a nadie más y las había cumplido. Le pregunté quién creía que había enviado los archivos. No estaba claro, dijo, pero la fuente parecía ser alguien cercano al servicio de inteligencia español al que no le caía bien Villarejo. Todavía no me había puesto en contacto con nadie de la inteligencia española para hablar de la historia. Todo parecía una extraña coincidencia.
Al final, no encontramos ninguna primicia de gran repercusión en el vertedero de audios. Escuchamos decenas de cintas, algunas de pocos minutos de duración, otras de horas. Sonaban ahogadas, no tenían fecha y venían con poco contexto. No éramos los primeros periodistas que recibían parte del vasto archivo de Villarejo y se daban cuenta de la verdad fundamental: grababa todo, y gran parte de eso tiene poco interés. Pero la fuente también había enviado una copia de una agenda diaria manuscrita de Villarejo con los nombres y fechas de varias reuniones. La agenda era más útil, ya que ofrecía una forma de cruzar referencias de muchas de las reuniones que Villarejo afirmaba haber tenido.
Hubo una parte de la historia de Villarejo que no pude confirmar en ningún sitio: la Operación Fari, el intento de drogar al rey. El plan parecía demasiado descabellado, demasiado parecido al fallido plan de la CIA para derrocar a Fidel Castro haciendo que primero se le cayera la barba.
La única persona que pensé que podía tener respuestas era la propia Zu Sayn-Wittgenstein. En abril, tras varias solicitudes, accedió a reunirse conmigo y volé a Londres. Un martes lluvioso por la tarde me recibió en su casa y me invitó a sentarme a la misma mesa en la que se reunió hace años con Villarejo. Me dijo que ahora su vida estaba llena de batallas legales. Había testificado en uno de los casos de Villarejo y tenía su propia demanda contra Juan Carlos, quien, según ella, había enviado a otros funcionarios de inteligencia a acosarla. El exjefe de la agencia de inteligencia, Félix Sanz-Roldán, la amenazó una vez de muerte a ella y a sus hijos, dijo. (Sanz-Roldán me dijo que no quería hablar de ello, pero declaró ante un tribunal que no los había amenazado. El abogado personal de Juan Carlos, Javier Sánchez-Junco, me dijo de la exnovia de su cliente que “el 99 por ciento de lo que dice es falso”. Señaló que Juan Carlos había resuelto sus problemas fiscales con el gobierno español pagando impuestos atrasados y que todas las investigaciones contra él allí se habían archivado).
Por último, le pregunté si recordaba algo sobre la caída del pelo del rey. Lo recordaba. Juan Carlos, dijo, fue el primero en sospechar que alguien estaba manipulando su medicación después de que la pareja notara que la cara del rey empezaba a hincharse. Zu Sayn-Wittgenstein dijo que finalmente trajo a un médico de Francia para que examinara a Juan Carlos. El médico también revisó su pastillero y encontró píldoras sospechosas. La pareja sospechaba que la agencia de inteligencia española estaba detrás del complot, pero no tenían pruebas que lo demostraran.
Le pregunté cómo se sentía por haber sido engañada por Villarejo. Dijo que era una traición y que le parecía extraño que tantos en el país hubieran trabajado con el mismo espía corrupto. “Villarejo demuestra que están anclados en el modus operandi de Franco”, dijo. “Sigue siendo un mundo turbio en el que nada es lo que parece. Es una locura que esto pueda ocurrir en Europa en el siglo XXI”.
En una de mis últimas reuniones con Villarejo en Madrid, le pregunté cómo estaba. Había pasado tres años y cuatro meses en prisión preventiva antes de ser puesto en libertad en la primavera de 2021. El veredicto que esperaba del juicio del pasado septiembre, que suponía que no sería a su favor, era por cargos de cohecho, tráfico de influencias y revelación de secretos no estatales. Podría pasar hasta 20 años tras las rejas. Villarejo había ganado algunas batallas legales, incluido un caso de difamación que fue a juicio en 2021, y los fiscales han abandonado otra decena de investigaciones. Pero quedan más de 30 investigaciones sobre acusaciones adicionales de soborno y tráfico de influencias, así como malversación de fondos públicos, falsificación de documentos, conspiración criminal y amenaza a una dermatóloga con un cuchillo en nombre de uno de sus clientes. Villarejo podría pasar el resto de su vida defendiéndose. Por el momento, dijo, pasaba la mayor parte de sus días en casa, meditando y escuchando a Monteverdi y Boccherini.
Intenté imaginarme a Villarejo meditando en una cárcel española, al final de un largo proceso. Intenté imaginar a los investigadores congratulándose por haberlo llevado ante la justicia. Pero no pude ver un sistema que hubiera cambiado mucho. Solo había un anciano —un narrador poco confiable en el mejor de los casos— que me contaba su historia por última vez, en un último intento de utilizar sus secretos para cambiar a su favor el curso de los acontecimientos.
Volví a pensar en los años de filtraciones de audio que resultaron de la redada policial de hace tiempo. El intento de derribar a Villarejo, lejos de drenar la cloaca, simplemente había provocado su desbordamiento. Ahora todo el mundo podía oler lo que había allí abajo. Miré a Villarejo y volví a preguntarle: ¿Había filtrado las cintas? Me dijo que tendría que estar loco para filtrarlas. Pero esta vez no parecía tan convencido. Había sido un largo día juntos.
Villarejo miró mis grabadoras: usaba dos por si una se paraba. Me habló de ocasiones en las que su grabadora había fallado y él había perdido “conversaciones irrepetibles con gente irrepetible”. Tenía grabaciones del presidente del gobierno español, dijo. De la entrega de un atunero español capturado por piratas somalíes. De… se calló. Yo ya lo había oído antes. Me dijo que esperaba que algún día alguien pudiera escuchar su archivo completo, no solo los fragmentos filtrados.
“Era más grande que yo”, dijo. “Conocí a tanta gente. Es mi historia, mi vida. Es la historia de este país”.