El arte de «juniniar»

Carrera Junín de Medellín, comienzos de los años 70 del siglo pasado. Foto Pinterest

Álvaro Cadavid M.

Profesor de la Universidad de Antioquia

 De vez en cuando, y sólo por urgente necesidad, llego al centro de la ciudad de Medellín y más especialmente a la zona de Junín entre La Playa y el Parque de Bolívar y no puedo dejar de añorar el Junín de mi época. Y esta añoranza no es solamente una cuestión de la transformación física que sufrió el entorno, sino el cambio social y cultural de lo que antes fuera una verdadera zona rosa para los “pipiolos”, “piernipeludos” o “cocacolos” de nuestra generación.

Allí llegábamos todos los estudiantes de San José, San Ignacio , Calasanz, Marco Fidel o Pascual Bravo engominados con Glostora, Anzora o Lord Cheseline y olorosos a Pino Silvestre o a Vetíver y con nuestros bluyines Wrangler con pretina brillada con pomada Brasso y mocasines apaches o tenis Croydon blanqueados con Griffin, a pararnos como garzas en El Cardesco o en la puerta del exclusivísimo Club Unión, hoy un centro comercial más, a mirar y a suspirar por las uniformadas chicas de La Presentación, de La Enseñanza, de María Auxiliadora o del Marymount (con la falda por debajo de la rodilla) y a echarle piropos como: “parece que dieron vacaciones en el cielo porque se les voló un angelito”, o los más atrevidos: “ si como camina cocina, me le como hasta el pegao”.

Pinterest la registra como «Junin Street Medellín, Colombia»

Indudablemente que esa desvanecida conexión paisa quedó relegada al plano de los recuerdos, pues ahora lo que fue el Doña María donde íbamos a comer papitas a la francesa con Coca Cola se convirtió en un restaurante más, el teatro María Victoria en otro centro comercial, el extraordinario teatro Junín donde vimos las mejores zarzuelas españolas, a la declamadora argentina Bertha Zingermann, a la Orquesta típica Tokio, a Bill Halley y sus Cometas o a Campitos y sus Tres Reyes Vagos se volvió el inexpresivo edificio Coltejer, el Salón de billares y Academia de ajedrez Metropol, centro obligado de intelectuales y vagos de Medellín y de propiedad de don Harry Geithner, padre de Aura Cristina Geithner, es hoy una venta de artesanías y camisetas.

El pasaje La Playa – Parque de Bolívar evolucionó en un completo mercado persa lleno de vendedores, donde lo pensable y lo impensable se enfrentan en una lucha mercantil sin tregua, como la venta de discos y libros piratas, loteros, gente entregando  papelitos con propaganda de adivinas, palacios del colesterol llamados El Tragadero, El Embuchadero o El Meloneadero “todo a $500” y hasta la grotesca y nauseabunda chunchurria tiene un gran palco de honor.

Y lo que una vez fue la zona más exclusiva de Medellín se convirtió en un paraíso para rebuscadores, atracadores, prostitutas y travestis.

«Juniniando» y sonriendo por los piropos

¡Qué pesar! . Juniniar, para los que tuvimos la dicha de experimentarlo, era una experiencia casi religiosa donde se conjugaban la inocencia y la malicia en un contubernio falaz, pues las imposiciones morales de la época no permitían la libre expresión sexual de la que hoy en día gozan las nuevas generaciones de “sardinos y sardinas” llenas de tatuajes y de piercings .

Para nosotros el reto de la conquista empezaba en Junín, pues era allí el sitio de encuentro obligado de los jóvenes ávidos de acercamiento y cargados de hormonas. El teatro Lido, recién restaurado, era cómplice incondicional de encuentros furtivos entre chicos y chicas que se escapaban de los colegios, nunca mixtos, para encontrarse a ver a Sissy Emperatriz, a Pili y Mili y sus comedias rosa, a La Novicia Rebelde, Los Diez Mandamientos, El Bombero Atómico, Tuya en septiembre, Nunca en domingo o al Doctor Zhivago y salir luego a comer conos de ron con pasas a la heladería San Francisco o, si la mesada era buena, al Salón Versalles a comer sánduches de queso derretido, al Astor a comer “moritos” con jugo de mandarina o al Sayonara y su ensalada de frutas con helado.

El Pasaje Junín de la actualidad. Foto El Tiempo

Era en estos lugares donde se formalizaban los noviazgos de las Santamaría con los Mora o de las Echavarría con los Lara, la élite de la sociedad medellinense. Luego de una tarde de infantil acercamiento y de una ocasional “chupada de piña” en el teatro, era normal salir como dos tortolitos tomados de la mano recorriendo parsimoniosamente a Junín para regresar a los respectivos colegios e inventar las excusas-mentiras del porqué de la ausencia a las aulas escolares. Esa misma noche no faltaba el tío alcahueta que financiara la serenata, no con mariachi ni mucho menos con un conjunto vallenato, sino con un trío de guitarras como Los Romanceros cantando Chacha Linda o Bendición Celestial, el Trío América, Los Albinos o el trío Ensueño de Roger Jalil, el apuesto ecuatoriano-árabe por el cual se derretían las novias de uno.

Los sitios de reunión de los músicos eran El Escorial, El Crillón o el Primero de Mayo, a la vuelta de Junín con La Playa frente al teatro Metro Avenida. Al llegar a la ventana de la amada ella tímidamente encendía la luz después de la segunda canción para manifestar su aceptación y su presencia. Por supuesto que no faltaba el amigo borracho, que en voz alta pedía silencio para que no se despertara la novia, le indicaba al trío el orden de las canciones y luego se orinaba en la llanta del taxi. ¡Qué pena con la chica!.

Al final de la serenata aparecían como por arte de magia sitios como el Bar Argentino, El Pakistán . ¡Ah!.. y ya en las horas de la madrugada no podía faltar la arepa con carne asada de El Ventiadero, el bisteck a caballo en El Cañaveral o los tamales de El Capitán López. !Ah bueno que pasábamos!… Y el que niegue que estas fueron unas deliciosas experiencias miente como una vil sirvienta cartagüeña. Como quiera que sea, de la mística del “juninazo” sólo quedan fragmentos de imágenes de aquella era dorada de ilusiones y alborada de nuestros primeros amores, donde lo más importante era el respeto por la mujer y la delicadeza del hombre en su trato hacia ella.

Era la maravillosa época de las poesías, donde todos los jóvenes escuchábamos al Indio Duarte o a Rodrigo Correa Palacio y nos sabíamos de memoria El Duelo del Mayoral, El Brindis del Bohemio o La Canción de la Vida Profunda, escuchábamos en la radio las voces de Mario Lanza, Ferruccio Tagliavini, Mario del Mónaco, Charles Aznavour o Edith Piaff, las orquestas de Mantovani, Frank Pourcel o Raymond Lefevre y también las canciones de Nat King Cole, Alfredo Sadel, Eddie Gormé y Los Panchos, Nicola di Bari y Gigliola Cinquetti.

No era extraño que en nuestras tertulias juveniles comentáramos acerca de libros como La Metamorfosis de Franz Kafka, Los Miserables de Victor Hugo, La Guerra y la Paz de Fiódor Dostoievski y hasta Lolita de Vladimir Navokov. En fin, era un período de cultura general muy vasta el que nos tocó a todos los de esa privilegiada generación de adolescentes en la “veya biya” de esos años.

Fue también una época inocente y ”montañera”, donde el equivalente a Disneylandia era una tarde entera montando en las escaleras eléctricas del almacén Caravana (“El gigante de los precios enanos”) y en la cual florecieron las “heladerías” de la 70 como La Careta, El Coche Rojo, El Dino Rojo y sitios elegantes como el Fujiyama y El Fantasio y “grilles” más oscuritos como El Buho, La Ballena de Jonás o el grill La Montaña con sus “hermosas meseritas” para llevar a los “numeritos” de aquel entonces, hoy llamadas “prepago”, a “bailar amacizao el botecito”.

Nostalgias por el Club Unión donde se celebrarán matrimonios de familias acomodadas. Foto El Colombiano

Las chicas “bien” tenían una libreta de autógrafos con dedicatoria de todas las compañeritas de colegio y de sus amigos más cercanos (“Un autógrafo me pides, un autógrafo te doy, nunca cambies a tus padres por los jóvenes de hoy”, etc…), papelitos guardados entre los libros con acrósticos que el novio o un amigo “muy sabido” elaboraba con el nombre de ellas, álbumes con fotos y también “grazitos” en blanco y negro con el borde recortado con tijera de pico y pegadas al álbum con esquineros Además fue el período romántico del pañuelo con el nombre del novio bordado con uno de los cabellos de la novia y de un respeto profundo hacia los mayores, que eran quienes mandaban.

A las chicas no les podía faltar el inseparable “neceser” Mesacé cuyo contenido era siempre el mismo: billetera Buxton, cepillo Fuller, botellita de plástico de Kleer Lac para retocarse “la toga”, un frasquito miniatura de Channel Nº 5, cigarrillos Parliament o Chesterfield y “candela” Ronson o Colibrí. Y por la noche, de 7 a 10, no faltaba la visita con “candelero”, el hermanito menor que siempre pedía plata para evaporarse por diez minutos o, en el peor de los casos, una suegra malencarada que fingía estar tejiendo algo pero que de vez en cuando manifestaba su rolliza presencia con una molesta tos protagónica. ¡Qué pereza!…

El Astor, con sello propio

Las fiestas de quince años eran en la casa de la chica, con orquesta, meseros y llorada de la quinceañera pues el día anterior había peleado con el novio (el pobre no tenía plata para el regalo). Unos cuantos años después, cuando por fin se formalizaba la relación, los preparativos para la boda empezaban en Parisina donde se escogía la tela para las damitas de honor, después Saraflor donde se compraban los muebles, luego en Mora Hermanos para los electrodomésticos y, si la novia era “de modito”, se alquilaba el Club Unión y se contrataba a Lucho Bermúdez o a la Italian Jazz para que amenizara la fiesta. ¡Qué tiempos aquellos!.

Pero de aquel delicioso y respetuoso entorno hacia las mujeres y hacia los ancianos sólo nos quedan los recuerdos, a los que ya “borramos el primer fichero” y somos abuelos de los sardinos “emos”, “metrosexuales” o “gays”, a quienes no se les puede reprender y mucho menos disciplinar o “darle una pela” si roban en un almacén o despedazan el carro de un vecino, pues como la ley los protege pueden hacer lo que les venga en gana impunemente pero, eso sí, nos exigen a “los cuchos” que los mantengamos y les compremos tenis de $250.000 y que les demos dinero continuamente para “la rumba” o de lo contrario entablan una demanda “por intromisión en el desarrollo de la libre personalidad”, y nos pueden quitar la patria potestad y hasta nos pueden “encanar”.

Parece una telenovela, pero es la realidad actual. Aseguran que cuando uno dice que todo tiempo pasado fue mejor es porque ya está viejo. En ese caso abiertamente me declaro un fósil del Cretáceo Superior, puesto que el Junín que vivimos sí fue un millón de veces mejor que el de ahora y los jóvenes de la actualidad ni se imaginan lo que era ese Medellín, sano y pícaro, vivaz y rezandero, santo y pecador, todo al mismo tiempo.

Versalles hoy sobreviviente de la vieja Junín. Foto El Colombiano

Pero todo evoluciona, y ese Junín romántico no pudo escapar a la metamorfosis comercial que lo transformó en una calle fría, sin alma y llena de desechos físicos y humanos, donde los únicos testigos que sobreviven son el Salón Versalles y el Astor, como dinosaurios que se resisten a morir ante el cataclismo tecnológico e informático que robotizó el pensamiento humano del siglo XXI alrededor del planeta y al cual no somos ajenos. Y si es verdad que recordar es vivir, ¡yo soy inmortal!… 

Álvaro Cadavid M. Profesor UdeA– 

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