El alto costo de nuestra obsesión con el PIB


KAUSHIK BASU
Si bien los economistas reconocen desde hace tiempo las limitaciones del PIB como indicador de bienestar económico, este sigue utilizándose ampliamente como sinónimo de éxito. La persistencia de este enfoque limitado en el crecimiento ha resultado en una mayor desigualdad económica, crecientes amenazas a la democracia y una crisis climática que pone en peligro el planeta.


NUEVA YORK – En la economía convencional, la descripción se considera habitualmente secundaria al análisis. Etiquetar una obra como «puramente descriptiva» transmite desdén. Sin embargo, como observó el economista premio Nobel Amartya Sen en un artículo fundamental de 1980, todo acto de descripción implica decisiones. Ya sea que describamos un evento histórico, un individuo o un país, lo que elegimos incluir y lo que omitimos puede ser crucial. La descripción moldea la percepción, y la percepción, a su vez, puede influir profundamente en el comportamiento.

Describir el estado de la economía de un país es una tarea compleja. Anteriormente, los académicos escribieron extensos volúmenes debatiendo si un país tenía mejores resultados que otro. Pero con el tiempo, una sola medida ha llegado a dominar la conversación: el producto interno bruto (PIB), que representa el valor de todos los bienes y servicios producidos en un país en un año determinado. Con algunos ajustes, también se aproxima a los ingresos totales de la población. Es una métrica sorprendentemente concisa, a menudo utilizada como una forma abreviada de definir el bienestar económico.

Como señaló Diane Coyle en su libro de 2014 sobre la historia del PIB, su surgimiento marcó un hito en la formulación de políticas económicas. Desarrollado por Simon Kuznets a principios de la década de 1930, el PIB ha aportado un rigor muy necesario a los debates políticos. Los políticos ya no podían simplemente señalar los edificios altos como prueba de progreso (aunque muchos todavía lo hacen). Hoy en día, evaluar el desempeño económico de un país a lo largo del tiempo significa seguir el crecimiento de su PIB.

Sin duda, existen otras formas de evaluar el bienestar nacional, como el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas y el indicador de prosperidad compartida del Banco Mundial. Pero a la hora de determinar si una economía supera a otra, el PIB (o PIB per cápita) sigue siendo el parámetro de referencia por defecto.

Si bien el PIB ha desempeñado sin duda un papel valioso en la economía moderna, sus limitaciones son cada vez más difíciles de ignorar. Con el tiempo, se ha convertido en un fin en sí mismo, lo que permite a los políticos utilizar las cifras de crecimiento como una conveniente distracción de las persistentes fracturas sociales y económicas. La creciente inquietud con el enfoque político centrado en el PIB se articuló con fuerza en el informe de 2021 del Secretario General de la ONU, António Guterres, Nuestra Agenda Común, que instó a los responsables políticos mundiales a adoptar un conjunto más amplio de indicadores de progreso.

Como indicador económico, el PIB presenta tres debilidades clave. En primer lugar, al centrarse únicamente en los ingresos totales de un país, puede crear la ilusión de prosperidad generalizada, incluso cuando la desigualdad aumenta. El PIB per cápita puede aumentar incluso cuando la mayoría empeora. Como lo expresó Joseph E. Stiglitz en su libro de 2010, Caída libre: «Un pastel más grande no significa que todos, ni siquiera la mayoría, reciban una porción mayor». Sin embargo, la mayoría de la gente puede celebrar el crecimiento del PIB, de forma similar a como celebra el medallero olímpico de su país, sin cuestionar quién se beneficia realmente.

Esta preocupación fue destacada por la Comisión para la Medición del Rendimiento Económico y el Progreso Social, creada en 2008 por el entonces presidente francés Nicolas Sarkozy e integrada por Stiglitz, Sen y otros economistas destacados. Su informe final instó a incorporar medidas como la distribución del ingreso y la desigualdad en el PIB.

La segunda debilidad del PIB es que su maximización a menudo recompensa actividades que socavan la gobernanza democrática. Ser superrico, después de todo, implica más que simplemente poseer más coches, mansiones, aviones y yates. La riqueza extrema, especialmente en la era de las redes sociales y la IA, también implica tener una voz más fuerte y una influencia desproporcionada sobre el pensamiento de la gente. En las sociedades tradicionales, cuando un señor feudal entraba en la reunión de un consejo de aldea, la gente común que momentos antes podría haber estado discutiendo y pidiendo cambios guardaba silencio. Esa misma dinámica se está desarrollando ahora a escala global. A medida que la riqueza se concentra en menos manos y un puñado de plataformas en línea configuran lo que miles de millones de usuarios de internet ven y escuchan, muchos descubren que están perdiendo su voz, el instrumento más esencial de la democracia.
Claramente, ha llegado el momento de desarrollar nuevas medidas de progreso nacional que no fortalezcan las fuerzas que amenazan la democracia. Como advirtió el juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, Louis Brandeis: «Podemos tener democracia en este país, o podemos tener una gran riqueza concentrada en manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas cosas».

Por último, el PIB puede inflarse a expensas de las generaciones futuras. Podemos impulsar, y de hecho lo hacemos, el crecimiento del PIB participando en actividades que dañan el medio ambiente y aceleran el cambio climático, dejando a nuestros descendientes con una tierra arrasada.

En vista de esto, simplemente reconocer la urgencia de la acción climática ya no es suficiente. Para garantizar un futuro sostenible, debemos reformar nuestra medida más importante de bienestar económico para que la sostenibilidad sea un elemento central de nuestra definición de prosperidad.

*Kaushik Basu, ex economista jefe del Banco Mundial y asesor económico principal del Gobierno de la India, es profesor de Economía en la Universidad de Cornell e investigador principal no residente de Brookings Institution.

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