Por Bernard Morlino, del libro “Retratos legendarios del fútbol”
La exuberancia es la lengua materna de este artista que jamás aprendió a jugar. A diferencia de Pelé. Maradona ganó la Copa del Mundo rodeado de aguadores, y permitió al Nápoles invertir la anquilosada jerarquía del ‘calcio’. Su sola presencia cambiaba los datos del partido. Le hemos visto rubio, oxigenado, moreno, gordo, paquidérmico, hinchado, puestísimo, borracho, llorando, muerto de risa o con su hija mayor, auténtico escudo anti camellos. La imagen parece la de un cantante que se casó con todas las modas. Dado por muerto en varias ocasiones, nunca nos ha abandonado. Tiene un humor, cuando menos, curioso: “¡Qué gran jugador hubiese sido de no haber tomado cocaína!”.
Evidentemente, la droga le hacía rendir menos, ya que Maradona nunca tomó los estupefacientes para jugar mejor. Pero, con el balón en los pies, sigue siendo inigualable. Incluso durante los calentamientos, la diferencia con el resto de jugadores era abismal, con sus malabarismos dignos del circo Medrano. El balón se pegaba a la piel, y el ‘pibe de oro’, autor de 140 tantos en una temporada con los sub 21, atrae la atención de las cámaras a muy temprana edad.
Una grabación nos lo muestra, muy joven, jugando en un barrio de chabolas de Buenos Aires: “Tengo dos sueños, jugar la Copa del Mundo, y ganarla”. Miles de jóvenes han tenido el mismo sueño, pero casi ninguno lo ha hecho realidad. En Barcelona, Maradona se topa con los insultos de un público reticente con los sudamericanos. Un agresivo del césped, el defensa del Athletic de Bilbao, Andoni Goikoetxea, le rompió el tobillo el 24 de septiembre de 1983. los compañeros de Diego pudieron oír cómo se quebraba el hueso.
Durante la rehabilitación, el lesionado, yerra por discotecas donde circula coca. En 1984 concluye su etapa blaugrana con una pelea general durante la Copa del Rey: Maradona tenía una cuenta pendiente con el jugador del Bilbao. A su llegada a Nápoles, la ciudad al completo se acerca al estadio con la ilusión de verlo en persona.
Él toma el balón, y con unos cuantos malabares, abre a los napolitanos las puertas del cielo. Muy rápidamente, Maradona tomó una dimensión mística. A sus 16 años, la gente se agolpaba a la salida del vestuario para tratar de tocarle la cabeza.
No entra en el juego de nadie: en el partido de despedida de Platiní, juega con una camiseta en la que se leía “No a las drogas”, mientras que Pelé no consiente en aparecer en pantalón corto para no dar una mala imagen. “Mi madre dice que soy el mejor jugador del mundo, pero seguro que la madre de Pelé dice que es él”. Palabras de Maradona.
El futbolista sabe que se ha encasillado en el papel de malo, y lo acepta con cierto regocijo, incluso sin ser apartado puede ser una carga. “Estoy de parte de los jugadores, mientras que Pelé y Platiní siempre lo han estado del de los directivos”, nos confía el rebelde.
Tras su astuto primer tanto contra Inglaterra, hace mención de la “Mano de Dios”, gesto realizado en nombre del interés último de la nación. “Maradona ha pecado por nosotros, ¡Pero hay tanta gente buena que no hace nada!”, señaló un sacerdote. En el mismo encuentro, con la guerra de las Malvinas de fondo, marca un gol irreal, regateando a todo el equipo inglés.
El 22 de junio de 1986, el ‘cantante de México’ coló un gesto prohibido. Nadie vio nada en unos cuartos de final de un Mundial que se retransmitió en todo el planeta. Este truco de magia no tiene ni un punto de comparación con copiar en un examen o con saltarse un semáforo en rojo. Se trata de una astucia en toda regla. Con Maradona, siempre pasaba algo. En la Copa del Mundo de 1990, eliminó a Italia en semifinales, en Nápoles. El estadio italiano no se rinde a la ‘Squadra Azzura’. Durante la final, en Roma, paga cara la humillación. El norte no aceptó que el sur de Maradona dominase el ‘calcio’. Históricamente, Roma siempre ha empobrecido a Nápoles con el fin de robarle el puesto capitalino.
En 1994, en Estados Unidos, la FIFA acusa al campeón de dopaje, por un ridículo asunto con inofensivos antigripales. Los regentes del fútbol querían la piel del hombre al que no habían podido domar. El cineasta Emir Kusturica explica el carisma de Maradona porque “su cuerpo segrega una sustancia química especial”. Y por ridículo que nos parezca, no lo ponemos en tela de juicio cuando es Philippe Sollers quien habla de la “presencia imantada” de André Breton. Puede que el futbolista sea un auténtico surrealista, dado que crea sin el control de la razón, dando vía libre a la inspiración.
Sus travesuras y su virtuosismo le han convertido en una persona próxima a todos, ya seamos argentinos, chinos o franceses. Rodeado de buitres, Maradona representa la alegría de vivir. Como pudo, se sobrepuso al hecho de que jamás volvería a jugar al fútbol, su razón de ser.
Maradona no pensaba en qué podía sacarle a su equipo, sino que daba todo lo que podía para beneficiarlo al máximo. Para soportar la vida, necesitaba jugar. Hoy día, sólo corre tras el balón en el corazón del público. En Nápoles, su efigie florece en innumerables y ruinosos muros olvidados por las autoridades. A menudo, los tentáculos de la Camorra se niegan a recoger las papeleras tras las que aparecen las diferentes versiones de la cara de Maradona, que son como murales.
Estos dibujos nos recuerdan a los retratos de Rimbaud, elaborados en frágil papel, que Ernest Pignon-Ernest pegaba en la calle. El artista desea que su homenaje al poeta se funda en las entrañas de la ciudad. Del mismo modo, Maradona pertenece con tal intensidad a los aficionados, que estos han creado una iglesia con su héroe como dios. Como los grandes personajes del teatro, Maradona es un residuo de lo divino.