Por Óscar Domínguez G.
Dráculas volátiles, los zancudos se alimentan de feos y de bellas durmientes. No reparan en estética ni en el sexo para sus banquetes nocturnos. Su materia prima es el sueño de la humanidad.
Los zancudos no saben de ahimsa, no violencia, dijo alguna vez ese humorista desconocido que fue Gandhi.
Son “aves” de mal agüero con cacofónica orquesta incorporada.
Lo malo de matar zancudos es que vienen tres al entierro, le oí decir a la 1:40 de alguna tarde al fallecido humorista Montecristo Santuario y Zuluaga.
Inútil leerles en voz alta los trinos de Donald Trump para adormecerlos.
Los zancudos son camaleones con alas que toman el color del recipiente (alcoba, pared, nochero, taburete) que los contiene.
Tan chiquiticos y desaparecen a velocidades supersónicas.
Ojalá se les pudiera vender la idea de que piquen pero que dejen dormir. Y que no hagan bulla con su zumbido. Seria una buena forma de coexistencia pacífica: tú no me picas (o me dejas dormir) y yo no te mato.
Son enemigos de la productividad nacional porque al otro día los picados andan con los ojos en la nuca, desvelados después de haber pernoctado con una alpargata o arrastradera en la mano, dedicados a sacar másteres en eso de «borrar» zancudos.
Aparecen en los sitios más inverosímiles de la casa. Y cuando uno se pasa de listo y los busca en lugares imposibles, resulta que ya se han ido para los más fáciles. Y así tienen al noctámbulo de Herodes a Pilatos.
Muchos zancudos mueren aplaudidos por sus víctimas
Cuanto terminan aplastados contra una pared nos da la incierta sensación de que nos suicidamos de alguna parte de nuestro cuerpo: al fin y al cabo esa sangre que quedó en la pared fue nuestra.
Vuelan por instrumentos. Descubren en un dos por tres en qué momento se ha dormido su carnada.
Al lado de los fabricantes de velas y similares, también los zancudos son grandes beneficiados del invierno, en algunas partes, del verano en otras. No hay zancudos en dieta.
Método aprendido de un niño para distinguir un zancudo de una zancuda: se cogen por las alas y se mueven de un lado para otro. Si se ponen colorados, son zancudos «hombres»; si se ponen coloradas, son hembras. De todas formas pican, incomodan.
Son tantos que parece que reencarnaran de un día para otro.
Como para quitárselo rápidamente de encima, el diccionario Larousse lo define como «especie de mosquito americano». Y adiós.
De pronto uno los soportaría, si antes de jodernos, hubieran picado siquiera a una modelo de las que aparecen en almanaques eróticos. Al menos, de esta forma, el picado podría enorgullecerse de haber estado cerca de una diva de esas que quitan el sueño.
A veces, el feo durmiente deja apenas el espacio de la nariz para respirar. Los zancudos han desplegado genéticamente una aversión gastronómica por la nariz. Ni siquiera la determinan. Prefieren presas menos prosaicas para cenar. Entonces esperan, esperan, esperan. Bobos no son, en todo caso.
El cubanísimo Trío La Rosa les dedicó un son. Hasta allí molestan.
Lo malo es que se meten hasta por las rendijas de las puertas como si fueran cartas de amor.
Pero nunca podrán amar. Es la venganza de los humanos.
Entomólogos tiene el país que sabrán responder cómo acabar con ellos.
Zancudos del mundo, dispersaos. (Nota actualizada gracias al último insomnio por culpa de un pariente del Aedes albopictus, el bicho que acompaña esta líneas).