Por Óscar Domínguez G.
Como en la aldea global siempre estamos festejando algo, hablemos de la radio que este 13 de febrero, celebra su día mundial por decisión de la Unesco.
Ernesto Sábato lamentó la muerte de una vecina suya en febrero cuando no hay nadie en Buenos Aires. No es el caso de la radio que nos acompaña día y nochemente.
Escucho radio desde la época en que todos somos inmortales: la niñez. La radio hacía las veces de televisión, periódico, internet, wasap. Si Dios estaba en todas partes, según el catecismo de Astete, la radio también tenía- tiene- ínfulas de omnipresencia.
El aparato era un miembro más de la familia. La mascota. Tan importante como el agua y la luz. Una prótesis. Ganas daban de invitarlo a enamorarse de alguna vecina o a jugar fútbol con los demás “anticristos” (=niños) de la cuadra.
Nunca le permitiré al señor Alzheimer que borre de mi disco duro un radio Zenith transoceánico que mi padre encontró en algún mercado de las pulgas. Cuando todo el mundo estaba recogido debajo de las cobijas me las apañaba para prender ese radio que sintonizaba emisoras remotas.
Por el cachivache supe que no estábamos solos en el universo. No entendía lo que oía pero eso nunca me preocupó.
Y como madrugué a ser niño “genio” me preguntaba por dónde se metía la gente que hablaba dentro del aparato. Nunca resolví el enigma que le planteé a mi madre quien me miró con ojos de: “Vea, pues, cómo se me embobó el muchacho”.
Con el sol a la espalda, frente al pelotón de fusilamiento de la vejez, cuando “siento que estoy empezando a desaparecer”, tengo tantos radiorreceptores como biblias (6). También tengo a la mano el número de la policía, por si alguien se atreve a robarme alguno de mis aparatos.
Radio que traté de robarme de la fábrica de alfombras de Mario Vélez en Envigado, pero me pillaron con las manos en el dial…
El primer libro que “leí” me entró por el oído. Lo he contado pero no con Trump de expresidente, en el merecidísimo asfalto. Me refiero a “Lejos del nido”, radionovela. Al libro físico de don Juan José Botero llegaría después. La historia del médico cubano Alberto Limonta, en El derecho de nacer, también la conocí por la radio.
Que el mundo se daba contra las paredes con prosaicas guerritas lo sabíamos por la cajita mágica. Por ese cachivache supimos del asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán. Nunca se me olvida que perdí el sueño y el insomnio cuando escuché en el radio que el mundo se iba a acabar. Siempre lamenté no haber escuchado por radio la noticia sobre la invasión de platillos voladores en Nueva York por Orson Welles.
La banda musical de los primeros años corría por cuenta de boleros, tangos, guarachas, rancheras, pasodobles. La radio ofrecía ese menú.
Mi primer empleo fue en radio como mensajero en el noticiero de Todelar. Los Tobón, sus dueños, eran cumplidos para pagarme los 900 pesos mensuales que ganaba como patinador o mensajero de la redacción encargado de realizar una faena sin la cual no habría informativo: me tocaba llevarles a los locutores las cuartillas en las que estaban escritas las noticias en máquinas de escribir que hoy son bellas piezas de museo.
Y como el destino ha sido amable a morir conmigo, también fui corresponsal de La Voz de Alemania y de Radio Francia Internacional. En la madrugada me despertaban desde Colonia, Alemania, el gran Ricardo Bada, felizmente vivo, como suele decir él, y Ramón Chao, desde los parises de la Francia, también en circulación. Loado sea Alá.
En fin, que en el Día de la Radio sea un pretexto para decir que estoy muy agradecido con la radio por los favores recibidos. (Líneas pasadas por el quirófano).