Por Francisco Tostón de la Calle
Nota autobiográfica
“Nací en un pueblito más pequeño que un belén, que se llama PRADO DE LA GUZPEÑA y está en la provincia de León. Al lado tiene una hermosa montaña (Guzpeña significa buena) de nombre Peñacorada. Estudié en Madrid y Valladolid, me hice cura y religioso agustino e hice mis primeras armas en Bojacá, donde reinaban la fría niebla que entraba por Cuvia y Chivonegro y don Pachito, el patriarca del pueblo…
Yo soy un colombiano sin papeles. Quiero decir, sin la ciudadanía colombiana, que nunca he solicitado ni me la han ofrecido. Y no lo he hecho porque los trámites burocráticos me dan una inmensa pereza; y segundo, porque no lo he solicitado. Aunque llegué a trabajar como profesor del Distrito Especial de Bogotá, con nombramiento en uno de sus colegios oficiales, durante más de siete años. Cuando me obligaron a retirarme, me demoraron la exigua pensión de la que disfruto, otros siete años, pero al fin llegó.
No guardo rencor alguno porque lo mismo les ha pasado a otros compañeros de profesión a la hora de jubilarse. Sé, pues, lo que es la injusticia de dejarlo a uno cesante de su trabajo sin más expectativa que una pensión que algún día llegaría.
Más de cincuenta y cuatro años son la cuenta de mi zapateo por tierras colombianas, sobre todo en la ciudad, pero también he recorrido sus campos y sus pueblos, sus valles, sus ríos y montañas, que despertaron en mí la admiración, el respeto y el cariño, en especial a su gente trabajadora, humilde y honrada.
Primero fue Bojacá, en un extremo de la sabana por donde circula la niebla del páramo y se divisan horizontes de increíble hermosura hacia la tierra caliente. Luego fue Barranquilla, cuando aún se podían cazar venados en los bosques contiguos al Liceo de Cervantes, en el Alto Prado, saliendo hacia Puerto Coiombia.”
PRÓLOGO AL LIBRO
Este libro nació de una inquietud y de una necesidad. Hace unos años, un colega maestro del INEM, me prestó el libro de Fernando Vallejo, “La puta de Babilonia”. La leí con avidez un fin de semana y quedé profundamente impactado. Jamás había leído algo tan desgarrado, tan lacerante, tan doloroso, que afectase a mis creencias religiosas: Dios, la Biblia, Jesucristo, la Virgen María, la Iglesia, los papas.
Todo, todo aparecía arrastrado, ensuciado, golpeado, sangrante, lacerado; parecía que, tras un espantoso terremoto, una especie de tsunami, un impetuoso cauce sin orillas, se hubiese llevado todo lo que pillaba por delante, en forma trepidante y aterradora, todo el cúmulo de convicciones y vivencias religiosas cultivadas por años.
Un tiempo después, volví a leer el libro de Vallejo con más calma y reflexión, y surgió casi al mismo tiempo la necesidad de escribir un comentario amplio, más que una réplica; una crítica en un sentido abierto, destacando en “La puta de Babilonia” posibles aspectos positivos y rechazando con argumentos algunos puntos de vista que me parecían distorsionados, débiles o francamente equivocados.
Fernando Vallejo goza de un gran poder de convocación y le acompaña una especie de aura de iconoclasta sincero, que no se calla nada de lo que piensa y que ataca sin pudor y sin compasión todo lo que merece su rechazo. He notado, a veces, que el público que lo escucha queda hipnotizado por su palabra directa y sin tapujos ni eufemismos. Según William Ospina, Vallejo cultiva como pocos el arte del insulto.
Lo pude comprobar por mí mismo en el auditorio Félix Restrepo de la Universidad Javeriana, cuando Vallejo presentó una de sus últimas obras. Aproveché para resaltar, en una intervención del público oyente, la honestidad del escritor paisa en la expresión de sus opiniones, ideas y tesis. No era el momento de hacerlo por extenso, pero también presenté algunas objeciones a su obra “La puta de Babilonia”.
Esas objeciones, más desarrolladas, son las que te presento, amable lector, en este libro. Tengo que agradecer a Vallejo que su obra me permitiera revisar, actualizar y reafirmar mi propia fe, desde el plano y desde la exigencia en que nos coloca su obra comentada en este libro.
Si a más de un lector le sirve para hacer lo mismo con su propia fe, quedaré contento con mi esfuerzo. Vallejo, con su obra “La puta de Babilonia”, estaba reclamando de alguna manera aquello a lo que se refiere San Pedro al hablar de “dar razón de la propia fe”.
EPÍLOGO (También del autor del libro)
Por paradójico que pudiera parecer, Fernando Vallejo es un alma mística. Detrás de sus gritos, blasfemias, denuestos y ataques a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia y a los papas, hay un clamor a Dios que se parece en algo al de San Juan de la Cruz.
Ese grito ha recorrido además la historia íntima de grandes pensadores, santos, teólogos y escritores; e incluso de simples cristianos que se han preguntado con palabras y testimonios o simplemente desde el fondo de su corazón: ¿por qué? ¿Por qué así y no de otra manera?
De un lado, “La puta de Babilonia” me hizo recordar estos versos de César Vallejo, el angustiado poeta peruano:
“Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
De alguna fe adorable que el destino blasfema”.
Pero mucho más cercano aún al grito de Vallejo, me parecen estas dos estrofas del “Cántico espiritual”, de San Juan de la Cruz:
“¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando y eras ido”
Y más aún, esta otra:
“¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
No quieras enviarme
De hoy más mensajero,
Que no saben decirme lo que quiero”.
Me parece la obra de Vallejo que he venido comentando en este ensayo, como un gemido ante la ausencia de Dios. Y un grito más hondo aún, porque se trata de un Dios que alguna vez sintió cerca, pero que con el transcurrir de la vida se perdió, desapareció, y lo buscamos y anhelamos hasta la muerte. Mientras tanto, la vida se nos convierte de mil maneras en un prolongado gemido que echa de menos a este Dios y suspira y desea volver a encontrarlo.
“La puta de Babilonia” encierra un enorme descontento, un profunda insatisfacción, una dolorosa e incurable herida que nadie es capaz de sanar. Nadie sabe, nadie ha podido decir al alma atormentada de Vallejo lo que él desearía escuchar, el mensaje radiante y consolador que vuelva a iluminar su destino, su agónica andadura en la que, como a veces en la de Nietzsche, la blasfemia se convierte en oración y el gemido en una indomable, pertinaz y resiliente esperanza.
“La puta de Babilonia” es un grito desgarrado de Fernando Vallejo en contra de un “Deus absconditus”, que a veces se oculta demasiado. Yo tengo que agradecerle que me obligara de alguna manera a inquirir una vez más por mi parte la razón de mi propia fe y expresarla con sinceridad, a través de este diálogo con Fernando Vallejo.
Tenemos que seguir buscando a Dios: ni yo lo he encontrado definitivamente ni él lo ha perdido del todo. Este es el tiempo de la paciencia, de la siembra y el cultivo. La recolección vendrá después.
La fe es un camino doloroso. Quien piense que la fe es como un seguro de salvación, creo que aún no sabe lo que es la fe. El espejo y el enigma de esa fe, de los que habla San Pablo, persisten hasta el final.
Sigamos unidos en la búsqueda sincera de ese Dios incomprensible contra el que el pobre Job también gritaba desde su enfermedad, su abandono y su desgracia. También a nosotros, como a María Magdalena buscándolo en el huerto y confundiéndolo con el hortelano, se nos aparecerá Jesús y nos llamará por nuestro propio nombre.