Desvertebrada. La finca valía más

La finca. Pinterest

Por Óscar Domínguez Giraldo

Hay testimonios breves como suspiro de monja que retratan épocas. Lo constaté con la lectura de reciente  columna que escribió en El Tiempo Martha Ortiz, exdirectora de El Colombiano.

En esa columna me conmovió esta historia: “Me siento una generación de transición. Escuché a mi padre, Alfonso Ortiz, contar la historia de haber entregado con lágrimas El Rancho, su primera finca, a “puerta cerrada” porque aunque para no venderla había pedido una cifra que creía desbordada, la respuesta de Javier Jaramillo, el comprador, fue la adquisición, y él, en esa coyuntura, debía “honrar su palabra”. Jaramillo lo habría visitado después en la oficina con un cheque adicional porque “Alfonso, tu finca valía más y aquí tienes el resto”. Y sellaron una amistad hasta la muerte”.

Se me piantó un lagrimón cuando devoré esta pequeña-gran historia. Muchos de los que estamos frente el pelotón de fusilamiento de la vejez, podemos contar testimonios parecidos de nuestros ancestros. Para ellos, comportarse honradamente no era ninguna audacia. Eso venía en el paquete.

Mi suegro Eleázar Duque se inició en el mundo laboral como maestro de escuela pero colgó la tiza cuando los gamonales del pueblo le exigieron que les aprobara el año a sus hijos maquetas.  Prefirió dedicarse a vender telas y paños en pueblos de Antioquia y Caldas (en Aguadas encontró a su segunda esposa, Fabiola Ochoa, mi suegra, de mirada bella y triste). Hizo platica.  “Soy Eleázar Duque, con carro o sin carro, con club o sin club”, proclamaba. Nunca lo vi reír. Se ahorró amigos y enemigos.

Mis abuelos Amalia Calle Botero, de Jericó, y Carlos Domínguez Vallejo, de El Retiro

Mis abuelos fueron campesinos y comerciantes. También tuvieron negocios que eran tiendas de día y bares de noche.  Mi abuelo paterno comerciaba con grano. Prefería equivocarse a favor de sus clientes cuando les vendía por almudes. “No se podrá decir que un hijo de Carlos Domínguez se robó un peso”, les cantaleteaba a sus  diez vástagos.

Lubín Giraldo López, de Montebello, y Ana Rosa JIménez Rojas, de La Ceja. (Álbum familiar).

Mis abuelos maternos Lubín Giraldo López, de Montebello, y Ana Rosa JIménez Rojas, de La Ceja. (Álbum familiar).

Mi abuelo Lubín Giraldo tuvo que salir como volador sin palo de Montebello en época de la violencia. La Tienda las Acacias, de Aranjuez, fue su “modus comiendi”. Meter la mano solo en el propio bolsillo, fue el legado que les dejó a sus trece hijos. Fiaba con esta insólita modalidad: los propios clientes apuntaban lo que pedían en libreticas de tienda que ¡se llevaban para la casa! Pagaban cada quince días con exactitud de reloj de arena.

Mi padre se quebró dos veces. En la última  quiebra prefirió vender su finca en Ríonegro para honrar sus compromisos. Cuando empinábamos el codo nos volvíamos un Niágara de mocos y lágrimas: Don Luis lloraba porque no nos dejó herencia. Yo lloraba cuando le reviraba que la herencia para su culecada fue su ejemplo de pulcritud. Todos ellos murieron “sin sospechar el vergonzoso eclipse”, como en el poema de Robledo Ortiz.

Sobre Revista Corrientes 4064 artículos
Directores Orlando Cadavid Correa (Q.E.P.D.) y William Giraldo Ceballos. Exprese sus opiniones o comentarios a través del correo: williamgiraldo@revistacorrientes.com

1 comentario

  1. !Qué bella y tierna historia!
    Debes estar orgulloso de ellos, no te dejaron plata, como los míos, pero sí principios.

Los comentarios están cerrados.