Por José Fernando Isaza, Bogotá
Al oponerse al Acuerdo de Paz, el Centro Democrático afirmaba que este equivalía a entregar el país al castrochavismo. Tenían razón, Santos le entregó el poder a Duque, quien ha mostrado ser un fiel seguidor de las políticas antidemocráticas de los gobiernos de Castro, Chávez y Maduro. Estos gobiernos se caracterizan por debilitar o eliminar la separación de poderes, pilar fundamental de la democracia. Duque, con cierto éxito, ha logrado cooptar el Legislativo, va por el Banco de la República, tiene a las altas cortes en la mira y los órganos de control están bajo el poder de sus amigos cercanos: la Fiscalía, la Procuraduría en diciembre y la Defensoría del Pueblo.
Tal como hacen los dictadores castrochavistas, el Gobierno ha utilizado el poder de las armas para cercenar el derecho constitucional a la protesta pacífica. El culto a la personalidad, presente en las dictaduras castrochavistas, no está ausente aquí: la placa para conmemorar la inauguración del túnel de La Línea es tan impactante como la misma obra, esto a pesar de la prohibición legal que impide que los mandatarios erijan monumentos o placas con sus nombres. El perfilamiento a los periodistas, con objetivos siniestros, ha sido utilizado por Duque y las dictaduras.
Incumplir el fallo de la Corte Suprema de Justicia que garantiza el derecho constitucional a la vida y a la protesta pacífica hace de Colombia un país paria en el concierto de las naciones democráticas. El argumento de que no fue un fallo unánime (cuatro votos a favor y dos salvamentos de voto) y eso le quita legitimidad a la decisión es peligroso y puede devolvérsele a Duque. Tampoco fue unánime su elección como presidente: tuvo diez millones de votos y su contendor, ocho millones; ocho en contra de 18 es mayor que dos en contra de seis.
El fallo, a la vez que protege la vida y los derechos ciudadanos, es explícito en el sentido de que “las manifestaciones violentas, intolerantes, que hagan apología del odio, del delito, del genocidio, de la pornografía infantil, no están protegidas por la Constitución Nacional”.
Muchos desatinos se recordarán de su gobierno: calificar de “operación impecable y meticulosa” el bombardeo a un campamento en el cual la mayor parte de los muertos fueron menores de edad. Con antelación se sabía que en ese lugar había niños. Su reclutamiento es un crimen de guerra. Resaltar la “actitud gallarda por parte de la policía” en el mismo momento en que se conocieron las torturas y el asesinato de Javier Ordóñez por uniformados es mostrar insensibilidad con las víctimas. Con esta licencia de gallardía, esa noche, bajo el impacto de armas oficiales murieron al menos 13 ciudadanos; muchos de ellos ni siquiera estaban participando en las manifestaciones de repudio al asesinato. Con pocas horas de diferencia tras el homicidio de Juliana Giraldo por un soldado, el ministro de Defensa en su cuenta de Twitter escribió: “Gloria al soldado”… ¿a cuál?
Llena de vergüenza que el líder del partido de gobierno justifique las numerosas masacres de líderes sociales con el nombre de masacres con contenido social: “Si la autoridad serena y firme y con contenido social implica una masacre, es porque al otro lado hay violencia y terror más que protesta”.
Duque pudo elegir un gobierno que priorice la vida sobre la muerte y reduzca el odio y la violencia. ¿Estará aún a tiempo para hacer la elección correcta?