Editorial
La aplastante victoria de Nayib Bukele, de 42 años, en las elecciones presidenciales de este domingo en El Salvador, ganadas con un porcentaje que roza el 85% y una oposición completamente descompuesta, suponen un aviso para toda Latinoamérica. El político que un día se definió a sí mismo como “el dictador más cool del mundo” repetirá mandato gracias a una inmensa popularidad obtenida mediante la desarticulación de las maras, las sanguinarias pandillas que aterrorizaban al pequeño país centroamericano, que ha permitido reducir drásticamente la criminalidad y la violencia en las calles. La tasa de homicidios —pasó de más de 106 por cada 100.000 habitantes en 2015 a 7,8 en 2022— y las extorsiones se han desplomado. Para ello, Bukele ha impuesto un régimen de excepción que ya parece consustancial a su mandato, cooptado al poder judicial (que le permitió volver a presentarse pese a que la Constitución lo veta), pisoteado los derechos humanos y hostigado a aquellos medios y activistas que no comulgan con su política de seguridad. Bajo estas condiciones, El Salvador no solo se ha vuelto el país con mayor tasa de encarcelamiento del mundo (los presos han pasado de 35.000 a 110.000 en su presidencia), sino también en una nación donde la deriva hacia el autoritarismo es cada día más evidente.
Son peligros que la victoria electoral, cuya contundencia es incontestable, no borra. Por el contrario, el éxito de Bukele en las urnas lo ha elevado a faro de las ultraderechas latinoamericanas. Desde Chile hasta México se escuchan voces pidiendo seguir su ejemplo para conquistar el poder. Es un discurso atractivo y fácil, que ofrece una solución supuestamente rápida a una de las grandes lacras continentales, aunque en realidad ni acaba con los problemas de miseria y falta de oportunidades que están en el origen de la criminalidad ni sus métodos son asumibles por ninguna democracia plena a no ser que se esté dispuesto a entrar en un estado de excepción permanente.
Otra señal muy preocupante son los ataques a las voces críticas con el Gobierno de Bukele. La burla de los adversarios, las embestidas contra instancias internacionales y el acoso a los medios que no comulgan con su ideario ya fueron la tónica cotidiana del último mandato. El domingo el presidente electo exhibió su intolerancia en pleno discurso de la victoria, dedicando tres minutos a cargar contra EL PAÍS. Una actitud que demuestra su escasísimo aguante ante las preguntas de la prensa independiente. Ante este deterioro de la convivencia democrática es necesario que la comunidad internacional mantenga y aumente la presión sobre Bukele. Solo la denuncia de los abusos por parte de organismos independientes y la vigilancia de las grandes democracias pueden frenar la deriva que vive El Salvador. Es necesario, por otro lado, que los partidos de oposición, cuyos malos resultados hablan por sí mismos, rompan con la corrupción y se conviertan en formaciones capaces de atraer al electorado con soluciones creíbles.
El Salvador, tras décadas de violencia y mala gestión, va a iniciar una segunda presidencia de Bukele sin haber resuelto sus graves problemas de atraso y desigualdad. Su política económica, que presenta a El Salvador como el paraíso de las criptomonedas, ha fracasado hasta el punto de que la pobreza extrema ha aumentado (ha pasado del 5,6% al 8,7%, según el más reciente informe de la Cepal). Enfrentarse a estos retos requiere mucho más que reanudar las redadas indiscriminadas. Llenar las cárceles no debería ser nunca el fin de una política de Estado; combatir la pobreza, mejorar la educación y reducir la desigualdad, sí.