Nunca han sido más urgentes el rigor y el profesionalismo en los medios de comunicación, porque nunca hemos visto un mayor peligro que los amenace. Antes esas amenazas solían ser externas. Ahora también son internas. Y lo que está en juego no es solo la libertad de los medios. Es su credibilidad. Y de su credibilidad depende todo.
Antes, en efecto, el peligro que rondaba a los medios venía de afuera: gobiernos autoritarios que recortaban la libertad de prensa, censores sin escrúpulos, carteles que amenazaban y asesinaban a periodistas que denunciaban sus crímenes. Esos abusos aún suceden, sin duda. Los regímenes de Rusia, Venezuela y Nicaragua atentan a diario contra los medios de su país.
Pero ahora existe un peligro adicional. Y es interno, pues viene de la prensa misma.
En Colombia hay medios que sobresalen por su valor y autonomía. Pero otros han traicionado los principios de su oficio y de paso han traicionado los pilares de la democracia, y el daño que hacen es enorme.
Gracias a populistas como Donald Trump, la política hoy es un reality, un circo de celebridades. Lo que cuenta es el escándalo, las pugnas entre candidatos, las acusaciones y el alboroto. Hay líderes que mienten impunes y la prensa los cubre feliz mientras persigue, insaciable, lo más ruidoso y rentable: el chisme político.
¿Pero qué sucede cuando medios no amarillistas sino de prestigio renuncian al rigor, cuando venden la ética profesional y defienden una agenda política? ¿Qué pasa cuando endulzan una noticia para complacer al dueño del medio, o cuando ocultan a sabiendas datos relevantes, o cuando publican una portada canalla para ajustar cuentas personales? ¿Qué pasa cuando no solo cubren a quien miente, sino cuando ellos mismos lo hacen?
Crece la desconfianza. El público no sabe a quién creerle. Se erosiona la credibilidad de los medios y de las instituciones. El drama del Partido Republicano en EE. UU. es ese. En 1964 el 73 % del partido creía que el Gobierno haría lo correcto. Hoy solo el 9 % lo cree. Y en Colombia pasa algo similar.
Si los medios mienten, entonces la gente busca sus propias fuentes y estas reafirman lo que esa gente cree de antemano. Surgen burbujas de opinión, donde se descalifican las ideas y a la vez las personas de las demás burbujas. Crecen la suspicacia, el antagonismo y la incultura, pues en mentes cerradas no entran ideas frescas. Y el problema es que una nación, para que progrese en medio de la riqueza de su diversidad, debe avanzar unida hacia un mismo horizonte. Pero si cada grupo tira para su lado y no hay la menor confluencia de ideas y objetivos, brotan la polarización y la fragmentación, y ya no avanzamos hacia un mismo horizonte sino hacia un mismo abismo.
Un país mal informado no puede tomar decisiones acertadas, empezando por elegir buenos líderes. La democracia es un sistema en formación, un experimento audaz que solo puede progresar si la ciudadanía está bien instruida. Pero si medios influyentes defienden sin pudor una agenda política y renuncian a la imparcialidad y aplauden el circo con tal de ganar seguidores, atentan contra sí mismos, porque pierden su capital más valioso: su credibilidad. Y de paso le asestan un golpe mortal a la democracia. Pero eso, claro, ya no importa. Importa el negocio. Y en ese momento perdemos todos.
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