Por Orlando Cadavid Correa
La pica del progreso, en unos casos, y en otros, la evolución de la industria de la radiodifusión dieron al traste con unos recintos cargados de historia en las principales ciudades del país.
Periclitaron los radioteatros de las emisoras Nuevo Mundo y Nueva Granada en Bogotá –las paradigmáticas matrices de las cadenas Caracol y RCN– y La Voz de Antioquia y La Voz de Medellín, pertenecientes en su orden a las mismas redes hertzianas en territorio paisa.
Antes de tratar de inventariar lo que fue el apasionante mundillo del radioteatro en el ambiente farandulero, echémosle un vistazo retroactivo a los orígenes de la radio.
La veloz transformación de la sociedad a lo largo del siglo XX nos dejó un pasado cuyas nostalgias son ajenas a las generaciones que pertenecen al mundo masificado de la comunicación digital.
El entretenimiento en casa era inexistente en los períodos conocidos como revolución industrial y postindustrial de finales del siglo XVIII, del XIX y comienzos del XX.
Ese extraño y desconocido teatrófono, lanzado en Europa en 1892, afianzado por las élites parisinas de la belle époquemediante el pago de suscripciones costosas para oír en las residencias aristocráticas por vía telefónica y transmisión telegráfica algunos de los grandes conciertos del momento, como lo reseña Marcel Proust en varias de sus obras, podría calificarse como el precursor del entretenimiento en casa.
El teatrófono fue opacado, sin embargo, por el posterior desarrollo de la radio, la fonografía y la televisión, que poco a poco hicieron accesible el entretenimiento en casa a más bajo costo y en horarios vespertinos o de tarde-noche, después de la primera Guerra Mundial.
El tímido y poco rentable despegue de la radio en la década de 1920 abrió un panorama creciente que se consolidó desde los años 30, 40 y 50, considerados como los decenios dorados del medio, en cuyo transcurso tiene una importancia mayúscula el radioteatro –pequeños auditorios con aforo de entre 150 y 300 personas–, durante años abarrotados por radioyentes privilegiados, que presenciaban en vivo las intervenciones de las grandes orquestas, cantantes, humoristas y actores de la época.
Las más importantes estaciones radiales de Colombia hicieron de sus programaciones emblemáticas el diario regocijo de sus audiencias familiares. Además de las emisoras mencionadas en nuestros párrafos de entrada, rescatamos los nombres de la emisora Atlántico de Barranquilla, y la difunta Radio Manizales de la capital caldense.
Los programas en radioteatros eran grabados en acetatos de 14 o 16 pulgadas. Cuando se fueron trasteando las grandes emisoras, los mandaban guardar en los transmisores con el consiguiente deterioro o pérdida. Que se sepa, Hernán Restrepo coleccionó gran cantidad de la Voz de Antioquia y, también, Gabriel Muñoz López.
Volvamos a la central teatrofonera, con el apoyo de don Google, que se las sabe todas: “El usuario final recibía en su domicilio la señal musical a través de un aparato similar a un teléfono, pero sin micrófono y con dos auriculares estéreo. Para poder disfrutar de este servicio era necesario abonar una cuota mensual que, si bien no era asequible a las personas más pobres, era infinitamente más barata que una entrada para la ópera, y acercaba a la clase media aquello de lo que no podían disfrutar en vivo.
Existieron también teatrófonos públicos en cabinas parecidas a las telefónicas. Estos estaban programados para apagarse cada cinco minutos, momento en el cual el usuario debía introducir de nuevo monedas para seguir oyendo la música o la obra de teatro en cuestión. Se sabe que en París llegó a haber hasta 100 teatrófonos públicos, y un número no revelado de aparatos instalados en viviendas particulares.
El servicio comenzó a ofrecerse exclusivamente en París en 1880, a través de una compañía fundada a tal efecto y denominada “Compagnie du Théâtrophone”. Ofrecía música o teatro continuamente y, cuando no había una obra en toda la ciudad, se podía escuchar música previamente grabada. También disponía de emisiones de noticias a intervalos programados. En 1884 llegó a Bélgica, en 1885 a Portugal y en 1887 a Suecia. En otros países europeos y americanos, como el Reino Unido o Estados Unidos, se importó la idea, pero se desarrollaron sistemas análogos”.
La apostilla: El teatrófono sucumbió a la creciente popularidad de la radio y el fonógrafo, y la “Compagnie du Théâtrophone” cesó sus operaciones en 1932. Acababa de morir el antecesor de Spotify. Curiosamente, un par de siglos después, la música (y la cultura en general) llega a nuestros domicilios de una manera todavía más cómoda y más barata. Clément Ader no hubiera podido predecir lo que hoy existe, pero estoy seguro de que habría estado encantado con un iPod en las manos y una conexión de banda ancha. Y por cierto, el nombre de teatrófono es horrible; se le podría haber ocurrido otro, valga la verdad.