Al maestro, con amor-humor

Gabo con los zapatos en la mesa

Por Oscar Domínguez Giraldo

Nunca le dije Gabo o Gabito, ni Gaba o Mercedes a su mujer quien estudió en La Presentación de Envigado, no lo acompañé en su viaje en tren a Aracataca, no lamenté el  nocaut que le propinó Vargas Llosa. 

Jamás fui invitado a ninguna de sus casas, nunca me leyó, no tengo la primera edición de ninguna de sus obras, no tuve en mis manos un ejemplar de “En agosto nos vemos” todavía sin publicar, jamás me envió los originales de sus libros para que le capara adverbios terminados en mente que le devolvían hasta el primer tetero.

No asistí (¡pobrecitico de mí!) a ninguno de sus talleres en la Fundación Nuevo Periodismo, de Cartagena, no figuré en el sanedrín que copó el avión presidencial que viajó a México para el homenaje colombo-mexicano cuando se volvió eternidad, no lo vi hacer papeles menores en películas basadas en guiones suyos.

No tengo dedicado ninguno de sus libros (pero me autodediqué Cien años de soledad: “A un tal Domínguez, eterno novel”: Gabo), no asistí al bautismo de sus hijos Rodrigo y Gonzalo, nunca le hice entrevista exclusiva, no compartí hambres con él en París, no me hace guiños en ninguna de sus novelas, ni en el pasa de sus crónicas periodísticas. Nunca dudé de que era Nobel en periodismo.

No soy su pariente ni en el millonésimo grado de consanguinidad, no he ido a Aracataca pero pienso volver algún día, no trabajé a su lado en el fugaz periódico El Comprimido que hizo con el Mago Dávila, linotipista, tampoco camellé en Prensa Latina (envidio al prolífico y  lúcido quindiano Jaime Lopera quien sí lo hizo); no aprendí del maestro Gabriel  en las revistas Alternativa y Cambio. No me cabe duda de que era una cátedra ambulante.  No me dio el siguiente consejo: “Ser  buen escritor  consiste en  escribir  una  línea y obligar  al lector a leer la siguiente”.  (La cartilla se la dio al maestro Guillermo Angulo).

No me chocaría jugar ajedrez con alguno de los personajes de sus libros. No me darían dado un brinco, modestia, apártate.

No me debe plata, le debo todo el oro del mundo por la felicidad brindada con la poesía de su prosa, no dudo que leerlo nos hace inmortales… mientras estemos vivos.

No sé dónde andaba yo cuando durmió ocho días en la casa del campeón de ciclismo Ramón Hoyos, en Medellín, según cuenta Orlando Casas en su libro, “Buenos Aires, portón de Medellín”.

En “represalia” soy gabólatra sectario. Le tomé  fotos firmando libros en Estocolmo en 1982 cuando fui a cubrir la entrega de su premio, no me alojé en su hotel sino en otro de pocas estrellas, el Amaranteen. 

Si no me tomé selfis con él fue porque ese juguetico no se había inventado (Lo vi por primera vez en carne y leyenda en Washington en la firma de los tratados Torrijos-Carter, 1977. Lo invitó Torrijos. Fue la primera vez que NO lo entrevisté. Y yo, dizque periodista, ¡qué tristeza!).

Dios no tomará represalias contra él por su agnosticismo. Es más, ya lo tiene a su diestra mano. ¿O será a la izquierda? Dios no tiene presa mala. (Sus personajes creían por él: “Dios es mi copartidario”, decía el célebre coronel…). 

No dudo de que volveré a engullirme la bella biografía “Viaje a la semilla”, de Dasso Saldívar, que tanto le gustó al Nobel “porque se parece a mí”. 

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