

Enrique Santos Calderón
“Maduro puso precio de un millón de dólares sobre mi cabeza”, dijo esta semana Álvaro Uribe Vélez. Tremenda acusación, que no produjo el revuelo esperado. No es cosa de todos los días que un expresidente acuse al mandatario de un país vecino de querer financiar su asesinato.
Esta salida de Uribe hay que verla dentro del contexto del nuevo juicio que enfrenta, por presuntos delitos de manipulación de testigos, fraude procesal y soborno en actuación penal y que, otra vez, fue suspendido tras una acción de tutela interpuesta por su defensa, que ha logrado postergarlo de manera sistemática a través de los años. Nos quedamos sin ver cómo el aún principal líder de la oposición refutaría de manera presencial y personal los cargos, que ha calificado de “infames”.
Por lo pronto ha decidido recusar a la juez del caso y declararse víctima de una persecución política. Cuando la justicia no nos favorece, hay que atacarla y desprestigiarla. Es vieja táctica de líderes políticos cuestionados que personajes como Donald Trump utilizaron con cínica maestría y en la que Álvaro Uribe también es ducho. Cuando hace casi diez años la Corte Suprema le dictó medida de aseguramiento su respuesta “fue intentar dinamitar la legitimidad del tribunal”, como recordó en estos días un editorial de El Espectador.
Desde entonces no han cesado su campaña contra la Corte ni sus maniobras dilatorias, que convirtieron este proceso penal en uno de los más interrumpidos y polémicos de la reciente historia judicial del país. Además de ser el primero contra un expresidente de la República, lo que lo carga de connotaciones políticas que recalientan un ambiente ya lleno de tensiones. Vale la pena recordar algunos de sus altibajos.
El caso se remonta a la denuncia que en 2012 formuló Uribe ante la Corte Suprema contra al senador Iván Cepeda, a quien sindicó de complotar con falsos testigos para involucrarlo con el paramilitarismo. Denuncia que se le devolvió como un bumerán cuando la Corte archivó el proceso contra Cepeda y pidió investigarlo a él y a sus abogados por presunta manipulación de testigos para enlodar a Cepeda y exonerar al exmandatario. Luego vino la detención preventiva de Uribe por orden de la Corte, la renuncia a su curul en el Senado para no ser investigado ni juzgado por este tribunal, las revelaciones sobre su “abogángster” Cadena, las gestiones de su fiscal amigo Barbosa, amén de otros sobresaltos jurídicos, hasta su nuevo llamamiento a juicio y la rápida recusación de la juez que lo profirió por parte de la defensa que lidera el rubicundo doctor Granados.
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Además del aspecto jurídico, el largo y accidentado juicio a Álvaro Uribe tiene un trasfondo inevitablemente político. Lo legal, como lo explicaba el viejo Marx, es la expresión de más profundas realidades sociales y económicas y la postura de Uribe evoca los “procesos de ruptura” a los que acudían los revolucionarios europeos de hace un siglo cuando no aceptaban la validez del tribunal que los juzgaba y en lugar de defenderse con las leyes vigentes optaban por la denuncia política de sus acusadores.
Uribe no ha renunciado a defenderse ni a acudir a la opinión pública para ambientar su causa. Y lo hace a su manera. La afirmación de que Maduro le puso precio a su cabeza, por ejemplo, es un hábil recurso que le granjeará no poca simpatía en un país donde el dictador venezolano figura como el personaje internacional que los colombianos más rechazan.
Pero hay que esperar a que el proceso siga su curso sin tantas maniobras y dilaciones. Con todas las garantías de imparcialidad y transparencia y sin dejarse influir por el ruido mediático que lo rodea. Para ver si por fin el país logra conocer toda la verdad sobre el caso y la justicia dice la última palabra. Para, gústenos o no, acatar su veredicto y dejar atrás este penoso episodio. Se demorará, me temo.
P.S.1: Con un hueco fiscal de doce billones, es apenas lógico que las Iglesias también paguen impuestos como propuso MinHacienda. No hay razón para que no tributen sobre sus múltiples negocios comerciales no relacionados con la fe. No será fácil, porque el lobby eclesiástico es algo serio y el Gobierno no parece tener la fuerza para meterse en esta pelea.
Asombra en todo caso que haya más de diez mil iglesias en Colombia exentas de la mayoría de impuestos y muchas de ellas sean contratistas en temas educativos y asistenciales. Así como molesta ver a tanto pastor cristiano metido de lleno en la política, haciéndose elegir y disfrutando de estatus privilegiados en un Estado que se supone laico y no confesional. O todos en la cama
P.S.2: El libro del difunto Gilberto Rodríguez Orejuela (presentado por editorial Aguilar como las Memorias secretas del jefe del cartel de Cali) es ilustrativo sobre cómo se gestó una poderosa organización narcotraficante de alcance global y de cómo fue la guerra a muerte con Pablo Escobar a fines de los ochenta. Un periodo especialmente brutal, marcado por el enfrentamiento entre los capos de la cocaína que casi descuaderna del todo a un país ya saturado de violencia.
El texto es obviamente exculpatorio y no contiene grandes “chivas”, pero sí muchos detalles sobre el talante y mentalidad de sus protagonistas. Y así, entre memorias póstumas de célebres bandidos, van apareciendo capítulos inéditos de la historia nacional que permiten entender mejor por qué estamos como estamos.