Editorial
En su discurso de investidura, Donald Trump dijo que “la era dorada de Estados Unidos empieza ahora”. Con tono revanchista y expansionista, explicó su visión del nuevo orden mundial: “Mi elección es un mandato para revertir por completo y totalmente una traición horrible, y todas las muchas traiciones que han ocurrido, para darles a las personas su fe de vuelta, su riqueza, su democracia y, sí, su libertad. A partir de este momento, el declive de América ha terminado”. Observándolo desde nuestro pequeño rincón del planeta surge una pregunta urgente: ¿cómo debe y puede Colombia manejar unas relaciones vitales, pero muy complicadas con ese Estados Unidos en pose arrogante?
La última vez que Trump fue presidente, Colombia solo se le pasó por la mente en un par de ocasiones. Una de ellas fue cuando amenazó con quitarnos la certificación en la lucha contra las drogas por el aumento en el número de cultivos. En aquel entonces, a la diplomacia colombiana le tocó maniobrar ante la realidad de que la Casa Blanca poco sabía sobre nuestro país. Fueron las viejas alianzas con congresistas de ambos partidos estadounidenses las que sirvieron para interceder en favor de nuestro país. Quedó, sin embargo, el mal sabor de que una relación tan importante para Colombia no fuera relevante en la agenda del entonces presidente.
En otro momento, John Bolton, consejero de Seguridad del presidente Trump, dejó ver una libreta donde había apuntado “5.000 militares a Colombia”. Lo hizo mientras el presidente estadounidense jugaba con la idea de invadir Venezuela para responder a la dictadura. El gesto, que como tantos otros en esa administración no fue más que un globo al aire, dejó a la diplomacia de nuestro país confundida y consternada. ¿Cómo explicar ese tipo de indirecta? ¿Acaso estábamos siendo cómplices en la planeación de una invasión?
Ambos contactos muestran que Colombia sigue entendiéndose como un espacio de guerra, ya sea para luchar contra las drogas o como base militar para los intereses de los halcones estadounidenses. Una lástima, porque Estados Unidos sigue siendo nuestro primer socio comercial y en las presidencias demócratas se han construido lazos en proyectos de paz, de sostenibilidad y de lucha contra la desigualdad. El tono, sin embargo, acaba de cambiar.
Trump ha prometido tomar un rol global mucho más determinante. Conocido por su interés en no intervenir en conflictos, en esta ocasión la creciente influencia de China en América Latina ha hecho que nuestra región cobre relevancia. El nombramiento de Marco Rubio como secretario de Estado, un radical obsesionado con Cuba y Venezuela, aliado de mandatarios de derecha y ultraderecha, anuncia que los ojos se posarán sobre Colombia y que demandarán lealtad a su proyecto. Como hay desconfianza sobre todo lo que sea izquierda, el gobierno de Gustavo Petro, que apoyó a Kamala Harris, empieza con pie izquierdo.
El reto de la Cancillería, en adelante en las manos inexpertas de Laura Sarabia, será navegar la incertidumbre sin perder los principios de nuestra democracia. Colombia no podrá ser cómplice de los abusos de autoridad que pasarán bajo Trump, pero al mismo tiempo necesita encontrar puntos de acuerdo en asuntos de mutuo interés para seguir con nuestra alianza estratégica tradicional que, hasta el momento, ha logrado ser bipartidista en Washington. Es un acto de malabarismo muy complejo para los próximos años, y más sin saber cuándo y por qué nuestro país se le pasará por la mente a Donald Trump.
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