Un viento fuerte apellido Fischer

Bobby Fischer, el campeón perseguido por darle gloria a su país jugando ajedrez

Por Óscar Domínguez Giraldo

Los ajedrecistas no mueren, enrocan largo. Es lo que hizo un día como hoy, 17 de enero, a los 64 años, – uno por cada casilla del tablero- el ex campeón mundial de ajedrez, Bobby Fischer.

 Para sus audacias ajedrecísticas, lo ayudó un coeficiente intelectual superior al de Albert Eistein, paisano de sus padres judíos, lo que no le impidió ser un antisemita declarado.

Madrugó a ser genio. Aprendió a jugar leyendo un manual de ajedrez, algo tan exótico como aprender trigonometría devorando libros de taquigrafía.

En esos primeros teterados ajedrecísticos  hizo el prekinder que lo llevaría a ser campeón de Estados Unidos a los 14  años. A los 15  era Gran Maestro.

En plena “guerra fría” la  cuerda le alcanzó para arrebatarles la hegemonía ajedrecística a los soviéticos.

Ganó el campeonato mundial y luego se refugió en el olvido como una marchita diva del cine mudo. La FIDE se resistió a sus exigencias y el de Chicago prefirió el anonimato a la indignidad de recular. No estaba litigando en causa propia sino en la de sus colegas que consumen la vida exprimiendo jugadas posibles e imposibles.

Jugaba con la fuerza acumulada de los vientos de su terruño. Era un virtuoso a la hora de atacar o defenderse.

De pronto salía de su ostracismo voluntario y aparecía en internet jugando desconcertantes partidas. ¿Cómo saber que era él? Porque nadie podría jugar a tan alto nivel concluyeron colegas suyos que siguieron el rastro de sus partidas.

Estados Unidos lo utilizó primero y luego lo desechó, como un clínex. El FBI lo persiguió para meterlo en la guandoca por el “crimen” de ganar plata jugando ajedrez en un país que no contaba con el beneplácito de Washington.

La aldea global se levantó contra el exabrupto. Para salvarlo de la extradición a su país, una japonesa, Miyoko Watai, la Yoko Ono de Robert James, hizo el papel de su vida y se casó con el hombre que confundía el amor con un policía acostado.

La pareja voló a Islandia y el tesoro gringo se quedó con las ganas de ordeñarle a Fischer dólares para sus inútiles guerras.

“Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez”, solía decir quien le dio estatus a este deporte que le debe mucho de su masificación.

Cuando disputó el match contra Spassky (julio de 1972) había fiebre de ajedrez a 40. La radio transmitía en directo las partidas. El maestro Boris de Greiff lo hacía por Caracol, Emilio Caro lo hacia por RCN,  y yo, un aprendiz al lado de los trebejistas mencionados, lo hacía por Todelar. Ganas me daban de decirles a mis oyentes que debían escuchar a Boris y a Emilio, pero me abstuve por fidelidad a los Tobón que me pagaban la quincena.

Ningún juego inventado por el hombre le lustra los zapatos a éste  que vino a lomo de cobra desde la India que no solo inventó el juego sino que tiene de nuevo campeón mundial.

El excéntrico que se me parece al jugador de la novela La Defensa, de Nabokov, o al de La  novela del ajedrez, de Stefan Zweig, sacó el ajedrez del clóset. Cuando irrumpió  en el mundo blanco y negro, los ajedrecistas, como los poetas, eran bohemios, feitos, mal vestidos, olían maluco, vivían con el almuerzo embolatado. Ahora hablan duro económicamente antes de sentarse al tablero.

De Bobby, para sus amigos que se podía contar con los dedo de una mano  y sobraban dedos para ponerle la mano al bus, dijo su derrotado  rival en la fría Reykiavik, Islandia,  Boris Spassky, que “es una persona que hace todo contra sí mismo”.

Vivió furiosamente, a la enemiga, sin hacer concesiones.  Renunció a la ciudadanía estadounidense. Al presidente Bush no lo bajaba de “criminal”. Se alegró con el atentado del 11 de septiembre contra las torres mellizas. Fue rebelde con y sin causa dentro y fuera del mundo blanco y negro.

En Reykiavik se hizo campeón y allí coronó su parábola de vida. Al final de sus días tenia un remoto parecido con Walt Whitman a quien seguramente nunca leyó. Solo le interesaba todo lo que tenía que ver con ese juego en el que “se odian dos colores”. Que la diosa Caissa, lo tenga muy a su derecha. Paz sobre sus 64 escaques.  (Líneas por pasadas por latonería y pintura).

Foto

Salón bautizado en nombre  de Fischer en el Club de Ajedrez Maracaibo del pasaje La Bastilla, en Medellín, segundo piso, sin ascensor. (odg)

La sexta

En opinión de los entendidos, la sexta partida por el mundial de ajedrez que jugaron Fischer y Spassky fue la mejor del match.

Sobre Revista Corrientes 4842 artículos
Directores Orlando Cadavid Correa (Q.E.P.D.) y William Giraldo Ceballos. Exprese sus opiniones o comentarios a través del correo: [email protected]

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*