Ana Bejarano Ricaurte
Alcancé a soñar esperanzada con una mujer a la cabeza del imperio. No solo ahora con Kamala Harris, sino hace ocho años con Hillary Clinton. Ambos espejismos son el resultado de la ingenuidad de creer que el avance de la causa feminista alcanzaba para eso: para poner a una mujer a dirigir el mundo, por lo menos la parte que nos toca.
Si algo demuestran los 24 años que hemos vivido de este siglo es que a cada conquista la sigue un retroceso estruendoso en otra parte del mundo. Mientras en Francia incluyen el aborto en la Constitución, en Afganistán confinan a las mujeres para que ejerzan menos derechos que un gato doméstico. ¿Será que vamos como el cangrejo?
El triunfo de Trump lo fabricó también la población femenina. Ellas tenían la fuerza para detenerlo y, al contrario, lo catapultaron. Un 52 % de las mujeres blancas prefirieron al expresidente. Fracasaron todas esas palpitaciones que reivindicaban la amenaza contra el aborto como la causante de una brecha de género que desangraría la campaña de Trump. Nada de eso pasó. Muchas apoyaron la inclusión del aborto en sus constituciones estatales e igual votaron por MAGAland.
Tampoco pareció importarles el Proyecto 2025, que sinuosamente empujan varios de los aliados estratégicos de Trump, un mapa para imponer un Estado de vigilancia y privación absoluta de las libertades sexuales y reproductivas de las mujeres, entre otras distopías. Donald lo niega, pero muchos nos comemos las uñas mientras esperamos a ver si pondrá a sonar esa partitura para el fascismo.
El evangelismo político permitió además esparcir la palabra de Trump en comunidades de todos los colores, incluyendo a la masa de latinos que se mudaron del Partido Demócrata al Republicano a punta de rezos y de llamados para la protección de la familia tradicional, con todos los peligros que ese estribillo representa para la igualdad entre los géneros.
El patriarcado y sus mandatos sobreviven también —a veces especialmente— en virtud de las mujeres que lo impulsan. Por eso no se trata de una guerra entre los sexos o los géneros; las bases que avivan a la ultraderecha en el mundo albergan millones de mujeres instrumentalizadas para evitar su propia liberación.
La proliferación de discursos de odio gracias al aparato mediático de Trump sirvió para legitimar las voces de los incels y odiadores profesionales, cuya consigna es la misoginia. Incels es el nombre que las redes sociales les han dado a los célibes involuntarios para significar una subcultura compuesta por hombres jóvenes llenos de rabia contra las mujeres y el avance de sus derechos, avalados por el anonimato del mundo digital y hastiados de la corrección política que en su cabeza busca eliminarlos. Son los mismos que también aportaron al triunfo de Javier Milei en Argentina, un incel de 54. Ese engranaje de comunicaciones no hubiese sido posible sin Elon Musk, el nuevo mejor amigo del recién elegido presidente y el incel más poderoso del mundo.
En diferentes campus universitarios de los EEUU aparecen con mayor frecuencia discursos de odio justificados bajo la sombrilla de la libertad de expresión. Acá se exhiben dos pancartas en la Universidad Estatal de Texas: “la homosexualidad es pecado”, “las mujeres son propiedad”. Esta manifestación tuvo lugar un día después del triunfo de Trump. Tomado de: San Antonio Express News.
Ahora, dueño de todas las ramas del poder público, Trump podrá cumplir su promesa de promover una prohibición federal del aborto y quién sabe qué otras restricciones.
Y el asunto le importa a todos los feminismos del mundo porque las políticas públicas del gigante americano han impulsado la libertad sexual y reproductiva de las mujeres en tantos otros países. Tan solo como ejemplo, lo que ocurra allá determinará muchas otras luchas.
En todas partes del planeta se les hace agua la boca a los acólitos del neofascismo con el renacer de Trump. Se ven ansiosos y ansiosas por traducir el discurso antiderechos a sus propias realidades, por avivar odios y esparcir mentiras para comprar el corazón de sus electorados.
Lo saben las feministas gringas y lo dijo hace casi ochenta años en El segundo sexo Simone de Beauvoir: “No olviden jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa, para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos. Deben permanecer vigilantes durante toda su vida”.
La lucha es perpetua y ninguna conquista es suficiente razón para descansar. Así será por lo menos para nosotras, nuestras hijas y varias generaciones después. Si algo demuestra el resultado de las elecciones en Estados Unidos, sumado a otros acontecimientos recientes en el mundo, es la urgente necesidad de la causa feminista.
En esa urgencia serán necesarias nuevas estrategias para comprender a los incels del mundo: entenderlos para desarmarlos. Tendremos que tender el puente con los depredadores, los misóginos, esos que ponen presidentes. Antes de que venzan en su cruzada.
A Trump le tienen sin cuidado los temas feministas, como los religiosos. Para él son simples monedas de cambio. El problema son los fanáticos que lo rodean y los que lo admiran en el mundo; los que sí creen en el retroceso real. Ellos no se detendrán. Pero nosotras tampoco.
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