El reciclarte a media asta

Galgó en un festival de la revista El Malpensante Odg

Por Óscar Domínguez Giraldo

El cuyabro Guillermo Gómez, Galgó, no podía ver una basura haciendo nada porque la volvía arte. «Dadme una basura y moveré el mundo», era el credo de este Arquímedes moderno que se tomaba todas las ferias para fabricar y vender sus creaciones. Un buen día, este artista del reciclaje se despidió del mundo y de sus lapsus.

Todo lo hacía  ante los ojos del respetable público que terminaba su obra admirándola. O comprándola. O ambas cosas. Su arte estaba al alcance de cualquier bolsillo. Si no tenía con qué pagarla, se la regalaba. O le prestaba la plata. Su fuerte no era el dinero.

Sabía que cada día tenía su mañana. Por eso solo se ocupaba del hoy, de la siguiente hora.

Los últimos tiempos fueron difíciles para el empedernido trotamundos quindiano que murió de cáncer. De ñapa, una polio galopante lo puso a caminar a un centímetro por hora. Demoraba una eternidad movilizándose en  muletas desde su apartamento hasta la bogotanísima torre de Colpatria donde trabajó hasta el final.

Nunca se quejó, así el dulce se le pusiera a mordiscos. En vez de quejarse prefería camellar. Con la quejumbre no se paga arriendo.

Fue el único en el mundo que se daba el lujo de poner a trabajar gratis para él a Julio Mario Santodomingo y a Carlos Ardila Lulle. Con los envases de lata que ellos producían, Galgó hacía sus ficciones.

Inventó el «reciclarte» de una costilla de la nada. Definía su oficio así: arte de trabajar con material reciclable en una sola pieza. 

Así como algunos estudian desde chiquitos para ser presidentes o reyes de burlas, Galgó se preparó para ser artista desde el 12 de enero de 1946, cuando mamá cigüeña lo trajo.

«Soy el gocetas mayor del Cartel del Gozaderal», notificaba a manera de epitafio anticipado en su refugio artístico del barrio Santa Fe, en Bogotá, donde lo conocí.        

Fans suyos como los maestros Germán Arciniegas, Eduardo Mendoza Varela y  Dicken Castro, no salían de su estupor al ver cómo ante sus ojos cualquier lata se convertía en dragones, búhos, perros, gatos, o pelícanos.

«El arte tiene que ser público. Abajo las  galerías», tronaba Galgó, a quien ayudaba de su condición de ambidextro. Tenía el cielo asegurado: con cualquiera de las dos manos se persignaba. Para él  era igual quedar a la diestra o a la izquierda de Dios. Que no tiene presa mala, dicho sea de paso.

Su mano izquierda no ignoraba lo que hacía su derecha.

Para ejercer se ayudaba con una diminutas  tijeras chinas de 200 pesos adquiridas en cualquier almacén «agáchese».

«El arte no se patenta. Se firma», era otra de las certezas de Galgó. Le gustaba tanto su oficio que era el primero en  disfrutarlo. También en el arte la caridad entra por casa. El último reciclarte que salía de sus manos brujas era siempre el primero.  

Lo proclamaba toda su obra que se mecía altanera en su casa-taller, sobre una terraza, al sol y al agua, en bidés de colección, en chatarra vuelta  arte. El tiempo – Dalí empírico- colaboraba con el maestro Galgó y se encargaba de la poner la pátina que tenían muchos de sus cachivaches.

No era pobre. Es un rico sin plata. Era un Midas-rey del rebusque que volvía belleza cualquier desecho. Y platica. No sólo del arte vive el hombre.

En Montmartre, en París, donde estuvo alguna vez trabajando, dejaba lela a la tribu de turistas  de cámara Kodak que veían cómo de sus manos iban saliendo todos los  animales del arca de Noé.

Era  un poeta con las manos. Un  repentista del arte. Lo creaba como soplando y haciendo botellas.

Su viejo cómplice Héctor Arango, líder del Cartel del Gozaderal, recordó esta frase de Mirabeau que Galgó convirtió en proyecto de vida: “No poseo nada, pero tengo muchas deudas. El resto se lo dejo a los pobres”. Paz sobre su reciclarte. (Líneas pasadas por latonería y pintura).

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