Enrique Santos Calderón
Si el debate del pasado martes entre Donald Trump y Kamala Harris resultara tan decisivo como han pronosticado no pocos comentaristas americanos, Estados Unidos tendrá en noviembre la primera mujer presidente de su historia. Una mujer que pertenece, además, a una minoría étnica afro-india, lo que señala el tamaño del vuelco en la política de la primera potencia mundial.
No me cabe duda de que Kamala ganó el debate y de que un triunfo suyo en las presidenciales confirmaría que la democracia estadounidense mantiene su vitalidad y capacidad de renovación. Más allá de su polarización interna, problemas externos y de los lúgubres diagnósticos de Trump, que en el debate no hizo sino repetir que su país estaba en la olla y que la candidata demócrata acabaría de destruirlo si llega al poder.
En televisión son claves los rostros e imágenes y aquí el contraste no pudo ser más claro. Un Trump colorado, alterado y gruñón, al que se le notó la edad, frente a una adversaria relajada y sonriente, 19 años menor, que lo miraba con una expresión entre burlona e incrédula por todas las falsedades y bestialidades que soltaba. Los factcheckers le contabilizaron 33 mentiras y a Kamala una inexactitud, sobre el nivel de desempleo al final del gobierno de Trump.
Yo me temía lo peor, recordando el desastroso debate con un presidente Biden inseguro y ausente que fue apabullado por su impetuoso contrincante republicano. El perfil por lo general discreto y poco combativo de Kamala también preocupaba a muchos demócratas. Pero qué va. Volteó la torta, arrancó duro y le apuntó al ego de Trump. Con tanto acierto que lo puso a la defensiva y a dedicarse al fatigante autoelogio al que es tan proclive. Harris fue irreverente y mordaz y Trump mordió todos los anzuelos que le lanzó. Una pulla que tuvo que llegarle hondo fue cuando le hizo saber, más de una vez, que altos mandos militares le habían comentado que él había sido una “desgracia” como comandante en jefe.
Los analistas gringos coinciden en que perdió el control cuando le dijo que en sus mitines la gente se salía por aburrimiento. Trump ahí se descompuso. Y en lugar de cuestionar los puntos discutibles o ambiguos del programa de Kamala, se dedicó al ataque personal. Y a la reiteración de un ideario fascistoide que pasa por deportación masiva de millones de inmigrantes, cierre de la frontera sur, agresivo proteccionismo y persecución anunciada de adversarios políticos. Para no hablar de otra barrabasada que le salió cara: decir que en Estados Unidos había gente con tanta hambre que se comía a sus perros y gatos. Ella se rio de buena gana y supo cobrársela.
Pero lo más significativo fue la madera presidencial que demostró la candidata demócrata. Despejó cualquier duda con su desempeño en ese crucial cara a cara y con razón pide un segundo debate, al que Trump le ha sacado el cuerpo con el argumento de que ella quiere repetir porque sabe que perdió el primero. Insólito, pero Trump es Trump y Kamala logró que se mostrara tal cual es. Dejar que se autodestruya, le habían aconsejado.
Un hecho diciente es que en las horas siguientes al debate, que vieron más de 67 millones de personas, a la campaña de Harris le llovieron donaciones por 47 millones de dólares. Debió dolerle al candidato republicano que tanta gente esté apostando tanto en su contra. Pero la peor noticia para Donald fue que Taylor Swift se fuera con Kamala, llamara a los jóvenes a registrase para votar y más de 350 mil lo hicieran al otro día. Un apoyo entre la juventud que podría resultar determinante.
Pero ojo con triunfalismos. La carrera sigue cerrada y entre la gente que vota en USA pesa mucho el patriotismo agresivo, el evangelismo conservador, el racismo (latente o patente) y el desprecio por los extranjeros pobres. Además de que no faltan sectores sociales que aún no conciben a una mujer de color como su presidenta.
Sabemos que si Trump pierde armará bronca y gritará que otra vez le robaron la elección. Y si logra que sus seguidores vuelvan a marchar sobre el Capitolio tendría la razón: Estados Unidos está en la olla.
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Desconcertante y preocupante la última alocución televisada del presidente Petro. Que no fue propiamente una alocución directa sino el refrito de un discurso pasado. Deshilvanado e inconexo, fluctuante entre el tremendismo, el confusionismo y un populismo con toques paranoides. Para algunos, como el escritor Ricardo Silva Romero, fue simplemente “cantinflesco”.
Pero no dejan de ser inquietantes tantas alusiones a que lo quieren tumbar y matar; a que la orden está dada y que el complot está financiado por los narcos, con la complacencia de una oligarquía golpista. Palabras mayores en un jefe de Estado que debería estar más concentrado en tranquilizar al país y armar el tan invocado acuerdo nacional para facilitar sus reformas. Pero más le puede su vocación contestataria y pugnaz.
Resulta deprimente su insistencia en que aquí no vivimos en una democracia sino en un Estado asesino, lo que obliga a preguntarse cómo es posible entonces que hubiera llegado al poder un líder de la izquierda radical como él. Pero inquieta no solo el contenido de la intervención sino la forma desordenada y dispersa como la comunicó, no exenta de trabas de vocalización poco comunes en tan fogueado orador. Brincó de Bernardo Bertolucci a Francisco Franco, de Jurgen Habermas a Sun Yat-sen, de Antonio Nariño a Salvador Allende, en una enmarañada cátedra de historia patria y universal que confirmó que es un hombre tan ilustrado como disperso.
Se me quedaron algunas frases: “no nos vamos a dejar matar”, “no estoy paranoico”, “soy el último mohicano del M-19”. Deslizadas en medio de veladas exaltaciones de la resistencia armada y la lucha de clases, que retratan bien su estado ánimo actual. El de un gobernante que se siente aislado y proyecta agudo pesimismo. Por mi parte, estoy seguro de que Petro terminará su mandato. Pero no apuesto a que Colombia vuelva a elegir un presidente de izquierda en 2026. Es la moraleja del cuento.