Otraparte. Elogio de mis taitas

Luis M. Domínguez y Genoveva Giraldo en el registro fotográfico el día de su matrimonio. Foto archivo familiar ODG

Por Óscar Domínguez Giraldo

Como amigos, mis padres eran dos septiembres que caminaban. Eran bellos, íntegros, trabajadores, católicos de amarrar en el dedo gordo. No les daba pena decir que eran liberales. Ninguno de los dos pasó de quinto elemental.  Luis María, transportador, y María Genoveva, costurera, eran tocayos medios.  Compartían el mismo atravesado signo escorpión.

Cupido hizo de las suyas el domingo que se toparon en el camino de herradura en Montebello, Antioquia, terruño de ella. Él le picó arrastre: ¿Para dónde va, señorita? La tímida Julieta respondió: A clase de corte y confección. El apuesto Romeo presentó su pliego de peticiones: Aprenda a coser para que me haga los pantalones. 

Ahí fue Troya. Terminaron casados de riguroso negro (foto), en la madrugada. Lo hicieron con otras parejas. Era la moda. El arquitecto belga Agustín Goovaerts construyó la iglesia de Montebello donde se hicieron leer la epístola de Pablo.

La luna de  miel se consumó ¡en casa del novio! en Santa Bárbara. Por orden de la abuela Rosa, la mayor de la culecada, Aura, recién casada, acompañó a su hermana para prestarle los primeros auxilios en caso de necesidad. Le indicó a mi madre cómo iba el agua al molino sexual. 

En las casas de mis padres se tenían confianza para criar hijos, siguiendo el mandato bíblico: en la del varón domado fueron diez. En la de Genoveva, nombre clonado de la novela de Cristóbal Schmid, hubo  13 hijos y cinco “novedades”.

Finalmente, nuestra Coco Chanel montañera nunca le hizo los pantalones a su impetuoso casanova pero sí nos confeccionó la ropa a los seis petacones que seguimos en circulación. Claro, con la complicidad de  la sinfonía que salía de la máquina Singer que le puso banda musical a nuestra niñez. Todavía tenemos el hermoso arte-facto, herencia de mamá Geno, que se preguntaba cómo nos la íbamos a repartir.

Lo que es un misterio de la Santísima Trinidad para todos en casa  es cómo mi padre, que apenas cursó primaria, escribía con tanta solvencia, sin darle golpes bajos a la gramática. Más que escribir, dibujaba las letras con encabador y tinta negra. En cada metáfora se jugaba el pellejo. Su prosa centenarista hacía subir a la novia por las paredes de sus ganas. 

Conservamos una veintena de cartas y telegramas que se cruzaron. De 1941 es este telegrama de Luis María: Ausente de ti espero camino triste añoranza. Y como  el hombre desertó un tiempo, María Genoveva lo atrajo al redil con este trino (¡): Tu silencio no opónese recordarte.

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