Es difícil no tener la impresión, viendo los dos años transcurridos de este Gobierno, de que Gustavo Petro ha desperdiciado oportunidades únicas. Los que teníamos ojos ya habíamos visto en su Alcaldía mediocre las señas claras de lo que era Petro en el poder: su demagogia barata, su populismo ramplón y, sobre todo, su incapacidad incorregible para el arte difícil de llevar las ideas a la realidad. Pero yo tenía la esperanza ―uno tiene sus momentos de idealismo― de que la llegada a la Presidencia lo transformara de alguna manera imprecisa, o por lo menos le susurrara al oído las razones por las que a muchos nos pareció buena noticia su elección: porque la elección de su oponente, un corrupto vacío de contenido cuyo carácter insulso le iba a servir de instrumento a nuestra derecha más rústica, podía poner en peligro la correcta implementación de los acuerdos de paz de 2016.
Los acuerdos resistieron durante cuatro años los embates hipócritas y taimados del Gobierno de Iván Duque, un personajillo frívolo que se vio de repente embarcado por mano ajena en la Presidencia de uno de los países más complejos del mundo. Yo recuerdo como si fuera otra vida los primeros meses de su Gobierno, cuando parecía posible que Duque se convirtiera, como se dice en inglés, en su propio hombre. Pronto fue evidente un temperamento reaccionario en el fondo, débil frente a los poderosos y arrogante frente a los humildes, y sobre todo desconsiderado e indolente: incapaz de lidiar con el dolor y las preocupaciones de este país donde nunca faltan en las vidas de las gentes ni preocupaciones ni dolor. El intento por pasar una reforma tributaria que gravaba los servicios funerarios en plena pandemia es una metáfora perfecta de su ceguera moral, o de su incapacidad para recordar que la primera tarea de un gobierno es hacerles la vida más fácil a los que la tienen más difícil. Si esto no está en lo más alto de las prioridades, vivir en sociedad no tiene mucho sentido. Pero tal vez ni él ni los suyos están de acuerdo en esto que para mí es evidente.
Los acuerdos de paz eran parte de esto. Yo todavía recuerdo esas imágenes que algunos celebramos porque muy poco tiempo atrás nos habrían parecido inverosímiles: las habitaciones del Hospital Militar vacías de soldados heridos o mutilados; una mujer chocoana que contaba con lágrimas en los ojos que se había sentado en frente de su casa, en una silla de plástico, para ver cómo se hacía de noche sin miedo a una bala perdida. Sí, los acuerdos de paz alcanzaron a cambiarle la vida a la gente. Las cifras lo decían: el año siguiente a la firma fue el más pacífico en lo que iba del siglo. Pero Colombia es un país raro donde ninguna buena acción queda impune, y los colombianos eligieron el Gobierno que prometía corregir o revisar aquellos acuerdos exitosos, y a una buena parte de mis compatriotas le pareció bien su desmantelamiento o su sabotaje. Dije entonces y sigo diciendo ahora que les faltó información, sí, pero también imaginación: imaginación para entender lo que la vida sin guerra les había hecho a miles de personas.
Cuando el Gobierno de Duque acabó en el desprestigio de su partido, nos preguntamos qué iba a pasar con los acuerdos de paz. Estaban blindados jurídicamente, pero unos acuerdos tan grandes y tan importantes pierden fuelle si no cuentan con el apoyo, aunque sea tácito, de la ciudadanía. Entonces la opción que se llamó de centro ―y que era en realidad una socialdemocracia humanista, demasiado sensata y mesurada para este país colérico― se estrelló contra las montañas, víctima del error humano y de la polarización ambiente; y a los defensores del proceso de paz no nos quedó más remedio que preferir a Petro: no por él, sino por los que lo rodeaban. Se asentó la idea de que Petro podía haber sido un alcalde incompetente, incapaz de gestionar absolutamente nada y proclive a enfrentar a los colombianos con su retórica pendenciera, pero que por lo menos caería en la cuenta del logro enorme que fueron los acuerdos del Teatro Colón.
Y no fue así. En lugar de poner el peso del Gobierno detrás de la implementación de los acuerdos, en lugar de poner la palabra del Gobierno a recordarles a los colombianos la validez de los acuerdos, Petro se dedicó a denigrarlos o a menospreciarlos mientras embarcaba al país en la aventura improvisada de la paz total. El nuestro es un tiempo de narcisismos: Donald Trump, Boris Johnson y Javier Milei son ejemplos de libro de texto. Pero luego habría que hablar de la megalomanía que hace falta para, en lugar de construir sobre los logros existentes, desatenderlos hasta dejar que se mueran de inanición simplemente porque son el logro de otros. Ya se les habrá olvidado a muchos la triste visita que el padre Francisco de Roux le hizo al expresidente Uribe para recibir su declaración en el marco de la Comisión de la Verdad. Las preguntas que le hizo el padre al expresidente, y que yo no logro quitarme de la cabeza, fueron tan simples como precisas: ¿Por qué, en lugar de avanzar sobre lo conseguido, las cosas se enredaron? ¿Por qué se decidió convertir los Acuerdos de paz en una razón de conflicto?
La historia tiene sentido del humor: en cierta medida, las mismas preguntas se le podrían hacer hoy a Petro. Tuvo la oportunidad de usar los acuerdos con las FARC para hacer avanzar un proyecto de país; prefirió dejarlos para que se buscaran la vida como pudieran y dedicarse a lo suyo, que era más ambicioso, más grandioso, más acorde con la imagen desmesurada que Petro tiene de sí mismo. Pero, como todo en Petro, la altura de su discurso era tanta que su capacidad de trabajo tenía que empinarse para alcanzarla. Y no lo logró: porque Petro no tiene ni sentido de la disciplina, ni capacidad de gestión, ni control sobre sí mismo; pero sobre todo porque a Petro, en realidad, le importan menos los hechos que la retórica. Por eso no le parece contradictorio decirse defensor de los derechos de las mujeres y meter a su Gobierno a predicadores antiabortistas o maltratadores conocidos, ya no digamos nombrar a una mujer en un cargo importante y luego rotular a las periodistas mujeres como “muñecas de la mafia”.
Y los que han puesto atención, salvo que no hayan podido quitarse las anteojeras ideológicas, se habrán dado cuenta de que el resultado es catastrófico. Bajo los esfuerzos fallidos de la paz total, el país ha descendido a niveles de violencia que no se habían visto en siete años. La palabra desgobierno ya no parece una exageración de la derecha mediática. Y es una lástima. Ocho años después de su aprobación tormentosa, que casi nos rompe como país, a mí me sigue pareciendo que los acuerdos del Teatro Colón son un espacio de esperanza y algo parecido al orgullo. Los acuerdos fueron fruto de estudios serios de los conflictos de medio mundo, de propuestas responsables basadas en Derecho Internacional, de estrategias medidas al milímetro después de la observación de la realidad siempre contradictoria del país menos visible, y de años y años de negociaciones que sobrevivieron a las calumnias groseras e imperdonables del uribismo. No sé si alguien esté a tiempo de recuperarlos.
Juan Gabriel Vásquez es escritor.