Por Eduardo Durán Gómez
Me encontré a Rodolfo Hernández hace unos dos meses. Me saludó con una sonrisa que le envolvía el rostro. Asombrado con esa actitud, sabiendo del delicado estado de su salud, le pregunté cómo seguía; me contestó con un tono certero que le habían practicado cinco operaciones y que tendría una más, en la que le extirparían parte del hígado. Su sonrisa no se opacaba con el relato, y agregó “estoy vivo y estoy listo, y seguiré dando guerra”.
Rodolfo Hernández supo combinar su vida con varios elementos que le señalaron el éxito: Inteligencia, audacia, sencillez y determinación en sus propósitos.
Había nacido en un hogar sencillo de Piedecuesta, en donde le inculcaron una dedicación al trabajo sin ninguna clase de limitaciones. Cuando siendo un párvulo, su mamá lo llevó a unas honras fúnebres en la Iglesia de San Pedro Claver de Bucaramanga, y mientras todos despedían al difunto al son de las letanías, él no quitaba los ojos de la inmensa torre que se levanta en la imponente edificación, lo que le condujo a pensar constantemente en poder saber cómo era posible que esa mole se sostuviera sin que pasara nada.
Todas esas meditaciones lo llevaron a entender que era cosa de los ingenieros, quienes proyectaban con cálculos matemáticos el sostén de la edificación, para que no se cayera nunca, y el asombro lo llevó a deducir que lo que quería era ser ingeniero y se las ingenió para que su mamá le secundara la idea y lo llevara unos años después en un bus hasta Bogotá, para presentarse en la universidad Nacional.
De ahí en adelante, su cerebro no descansó. Quería hacer carreteras, casas y edificios, y se paseaba por las calles dando clases de sentido común, acompañado de un lenguaje del cual salían toda clase de expresiones provincianas, callejeras y hasta simples, porque quería siempre hacerse entender de todo el mundo, y a ellas agregaba refranes y dichos, que le hacían reafirmar sus expresiones.
Su optimismo y su sonrisa no desaparecieron nunca, así hubiera tenido que padecer duras y crueles realidades “mientras pueda tener un pie en la tierra estaré luchando hijueputa” le oí decir un día en sonora expresión.
Y así logró ser un empresario de la construcción de grandes ligas, y acumular capital para muchos proyectos, hasta que consideró que en la política también podría actuar en beneficio de los demás, y se lanzó airoso a trabajar por su ciudad, y después a emprender una carrera presidencial que todo el mundo creía loca, pero en la cual logró 10.580.412 votos y llegó a un pasito de la presidencia de la República. Se murió Rodolfo; cayó un roble, pero dejó, a su manera, una gran lección. Socorro, su esposa, fue su fiel compañera en estas locuras que terminaban en razón.