Joseph Stiglitz (Gary, Indiana, 81 años) está entre las grandes voces heterodoxas de las últimas décadas. Nobel de Economía en 2001, es una de las figuras económicas más presentes en el debate público, donde se autodefine como un economista progresista, pero a favor de un capitalismo que cree que hay que reformar. Presidió el consejo de asesores económicos de la Casa Blanca en el primer mandato del demócrata Bill Clinton. Fue economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial. Y sigue al pie del cañón: con sus libros, combativos con cuatro décadas de neoliberalismo y sus consecuencias; y con sus charlas, como la auspiciada en Madrid por la escuela de negocios IESE y la Fundación Naturgy. Nada más terminar, conversa durante 40 minutos con EL PAÍS.
Pregunta. Estamos en un superaño electoral en el que, en cambio, se habla poco de economía. Las guerras culturales y lo emocional lo dominan todo.
Repuesta. Creo que la economía está al fondo. Son ya 40 años de neoliberalismo y ha sido un periodo muy duro para mucha gente. Sobre todo, por la desindustrialización, producto tanto de la globalización como del cambio tecnológico. La ideología ha imposibilitado que se hiciera lo suficiente para proteger a quienes se iban quedando atrás. Y ha creado, sobre todo en Estados Unidos, grandes grupos en los que domina la desesperación y en los que impera una sensación de que algo se ha interpuesto en su rumbo vital.
P. Donald Trump y otros políticos de extrema derecha están aprovechándolo en su favor.
R. Sí. En el caso de Trump no solo lo ha capturado, sino que también lo ha acelerado y ha logrado transformarlo en políticas identitarias. La política siempre ha ido un poco de identidades, pero ahora lo domina todo: o estás en el equipo A o estás en el equipo B; y lo que dice el otro bando está siempre mal. Las redes sociales lo han complicado aún más, porque permiten a cada uno vivir en un mundo diferente del resto.
P. La polarización…
R. Incluso si vives puerta con puerta, estás en una realidad completamente distinta. Si estás en el equipo A es probable que no te relaciones con personas del equipo B.
P. El neoliberalismo, suele decir, no ha dado lo que prometía. Paradójicamente, en cambio, ha crecido el voto a las formaciones de extrema derecha, no precisamente proclives a reformar en profundidad el modelo.
R. Tiene mucho de reacción emocional. Trump, por ejemplo, no es exactamente un neoliberal, sino un nacionalista que ha establecido una coalición entre quienes sienten desafecto y un grupo importante de empresarios. Es extraño, porque muchos de estos líderes empresariales solían estar a favor de la globalización. Pero ven en él una ocasión para bajar aún más los impuestos y para relajar las regulaciones. Es un oportunista que ha aprovechado la ocasión para crear una alianza entre quienes sienten desafecto y los milmillonarios.
P. Una coalición bastante antinatura.
R. Hay demasiados líderes empresariales únicamente centrados en su bienestar material y a los que no les importa hacer un pacto con el diablo. Su prioridad es bajar impuestos, incluso si eso acaba llevando a destrozar la democracia. Dicen: “No os preocupéis, le controlaremos. Sí, hace mucho ruido, pero nos aseguraremos de que se comporta de manera razonable”. Y, a cambio, consiguen beneficios fiscales o menos regulaciones ambientales.
P. ¿Qué hay de los votantes?
R. Hay varios elementos de persuasión. El primero es la identidad, la idea de que él [Trump], con esa actitud de chico malo, está “a favor de nosotros”, signifique eso lo que signifique. Hay, también, un punto de revancha y de que realmente creen que [su regreso] será positivo para la economía. Aunque la inflación ya está cayendo, ellos piensan lo contrario. Es lo que dicen las encuestas; mucha gente cree que su situación personal no es mala, pero su percepción sobre la economía en general sí lo es.
P. ¿Por qué se da ese fenómeno? No es único de EE UU, también en Europa lo estamos viendo.
R. Porque domina la narrativa sobre la realidad. Y aquello de pensar que los míos lo hacen mejor: que el presidente tiene un mal manejo de la economía y que yo debo ser la excepción.
P. ¿Cuánto cambiará la política económica si Trump gana las elecciones?
R. Creo que depende, en gran medida, de lo que ocurra con el Congreso. Si hay una mayoría demócrata, el cambio no será radical. Si, en cambio, hay una mayoría republicana, sí puede haber grandes recortes de impuestos y en partidas presupuestarias como las destinadas a ciencia, por ejemplo. Ahí sí podríamos ver cambios dramáticos. En todo caso, el mayor giro sería en política exterior: incluso con una mayoría demócrata, Trump tendría poderes para dejar de apoyar a Ucrania.
P. Francia está a las puertas de unas elecciones trascendentales, con la extrema derecha en cabeza. ¿Qué impacto tendría sobre la UE una victoria del partido de Marine Le Pen?
R. Su retórica ha sido muy nacionalista, euroescéptica y no precisamente cooperativa. Pero [la también ultraderechista primera ministra italiana Giorgia] Meloni, por ejemplo, se ha dado cuenta de que Italia necesita a Europa. Quienes más en riesgo están en Francia son los inmigrantes; no me gustaría encontrarme entre ellos si Le Pen gana.
P. ¿Tiene el ascenso de la extrema derecha en Europa raíces económicas? Hay quien apunta al descontento, los bajos salarios y la desigualdad como catalizadores.
R. Como en EE UU, operan dos fuerzas: la desindustrialización y el neoliberalismo. Tampoco se ha hecho lo suficiente por cerrar la brecha entre lo urbano y lo rural, y eso ha creado un caldo de cultivo que algunos han sabido aprovechar. En EE UU hemos tenido la mala suerte de tener a Trump, que ha sido muy efectivo. Quiere preservar lo que él llama “estilo de vida americano”, y la única forma que tiene de hacerlo es destrozar la democracia.
P. Aún no ha regresado Trump al poder y ya estamos inmersos en algo así como la antesala de una guerra arancelaria con China.
R. Por ahora es algo moderado, con mucho de retórica. No debemos hiperventilar: es difícil de imaginar una ruptura real, total, con China porque somos dependientes en minerales, en fármacos… Cuando hablas con gente de estas industrias, lo que dicen es que tomará entre cinco y diez años poder producirlos a escala [en Occidente]. Y, en todo caso, sería a un precio hasta un 40% mayor. Así que el escenario más probable es que no suceda nada dramático, porque en realidad nadie lo quiere.
P. ¿Está de acuerdo con gravar coches eléctricos, chips o paneles solares?
R. Hace poco hablaba con un inversor que está desarrollando una granja solar en EE UU y se quejaba de que, como consecuencia de los aranceles, el coste estaba siendo mucho mayor. Si queremos ir lo más rápido posible en la transición energética, debemos aceptar los productos subsidiados que vengan de China.
P. Uno de los argumentos esgrimidos es el de la protección de la industria local.
R. Creo que debemos desarrollar industrias propias, entre ellas de paneles solares, para no depender tanto de China. Pero hay que cerrar el círculo de una transición verde rápida y, a la vez, ser más resilientes. Y hay que diferenciar entre el corto plazo, en el que debemos aceptar estos productos subsidiados, y el largo, en el que tenemos que desarrollar nuestra propia industria, con más innovación o también con subsidios. Mientras tanto, si quieren darnos dinero para ser más verdes, debemos aceptarlo y darle las gracias [risas].
P. Le cito: “Ustedes los europeos no son conscientes de la paranoia que en EE UU tenemos con China”. ¿Por qué?
R. Sigue muy arraigada la idea de la China comunista. Durante 30 o 40 años estuvo la esperanza de que el comercio revertiría esto, pero ya no. Así que ese coco ha regresado con fuerza, al ver que no había opciones de reconvertir a Xi [Jinping]. Como ciudadano estadounidense, me preocupa la creciente influencia china en África o América Latina, y que no estemos influyendo allí con nuestros valores democráticos. Pero no en términos económicos: ahí solo me preocupa que seamos capaces de fortalecer la resiliencia de nuestra economía. Y eso no tiene necesariamente que ver con China.
P. Durante años la política industrial ha sido casi un anatema, desapareciendo incluso del debate público. En los últimos tiempos, en cambio, ha vuelto a la palestra.
R. Es una buena noticia: llevo 40 años abogando por ello.
P. Suele decir que el sueño americano ha sido más mito que realidad.
R. Los datos son muy claros: las perspectivas de vida de los estadounidenses dependen hoy, más que nunca, de la educación y de los ingresos de sus padres. Y, por primera vez, los ciudadanos empiezan a darse cuenta de ello. Para muchos no hay esperanza.
P. ¿Estamos a tiempo de salvar al capitalismo de sí mismo?
R. Lo estamos. Pero si Trump gana las elecciones y los republicanos se imponen en el Congreso, será mucho más difícil. La batalla no está perdida hasta que no esté perdida, pero si cumple lo prometido será difícil ganarla.
P. ¿Cómo valora la gestión económica de Joe Biden?
R. Ha hecho mucho y no se aprecia del todo. Ahí está, por ejemplo, la Ley de Reducción de la Inflación. Y ha bajado la pobreza infantil. ¿Ha hecho todo lo que yo quisiera? No. Me habría gustado ver una tasa sobre los beneficios caídos del cielo de las petroleras. Y tengo serias reservas con la reelección de [Jerome] Powell [al frente de la Reserva Federal]: no entiende las dinámicas económicas, ha subido demasiado los tipos de interés y no ha entendido el riesgo climático.
P. Cree, entonces, que la Fed se ha equivocado.
R. Tenía sentido normalizar los tipos de interés, pero no llevarlos hasta el 5%. Deberían estar bastante más abajo. El diagnóstico de los bancos centrales ha sido erróneo: creen que la causa de la inflación ha sido una demanda mayor que la oferta. Y no es así. Los tipos altos no han ayudado a solucionar la escasez de chips para fabricar coches o el alto precio del petróleo por la guerra en Ucrania. De hecho, han empeorado las cosas. Powell no es economista y no entiende las causas de la inflación.