Editorial
Un movimiento heterogéneo de nacionalistas, populistas, extremistas y antiliberales va dando forma a una inquietante alianza internacional de ultraderecha preparada para asaltar los principales centros de poder a escala global. Su próximo objetivo son las elecciones europeas del 9 de junio. En esta clave hay que entender la convención Viva 24, organizada por Vox como lanzamiento electoral. La crisis diplomática abierta por la intervención de Javier Milei en el acto ha opacado un cónclave en el que arroparon a los ultras españoles líderes como Viktor Orbán, Mateusz Morawiecki, Giorgia Meloni, políticos trumpistas o el ministro israelí para la Diáspora.
El cónclave sirvió para evidenciar la forma en que una galaxia heterogénea ha apartado sus contradicciones para priorizar lo que les une: romper los diques entre la derecha y la extrema derecha para alcanzar el poder e imponer su agenda política. Pero también presentar el manifiesto ultra para las elecciones: la preservación de “la identidad nacional y la soberanía de los Estados miembros”, la “subcontratación de la gestión de la inmigración” —como quiere hacer el Reino Unido en Ruanda, y Países Bajos tras la victoria del ultra Geert Wilders— y la “revisión del Pacto Verde”.
En Madrid coincidieron los Conservadores y Reformistas Europeos (ERC) del Parlamento Europeo, al que pertenecen Santiago Abascal y Giorgia Meloni, que apareció por videoconferencia al grito de “¡vivan los conservadores europeos!”, con otros líderes emblemáticos de ultraderecha como la francesa Marine Le Pen, presidenta de Reagrupamiento Nacional, cuya formación se integra en otra familia política en la Eurocámara, la de Identidad y Democracia (ID). “Vuestro partido, Vox, encarna el movimiento patriótico español con el que sé que puedo contar a nivel europeo para reactivar Europa”, dijo Le Pen en el acto.
Esa Europa pasa por mantener el ideal racial de un continente blanco de familias cristianas y heterosexuales, convertidas nada menos que en causas de defensa nacional. Esa base común y su ambición de poder permiten neutralizar todas las contradicciones internas. Por ejemplo, aglutinar familias políticas que defienden una posición más atlantista con respecto a Ucrania, como hacen Meloni o el partido polaco Ley y Justicia (también del grupo ECR), frente a otras que no disimulan sus simpatías hacia Putin, como Le Pen o el húngaro Orbán. Incluso la contradicción de ser abiertamente racistas, abogando por “fronteras fuertes” contra la “inmigración islamista y musulmana” para salvar “el futuro de nuestra civilización” —como hizo el portugués André Ventura, de Chega! (ID)—, a la vez que arremeten contra el supuesto racismo antisemita perpetrado contra el pueblo judío, a pesar del historial antisemita que caracteriza a todos.
La defensa de la identidad nacional funciona como esa amalgama de nociones e intereses contradictorios que aglutinan ansiedades sociales a través de emblemas efectistas. “Supremacismo feminista”, “totalitarismo woke”, “globalismo socialista” conforman un imaginario en el que proyectar un enemigo común contra el que “la alianza global entre patriotas” emprenderá su cruzada. Gracias a ese enemigo común, por ejemplo, se defiende la libertad al tiempo que se ataca el aborto.
En Madrid se hizo visible un fenómeno complejo e inquietante de mil caras (autoritarismo, demagogia, populismo, antiliberalismo, neofascismo, libertarismo) que ha conseguido simplificar los mensajes en una narrativa coherente que proporciona arraigo y logra conectar con los temores que provocan los nuevos desafíos contemporáneos. Lo más inquietante es que esa coherencia contrasta con la confusión total que reina en la derecha tradicional, que sigue sin hablar con claridad sobre la Europa que realmente quiere y con quién la quiere construir.