Al maestro, con amor-humor 

El histórico momento en el que el escritor colombiano Gabriel García Marquez se convirtió en el Premio Nobel de Literatura en 1982.

Por Óscar Domínguez Giraldo

Ya que estamos de muchos diez años de la muerte de García Márquez recordaré que  nunca le dije Gabo o Gabito, ni Gaba o Mercedes a su mujer quien estudió en La Presentación, de Envigado, no lo acompañé en su viaje en tren a Aracataca, no lamenté el  nocaut que le propinó Vargas Llosa porque nos habríamos perdido las fotos con el ojo colombino que le tomó el documentalista y escritor Rodrigo Moya, un mexicano nacido en Medellín

Jamás fui invitado a ninguna de sus casas, nunca me leyó, no tengo la primera edición de ninguna de sus obras, no tuve en mis manos el borrador de “En agosto nos vemos”, jamás me envió los originales de sus libros para que le capara gerundios pecaminosos o adverbios terminados en mente que le devolvían hasta el primer tetero.

No asistí (¡pobrecitico de mí!) a ninguno de sus talleres en la Fundación Nuevo Periodismo, de Cartagena, no soy amigo del Gordo Abello dueño de la Fundación Gabo, no figuré en el sanedrín que copó el avión presidencial que viajó a México para el homenaje colombo-mexicano cuando se volvió eternidad, no lo vi hacer papeles menores en películas basadas en guiones suyos. No fui incluido entre los doce mejores amigos suyos que lo acompañaron en Estocolmo. Llegué a la capital sueca arriando first class de Avianca.

No tengo dedicado ninguno de sus libros (pero me autodediqué Cien años de soledad: “A un tal Domínguez, eterno novel”: Gabo), no asistí al bautismo de sus hijos Rodrigo y Gonzalo, nunca le hice una entrevista exclusiva, no compartí hambres con él en París, no me hace guiños en ninguna de sus novelas ni en el pasa de sus crónicas periodísticas. Nunca dudé de que era Nobel en periodismo.

No soy su pariente ni en el millonésimo grado de consanguinidad, no he ido a Aracataca pero pienso volver algún día, no trabajé a su lado en el fugaz periódico cartagenero El Comprimido que hizo con el Mago Dávila, linotipista, tampoco camellé en Prensa Latina (envidio al prolífico y  lúcido quindiano Jaime Lopera quien sí lo hizo); no aprendí del maestro Gabriel  en las revistas Alternativa y Cambio. No me cabe duda de que era una cátedra ambulante.  No me dio el siguiente consejo: “Ser  buen escritor  consiste en  escribir  una  línea y obligar  al lector a leer la siguiente”.  (La cartilla se la dio a su parcero Guillermo Angulo).

No me chocaría jugar ajedrez con alguno de los personajes de sus libros. No me darían dado un brinco, modestia, apártate. Salvo el pianista vienés Badura Skoda quien en su última novela juega ajedrez con el marido de Ana Magdalena Bach quien lo gradúa de cornudo. 

No envidio – mentiras que sí- al escritor y abuelo Gustavo Arango (Medellín 1964) por haberse leído el borrador de la  novela en el archivo del Harry Random Center de la Universidad de Texas, lo que lo llevó a emprender la cruzada en favor de su publicación. No le dieron ni las gracias.

Gabo no me debe plata, le debo todo el oro del mundo por la felicidad brindada con la poesía de su prosa, no dudo que leerlo nos hace inmortales… mientras estamos vivos.

No sé dónde andaba yo cuando durmió ocho días en la casa del campeón de ciclismo Ramón Hoyos, en Medellín, según cuenta Orlando Ramírez Casas en su libro, “Buenos Aires, portón de Medellín”.

Gabo firmando autógrafos en Estocolmo. A su lado, el maestro Escalona. También aparecen el coronel  Nolasco Espinal, de bufanda, acusado de ser espía de la CIA, infundio que quedó sin piso, y Nacho Martínez, de sombrero y bigote dalilesco (odg)

En “represalia” soy gabólatra sectario. Le tomé  fotos firmando libros en Estocolmo en 1982 cuando fui a cubrir la entrega de su premio, no me alojé en su hotel sino en otro de pocas estrellas, el Amaranteen. 

Si no me tomé selfis con él fue porque ese juguetico no se había inventado.(Lo vi por primera vez en carne y leyenda en Washington en la firma de los tratados Torrijos-Carter, 1977. Lo invitó Torrijos. Fue la primera vez que NO lo entrevisté. Y yo, dizque periodista, ¡qué tristeza!).

Dios no tomará represalias contra él por su agnosticismo. Es más, ya lo tiene a su diestra mano. Ni loco que estuviera para perdérselo.  (Sus personajes creían por él: “Dios es mi copartidario”, decía el célebre coronel…). 

No dudo de que volveré a engullirme “Un ramo de no me olvides” del mencionado Gustavo Arango sobre su paso por el diario El Universal, de Cartagena, y la bella y documentada biografía “Viaje a la semilla”, de Dasso Saldívar que tanto le gustó al Nobel “porque se parece a mí”. (Líneas pasadas por latonería y pintura). 

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