Gustavo Petro estaba encerrado en su despacho el martes por la mañana cuando su equipo le hizo llegar un comunicado de la Fiscalía: Álvaro Uribe va a ser llamado a juicio por fraude procesal y soborno a testigos. El presidente de Colombia no sobrerreaccionó. Poco después se puso la gorra negra con la que va ahora a todas partes y se fue al aeropuerto militar, donde agarró el avión presidencial rumbo a Caracas. Le esperaba Nicolás Maduro en el Palacio de Miraflores, que lo recibió con una gorra blanca por deferencia con su invitado. El día transcurrió entre alusiones a Jorge Eliécer Gaitán, el político asesinado este mismo día en 1948, las elecciones venezolanas sobre las que Petro tiene más de una inquietud y el asalto a la embajada de México en Quito. El caso Uribe fue solo un arrullo de fondo.
El hermetismo de Petro en este asunto resulta un misterio. Pocos conocen lo que piensa realmente sobre la posibilidad de que Uribe, durante su mandato, pueda sentarse en un banquillo de acusados y acabar condenado, algo nada improbable si se atiende a las pruebas que hay en su contra. Sería la primera vez que un presidente colombiano sufriera una humillación semejante. Uribe y Petro se han reunido varias veces en el último año y medio en privado, aunque eso sí, con testigos. A Uribe le obsesiona que alguien hable a solas con él y después pueda calumniarlo. Siempre quiere que en la habitación haya más de una persona en su presencia. Así que en las reuniones o en las cenas en las que se han encontrado los dos presidentes había alguien más. Ahí se pronunciado el nombre de Iván Cepeda, el senador cercano a Petro al que Uribe trató de enredar en un caso de compra de testigos que al final se le volvió en su contra y lo tiene hoy en una situación precaria. En el otoño de su vida, cuando debería estar escribiendo libros y dando conferencias, el exmandatario se encuentra empantanado en este proceso judicial que le quita el sueño a un hombre que de por sí no duerme mucho.
Petro necesita a Uribe, o al menos esa es su sensación. Considera que para implementar la paz total en el país -una paz extensiva, que no solo sea armada sino también que resuelva la raíz de los problemas de educación y pobreza- lo necesita. El expresidente sigue teniendo mucho predicamento en muchas zonas del país y cuenta con la lealtad de las fuerzas armadas y la policía. La mentalidad uribista se infiltró en los cuarteles y las comisarías como lo hizo el chavismo en Venezuela. Al mandatario actual le gustaría tenerlo a su lado y por eso se ha mostrado magnánimo con él, no lo ha insultado ni vilipendiado en público últimamente, no ha aprovechado su condición de jefe de Estado para vengarse de ciertos asuntos del pasado. La posibilidad de que el Petro presidente pudiera frenar la imputación a Uribe resulta muy compleja en el muy garantista sistema judicial colombiano. Aunque Cepeda quisiera retirar los cargos o desistiera de buscar una condena, el tema está en manos de la Fiscalía y esa bola de nieve no se puede parar. Iván Duque lo intentó con un fiscal amigo suyo, Francisco Barbosa, pero dos jueces de circuito se negaron y luego el Tribunal Superior de Bogotá reafirmó que había que seguir adelante porque había suficientes pruebas.
La arquitectura jurídico-política es muy limitada. Cepeda se hunde en un espeso silencio cuando se le habla de la posibilidad de indultar a Uribe -para eso haría falta una condena previa- con el propósito de sacar adelante el acuerdo nacional que él defiende como salida a los males que aquejan a la República. En ese imaginario, en 2026 gobernaría el país una entente de izquierda, centro y derecha que pondría las bases para una paz social que abarcaría todo lo que queda de siglo. Cepeda ha convencido a José Félix Lafaurie, el presidente de los ganaderos, de que esta es la salida más prometedora para la nación. Lafaurie es íntimo de Uribe y es la línea más directa entre él y Petro. Su esposa es una de las figuras políticas de derecha más importantes, María Fernanda Cabal, que tiene aspiraciones presidenciales. Eso no quiere decir que su marido no las tenga y que quizá acaben compitiendo el uno con el otro, una circunstancia que seguramente no ha ocurrido jamás en la historia política de ningún país. Él sería favorable a este entendimiento nacional; ella, no.
Seguramente todo sea más sencillo. El periodista Daniel Coronell -con quien Uribe mantiene una enemistad personal profunda- y penalistas que han sido consultados por El Tiempo creen que el caso es demasiado sólido contra Uribe, por lo que la táctica más sencilla para su defensa sería dilatar el proceso hasta conseguir la prescripción. Hay mucho debate sobre cuál sería la fecha exacta de extinción de la causa, nada raro en un país donde cada persona con traje que se cruza uno en la calle ha estudiado Derecho. ¿Esto ocurrirá en apenas año y medio o en tres? ¿Sería una salida para Uribe? Es más, ¿sería un acto digno?
Coronell condujo y dirigió un podcast titulado Uribe Acorralado, que a la larga está resultando profético. Cada vez tiene menos escapatoria el presidente que estuvo dos periodos presidenciales, entre 2002 y 2010, y que hubiera estado tres si se le hubiera permitido constitucionalmente -se da por hecho que hubiera ganado-. De su situación se pueden extraer varias enseñanzas. Él puso en jaque a las Farc con una guerra frontal y el sucesor que designó, Juan Manuel Santos, concluyó esa ofensiva con un proceso de paz que desmovilizó a la guerrilla más brutal de América Latina. Uribe podría haber abrazado esos diálogos y hacerlos suyos, colgarse esa medalla, pero se opuso radicalmente, envileció a la opinión pública y cargó contra Santos sin piedad. Se escoró cuando no había necesidad. Sintió entonces que necesitaba resarcirse y nunca quiso abandonar ni su partido ni su influencia. Pensó que el poder total le volvería a acariciar la cabeza, le honraría de nuevo. Pero la realidad es que no supo irse, concluyen algunos. Y esto ha acabado encerrándole en un laberinto. El Petro que ahora oculta su cabeza con una gorra observa desde arriba, calculando la jugada. El futuro de Uribe puede ser solo eso, el de Uribe, pero también el del rumbo de toda una nación.