Por María Angélica Aparicio P.
En las páginas de la historia de América Latina se encontraría menos angustia si los españoles, los franceses y los ingleses hubieran permanecido quietos, como palmas de cera, sin moverse de sus territorios. Pero su presencia en América para conquistar y colonizar, cambió el panorama. Dejar que particulares entraron al continente en nombre del rey de turno, no fue realmente el mejor de los aciertos para el futuro que se forjaría después.
En esos viajes de Cristóbal Colón –1492 a 1504– no llegaron al continente –a Colombia– y a las islas del Caribe precisamente los técnicos, la gente culta, los profesionales de carrera, los inversionistas. Arribó una mezcla de gente que aportó lo mínimo al cuidado de la naturaleza, a la investigación, a las fuentes de producción, a la sabiduría de los indígenas que vivían con sus derechos, su economía, sus creencias y costumbres, su libertad.
Algunos conquistadores actuaron de acuerdo con las capitulaciones –derechos otorgados por el rey–. Fueron corteses, trabajadores y justos. A otros se los tragó la insensatez. Mostraron su superioridad para tomar las tierras –que no eran suyas– donde habitaban los indígenas. Acudieron a las armas para enriquecer sus bolsillos con piezas de oro, platino y plata. Por barco enviaron otras piezas, muchas, para enriquecer las arcas de los reyes. Sometieron a los indios al trabajo forzado bajo jornadas extensas. Patéticos sentimientos de envidia y rivalidad se tomaron estas tierras, las nuestras. Nunca trajeron la paz, no supieron enseñarla.
Pocos chances tuvieron los indígenas en la zona conocida como “América Española” –hoy América Latina–. En Colombia –como parte de esa América colonial –no hubo una articulación de procesos entre habitantes, conquistadores y colonos. Faltaron conversaciones, trato en las relaciones, respeto por lo ajeno, acuerdos para formalizar tratados. Muchas tareas se hicieron con el mismo enfoque: “O me das o te quito”. La violencia se regó como una suma de varias libras de arroz arrojadas al suelo. Desde entonces, la corrupción se quedó plantada en nuestro país como un frondoso árbol de mango.
El intercambio comercial que se desarrollaba con éxito entre las familias indígenas colombianas –Chibcha, Caribe y Arawak– se volvió con los españoles un odioso monopolio. Se compraba y se vendía únicamente entre dos partes: de un lado España, del otro, nuestro virreinato. Era un intercambio vertical, “tú a tú”. Comerciaban los españoles con la zona dominada, y punto. Colombia vivió más de 269 años bajo este sistema exclusivo, que llevó, con los años, a una cadena de otros males: pobreza, contrabando, mayor número de “vivos” en la política, en la economía y en la sociedad. Crecieron los contrabandistas y los bravos piratas que asolaban nuestros mares. No tuvimos opción de armar un ejército profesional al estilo de la infantería comandada por Napoleón Bonaparte.
Cuántos minerales preciosos (oro, plata, platino) salieron del virreinato de Nueva Granada –hoy Colombia– directo a España. No vimos un negocio técnico, honrado, una apuesta seria con beneficios reales para el país. Nos quedamos con los pañales puestos porque los españoles no dejaron preparada a la población en materia de extracción minera, de apertura comercial, de navegación náutica. No recibimos las ganancias justas para el progreso de nuestros pueblos costeros y de los pueblos internos.
Mientras fuimos colonia, Colombia –Nueva Granada entonces– avanzó poco en defensa de sus minerales, en leyes de equidad, en derechos y libertades. Crecimos amarrados y militarizados. Una minoría de ciudadanos –criollos y mestizos– pudo tener acceso a los privilegios políticos, económicos y culturales de la época colonial. Los demás habitantes, desde mulatos hasta zambos y negros, se quedaron sin educación, sin viviendas de calidad, sin proyectos sostenibles encaminados a un futuro prometedor.
Los trabajos de investigación de la Expedición Botánica –estudios de calidad logrados en la colonia– se oscurecieron tras el fusilamiento de los criollos y mestizos más prominentes de esa etapa, que trabajaron como científicos y artistas en la expedición. No se pudo defender ni los dibujos gráficos en los que se pintaron datos de nuestra flora, porque muchas obras fueron llevadas a España para engrandecer el “patrimonio” de sus museos.
Ni en sus ropas se diferenciaban mucho los aristócratas independendistas y los colonizadores españoles, como los protagonistas de la pelea del 20 de julio de 1810 por un florero.
Tras la batalla de Boyacá –realizada entre patriotas y realistas en 1819– militares y civiles españoles se marcharon del país. Algunos cuantos se quedaron, los demás, salieron rumbo a España y a otras regiones de América. Dejaron nuestro territorio con daños en la justicia, en gestión política, en ciencias naturales, en agricultura. Sembraron un retroceso de trescientos años sin un solo principio democrático. Hoy no hemos logrado desembarazarnos de los tóxicos residuos que quedaron desparramados a lo largo de nuestro territorio nacional.
Ya llevamos varios años con numerosos trancones en todos los aspectos. Del colonialismo pasamos a la “Patria Boba”, y de esta “Patria”, caracterizada por montañas rusas que vienen del estilo retrógrado de la monarquía española, nos dirigimos a un laberinto donde la puerta de salida, oxidada, parece obstruida para el bienestar de todos.