Los Danieles. Platos rotos

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

La semana que termina regaló al excandidato presidencial Rodolfo Hernández una noticia buena y una mala. La buena: el Consejo de Estado ordenó a la Procuraduría General de la Nación que devuelva o no cobre al esperpéntico personaje una suma correspondiente a la suspensión de su cargo decretada por resolución en 2020 tras la vulgar agresión de Hernández a un empleado municipal. Ocurre que, según algunos juristas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Procuraduría no puede sancionar a funcionarios de elección popular.

La noticia mala: que un juez de Bucaramanga consideró delictiva y corrupta otra actuación suya cuando era alcalde de la ciudad en 2016. Se trata de un contrato de asesoría por 344 millones de pesos otorgado a un compinche de su hijo. La amañada operación era antesala de un proyecto de manejo de basuras que permitiría a la empresa Vitalogic ordeñar durante tres décadas los dineros municipales. 

No me sorprende la sentencia contra Hernández. Durante la campaña presidencial se distinguió por su ordinariez, sus mentiras y su soberbia de ricachón, lo que no fue óbice para que recibiera el apoyo de conocidos líderes que uno consideraba rectos y sensatos y que hoy se esconden abochornados.

Lo que llamaba la atención no era tanto la magnitud de las cifras como el descaro y la impudicia con que actuaban los beneficiados. La anulación del proceso por agresión a un funcionario y sus consecuencias económicas llevó a que Bucaramanga perdiera 95 millones de pesos. Suma que no parece colosal: es lo que vale un carro. Pero un patrullero de la Policía, que gana 2’104.000 de pesos, debe trabajar tres años y medio para reunirla. 

Ni hablar, en cambio, de los 70 mil millones que se perdieron en el pozo podrido de los Centros Poblados. El presidente de Ecopetrol, que gana el salario estatal y las gabelas más elevadas del país —unos 150 millones mensuales—, tendría que trabajar 38 años para cubrir el hueco. Pobrecito. Ayudado por los sueldos oficiales del gerente del Fondo de Adaptación (79 millones mensuales), el de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (76.5 millones) y de cualquier magistrado de las Cortes (62 millones), podría redimir la deuda en “solo” 16 años: 22 menos.

Siempre tuvimos la idea de que este era un país pobre porque, entre otras razones históricas, gastaba en guerras civiles lo poco que tenía. El profesor Jaime Jaramillo Uribe describió así a la Colombia de 1823. “No hay gran riqueza, pero tampoco pobreza extrema”. Durante siglo y medio siguió por los mismos cauces. Pero en las últimas cinco o seis décadas se agrandó el abismo entre una riqueza formidable y una pobreza inhumana. 

Ahora somos un país pobre al que lo roban rico. El Estado era esquelético y menguado; hoy firma contratos billonarios y sostiene una nómina colosal: congresistas de más de 43 millones mensuales; alcaldes de minúsculos pueblos que perciben 15 millones; ministros de 21 millones básicos; un presidente que gana, entre sueldo y gastos de representación, 47.825.190 pesos.

El aumento de la capacidad económica del erario resulta ridículo frente a países desarrollados, pero es incomparable al lado de la tradicional escasez de nuestras arcas. Eso, y la fiebre de imitación que despiertan las grandes fortunas —no pocas de ellas producto de dineros calientes—, han desatado la corrupción que corroe a todo el país.

El poder del dinero (“ojalá mucho y prontico”), tienta y conquista a numerosos individuos. El más reciente ejemplo es el de unos carrotanques varados en el desierto mientras la Guajira muere de sed. Su precio, según versiones diferentes, fue de 50 mil o 76 mil millones de pesos. 

Hasta los vigilantes se han contagiado. La Procuraduría, al ver cortada por organismos internacionales su capacidad de destituir funcionarios elegidos popularmente, inventó en Navidad de 2021 una semirrama judicial para conservar esa facultad al menos en parte. Fue así como la procuradora Margarita Cabello, el expresidente Iván Duque y las huestes parlamentarias de Álvaro Uribe crearon un monstruo de 1.200 cargos que nos cuesta a los contribuyentes casi 12 mil millones de pesos al año. Es una fronda carísima: procuradores delegados de 34 millones mensuales; viceprocurador de 22; profesionales de 18; jefes regionales de 13; asesores de 19… 

Si alguien pide explicaciones por el derroche, le mienten en público: El desarrollo del país lo exige… Es el precio de la modernidad… Hacemos todo por servir a la ciudadanía… Únicamente en secreto confesarán la verdad: Me nombraron para que aprovechara… Está muy caro el precio del voto… Solo los pendejos dejan pasar la oportunidad de enriquecerse…   

El esquema corrupto agudiza las tensiones sociales. Piensen que el salario mínimo es de 1’300.000 pesos y que un soldado gana 650.000, y entenderán cómo el Estado, lejos de combatirla, multiplica la vergonzosa diferencia de ingresos en la sociedad colombiana.

No es difícil adivinar quién rompe los platos. Y aún más fácil es saber quién los paga: yo, tú, vos, él, nosotros, ellos…

Vientos de guerra

Me preocupó ver al exvicepresidente Francisco Santos en plan de lanzar ataques dignos de Trump contra los “sinvergüenzas” de la ONU y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y proclamar consignas violentas: “Petro moviliza sus sicarios para que intimiden a la Corte”… “Nos va a tocar organizarnos”… “Aquí va a haber una guerra civil”… “A los ciudadanos, no a la policía, nos tocará parar la primera línea”… “Vendrá el uso de la justicia para intimidar a la oposición”…

Debo reconocer que este loquito simpático —mi antiguo compañero de trabajo en El Tiempo y de fervor santafereño en el estadio— es ahora un Fachito Santos. Y, si insiste en su irresponsable discurso que invita a desatar una guerra entre ciudadanos, podría volverse un loco peligroso.

Esquirla: proponer una Constituyente para remediar problemas de desentendimiento político es como matar cucarachas a cañonazos. Negocie, dialogue, parlamente, presidente Petro.

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