Daniel Samper Ospina
Una mañana, tras un sueño intranquilo, me desperté convertido en un monstruoso ser de derechas: como no me sucedía en mis casi cinco décadas de vida, y ante cada uno de los informes del noticiero, me descubrí a mí mismo alegando frente a la pantalla del televisor con una vehemencia que solía reservar a las transmisiones de fútbol. Unos mocasines me crecieron en los pies. Pantalones de paño con prenses recubrieron de la nada mis bluyines de siempre. Un chaleco de hilo, con escudo de la familia, pendía de repente de mi pecho. Y así, en apenas instantes, encontré a mi propio yo exigiendo mano dura ante las noticias sobre el deterioro de orden público; quejándose en voz alta de la política gubernamental de ofrecer un millón de pesos a los jóvenes pandilleros con frases como “¡claro, para que a uno le vaya bien hay que ser delincuente!”; defendiendo la propiedad privada ante la estrategia del gobierno de marchitar sectores de la producción, como el de la energía, acaso para apropiarse de ellos. Y soñando en secreto con aprender a jugar golf.
Tumbado sobre mi espalda dura, no hallaba posición ni comodidad. Suponía hasta hace poco que nada podía ser más regresivo que el gobierno progresista de Gustavo Petro, cuya reforma a la salud, así en estado puro, como está, nos puede conducir de nuevo a los tiempos del Seguro Social; y suponía también que aquel desencanto frente al primer gobierno de izquierda podía producirme cierto nivel de sensatez parecido al de ser adulto. No en vano dicen que quien no sea de izquierdas antes de los 40 años, no tiene corazón; y quien lo siga siendo después de los 40, no tiene cabeza.
Pero padecer aquella transformación en carne propia resultaba especialmente doloroso, y parecía acelerarse con los titulares que disparaban las noticias del regresivo y deshilvanado gobierno de Gustavo Petro: “Guerrilla retoma lugares estratégicos”, “Acusan al presidente de ganar las elecciones gracias al ingreso de dineros ilegales a su campaña: implicado dice que el candidato sí sabía”; “Existe severa amenaza de apagón”. ¿Qué sigue ahora? —me pregunté—: ¿que Paola Turbay participe en Miss Universo? ¿Que la selección Colombia juegue con un horrible uniforme color salmón? ¿En eso consistía el tal cambio? ¿En regresar a los años noventa? ¿El hermano de Petro es mamón?
Si este es el presidente progresista, no queda más remedio que volverse opositor de los de verdad, me dije, de los de derecha, así corra el riesgo de terminar cotizando caballos de paso fino o saliendo a trotar con Diego Santos.
Pero justo cuando el tránsito de mi metamorfosis parecía irremediable, apareció la noticia de la patética marcha de las antorchas convocada por el Centro Democrático para conmemorar el resultado del plebiscito y no pude encontrar mejor antídoto para mesurarme: los más excelsos representantes del uribismo se reunieron en el norte de Bogotá, encendieron amenazantes antorchas luminosas —no se sabe aún si como guiño al KKK o a supertiendas Olímpica—, y, en medio de cánticos militares, marcharon bajo la noche bogotana con la llama viva: ¿a dónde se dirigían, acaso?; ¿a una biblioteca? ¿Iniciarán una quema de libros, una de brujas? ¿A eso se debía la presencia de María Fernanda Cabal?
Porque allí aparecía ella, firme y decidida, al lado del General Zapateiro y del candidato Molano, y en ese momento comprendí que el despiporrado gobierno de Gustavo Petro será la plataforma electoral perfecta para que prospere la candidatura de doña Mafe, convertida ahora en la Bukele colombiana, en la Milei del Valle del Cauca: Mileidy Cabal, la mujer que se dejará crecer las patillas, ofrecerá mano dura, dolarizará la economía, recortará los costos del Estado con motosierra. Y fusionará los cargos estatales más importantes para que el comisionado para los Derechos Humanos, doctor Andrés Escobar, dirija a la vez el DPS y ofrezca subsidios de un millón de pesos a los jóvenes Cabal; Alicita Franco sea viceministra de la Juventud y directora de Colpensiones, y Rafael Nieto se convierta al tiempo en canciller y ministro de Defensa y declare la guerra a Venezuela y Nicaragua.
En el gobierno de la Cabal, la vicepresidenta será Paola Ochoa, para tristeza del doctor Miguel Polo Polo, a quien confinarán al cargo de alto comisionado para el Masaje Presidencial, en reemplazo de Nerú. Alejandro Ordóñez será ministro de Educación Sexual y director de Memoria Histérica. El general Zapateiro ocupará el Ministerio de Cultura y Ciencia y prohibirá la obra comunista de García Márquez. Oscar Iván Zuluaga reemplazará a alias La Mechuda, cuyo cargo resucitarán, como homenaje a Uribe, quien, a su vez, será fiscal general, ministro de Justicia y director de la JEP, todo al tiempo, y a cuyo mayoral de confianza, Jorgito, la presidenta condecorará con la cruz de Boyacá.
Diego Molano será director del fusionado Esmad/ Inpec y construirá, al lado del protestódromo, una megacárcel que encierre sin fórmula de juicio a todo aquel que haya tomado vino caliente y tenga zapatos de gamuza. El ministro de Obras Públicas y Medio Ambiente, Enrique Peñalosa, construirá un muro que nos separe de Venezuela y una gran avenida que tapone de una vez el tapón del Darién. Diego Cadena será director de la Aeronáutica Civil y ministro de Agricultura para promover de un solo golpe la exportación de brevas lloroseadas en avionetas de lujo. Iván Duque será ministro de Salud y ordenará retirar las etiquetas de alimentos con azúcares o grasas saturadas. Armando Benedetti y Roy Barreras, viejos cabalistas de toda una vida, serán jefes de la coalición de gobierno, al que ayudaron a ganar, y liderarán las reformas del cambio desde el Congreso, poco antes de cerrarlo para entronizar a la primera mandataria de la nación, mientras José Félix Lafaurie, el primer damo de la historia, baila bullerengue en la posesión, en blanco traje papal, al son de una papayera, para no ser menos que su antecesora.
Al final de la noticia, noté con alegría que los mocasines y el chaleco se desvanecían y que lograba regresar a mi condición original: desoladora, sí, pero digna. Porque es así. No soy de aquí ni soy de allá: no tengo corazón, tampoco cabeza, y mucho menos pelo. Que me libren de Petro y la Cabal y demás locuras vanas que todo lo dividen. Y mientras terminaba el noticiero me prometí a mí mismo reservar tanta pasión inútil únicamente al fútbol, en especial si juega la selección Colombia. Así lo haga con ese horrible uniforme color salmón.