Ana Bejarano Ricaurte
Aterrizó el ministro de Justicia, Néstor Osuna, una de las propuestas de Gustavo Petro en campaña: la reforma a la Procuraduría. Osuna propone un cambio constitucional que le quite a la Procuraduría las facultades de limitar los derechos políticos de los ciudadanos a ser elegidos y a ejercer cargos de elección popular. Lo mismo para la Contraloría. La idea es impulsar una reorganización que contribuya al fortalecimiento de la rama judicial.
Inmediatamente despertaron los enemigos de la reforma. La senadora y precandidata de los lunáticos de la derecha latinoamericana, María Fernanda Cabal, advirtió que conduciría al “roben, roben” de las autoridades regionales porque la justicia contencioso-administrativa es lenta y evitaría la sanción en tiempo de los ladrones del erario.
Y lo cierto es que se han discutido y debatido hasta el cansancio las maneras en que es posible reformar o no la Procuraduría; opciones y propuestas hay suficientes. Lo que es innegable es que ese organismo se convirtió en un botín burocrático grotesco que debe ser reducido y reconducido. Lo que ya era una entidad gigantesca, lleno de cargos apetecibles por esa “gente que le gustan las migajas”, como diría Molotov, creció bajo el mandato de Margarita Cabello Blanco. La primera procuradora mujer en la historia de la institución ejerció de la mano de Iván Duque y ambos aprobaron vía decreto un incremento injustificado de personal de 1200 cargos que nos cuestan doce mil millones de pesos anuales.
La absurda reforma, otro de los cuestionables legados de Cabello Blanco, vino en manera de hacerle el quite a la orden que impartió la Corte Interamericana de Derechos Humanos por cuenta del caso Petro Urrego contra Colombia. La sentencia es clara y ordena que “los funcionarios de elección popular no puedan ser destituidos ni inhabilitados por decisiones de autoridades administrativas”. La extraña interpretación de Duque y su amiga fue la de crear una segunda instancia en la Procuraduría que contrariaba todo lo dicho por el sistema interamericano.
En ese precedente el Estado colombiano fue sancionado por cuenta de la peligrosa pataleta que armó Alejandro Ordóñez al sacar a Petro de la Alcaldía de Bogotá. Otro procurador que usó política y arbitrariamente su cargo y confirmó la necesidad de reformar profundamente ese organismo.
Una entidad redundante que se cruza en funciones con la Defensoría y la Fiscalía, que además ha servido para comprar las conciencias de magistrados, congresistas y políticos regionales. Es una expresión sofisticada del clientelismo colombiano al que la Corte Constitucional tuvo que prohibirle la dinámica podrida del “yo te elijo, tú me elijes”. Triquiñuela con la que Ordóñez engrasó a la Corte Suprema de Justicia.
Los cambios son necesarios y urgentes y los de Osuna parecen estar bien encaminados y responden a las máximas que debe cumplir el Estado tras la sentencia de la Corte IDH. El proyecto de acto legislativo propone que el presidente cuente con facultades extraordinarias por seis meses para expedir decretos con fuerza de ley que le permitan reorganizar a todos los funcionarios que serán trasladados de la Procuraduría a la rama judicial.
Esas funciones deberán ejercerse con enorme cautela para impartir una política pública seria de control disciplinario y sanción a la corrupción que permita fortalecer el control interno de las entidades, y armar adecuadamente a la Fiscalía y a la justicia para que realmente persigan y sancionen a los corruptos.
Pero, además, como quien no quiere la cosa, podrán servir para la revolución judicial que el sistema pide a gritos hace décadas sin que nadie haya sido capaz ni siquiera de proponerla. Desde la Constitución de 1991, la justicia necesita una reformulación que le permita tener más funcionarios, mejor repartidos y una administración seria de la justicia como servicio.
El traslado de funcionarios a la justicia y el correspondiente robustecimiento del sistema podrían servir como la reforma judicial que ante la desidia de muchos siempre ha estado pendiente. Porque cada vez que alguien la plantea se proponen cambios para las Cortes y se habla de las funciones electorales (todos asuntos importantes), que en poco o nada cambiarán el acceso a la justicia de la gente común. La preocupación debe ser por el ciudadano de a pie y esta reforma podría, accidentalmente, atender un problema estructural.
Mucho se ha hablado sobre la reforma judicial de Petro, y de todos los otros presidentes que nada hicieron por el acceso a la justicia de la ciudadanía. La propuesta de Osuna de robustecerla con la cantidad de cargos redundantes e ineficientes de la Procuraduría, de usar los retazos para enmendar un sistema roto, puede ser la revolución judicial que esperamos hace décadas, casi por accidente.
Para lograrlo deberá superar los obstáculos de un Congreso que no le camina al Gobierno, de una procuradora y un fiscal a quienes no les conviene la eficacia ni independencia de la justicia, de alfiles de la corrupción que ven este cambio como el fin de una bolsa de prebendas electorales, de los que se opondrán ciegamente a cualquier iniciativa de este gobierno. No la tiene fácil Osuna, pero, bueno, ¿cuál revolución lo ha sido?