Elegía por mi vieja mejor amiga, la Olivetti

Olivetti artistada

Por Óscar Domínguez G.

Para tratar de saldar una deuda de gratitud con ella levanté estas líneas en mi vieja máquina de escribir Olivetti Lettera 22. Desde su jubilación, Oli vive al lado de mi computador que apenas la determina. Nos damos el besito de los buenos días y de las buenas noches. De pronto la saco al parque o nos asomamos a la ventana a ver pasar el viento.

Oli me mira siempre con fidelidad de Nipper, el centenario perrito de la Víctor. ¡Cuántos madrazos me habrá echado por haberla relegado al olvido! Disculpa, Letterita.

Tenía polvo hasta en el puntico sobre la i. La quiero como el Tuerto López amaba a sus zapatos viejos. O Luis Carlos González a su trasnochadora  Pereira. Me gustaría invitarla a tirar paso. O gastarle algún vinillo exquisito a tono con su alicaída aristocracia.

Saludo reverente la tecla de mi máquina que retrocede un espacio cuando la acciono. Mis respetos a la palanca que me permite mover el carro. Me apena no recordar para qué servía la tecla roja. 

El computador lo hace todo automáticamente. Solo la falta que redacte las noticias, escriba crónicas, cuentos, poemas, obituarios. 

Las destrezas del computador explica en parte los celos de mi Olivetti, furiosa Otelo moderna.

Echaba de menos el sutil ruido de la campanita que me alerta para partir correctamente las palabras al final del renglón. Detalle que no tiene el compu que tiene corazón de iceberg.

Una delicia, mi  viejo cachivache. Jamás borró ningún archivo. Si el rodillo hablara contaría muchas historias que se han ido acumulando unas sobre otras como en un palimsesto de ficciones y espero haber utilizado bien este voquible.

A Oli jamás se le cayó el sistema. Le perdono que no tenga tecla para borrar cuando meto mal el dedo. Nos perdonamos las pilatunas como dos nuevos amantes.

Nada de escribir en calibri, mi preferida. El tipo y el tamaño de letra de mi Olivetti jamás cambian. Como los pájaros que “nunca cambian de canción”. 

No sólo en la vida, también en la máquina de escribir, están mal repartidas las cargas. Les toca camellar más a los dedos índices. Los pulgares son más bien zánganos. Cosas de la dedocracia.

Esto no es tan válido para quienes escribimos con todos los dedos (modestia, apártate). Nada de chuzografía.

Jorge Eliécer, el tío que me financió las primeras cervezas y las novias iniciales, me enseñó  desde el principio a utilizar todos los dedos.

En mínima reciprocidad, cuando murió, en Silvania, Cundinamarca, dormí plácidadominguezmente en su casa, con su cadáver al lado. Lo despedimos con ruidosas  exequias. Después enviamos por avión sus cenizas a Medellín. Arriando clase económica. No alcanzó la quincena para remitirlas en primera. 

Mi Olivetti se estremece un poco con la historia del tío que acabo de contar. Me dice desde su  silencio de metal: “¿Por qué no te callas, &%$#?”.

Mientras escribo, miro las teclas de mi máquina que se disparan contra el papel y regresan a su base, cual bumeranes.  

He pasado un nostálgico rato tecleando en este hermoso y nostálgico aparato, de un color azul verdoso que desafía mi daltonismo. Me acompaña desde hace 45 años, bajita la mano. Me ha ayudado a levantar pa los garbanzos. Y a redactar uno que otro poema para el olvido.

Con asombro descubro que en el árbol genealógico de toda máquina de escribir hay una bala perdida. Lo digo porque Remington,  su  primer fabricante en 1874, inicialmente fabricó armas.

Este  Gutenberg gringo se dejó seducir por el pacifismo de la máquina de escribir. Lo de Remington fue como pasar del ateísmo a todos los dioses. Fue el último romántico. Paz sobre sus teclas. 

Termino el ritual  de escribir estas líneas sacando la hoja del rodillo. Me recompensa con su melodía apacible que recuerda el ruido del periódico que penetra por debajo de la puerta: ¡zas! Mi Olivetti conserva su sinfonía de siempre, la que me regala a medida que tecleo. Me hace sentir como si estuviera tocando piano.

Gracias, Oli. Regresa a tu bien ganado silencio de cartuja. Con tu venia me paso al computador para levantar el texto, editar, contar palabras y enviar a posibles lectores. Un beso en tu punto G. (Líneas corregidas -creo- y de pronto aumentadas).

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