Divagaciones sobre el fútbol

El arquero Foto ODG

Por Óscar Domínguez G.

Por jugar en la calle, el mejor cuarto de la casa, a los nueve años me metieron a la guandoca. Lancé la operación lágrima  y en minutos tenía la libertad por cárcel. El fútbol era la religión de los aristócratas de gallinero que frecuentábamos los cinemas de barrio. 

Cuando me encapriché con el balón no conocíamos el hielo. El periódico no llegaba nunca. Solo teníamos tiempo de ser felices dándole patadas al cuero. 

Los tiempos cambian, diría con mi filósofo Perogrullo: la noticia del descubrimiento de América se dio seis meses después en Europa. Hoy se produce un prosaico gol en Cafarnaún y millones lo disfrutamos en vivo. (Hacer un gol es como hacer el amor, dejó dicho don Alfredo Di Stefano, para muchos el mejor jugador que pisó el césped).

Mucho de beso de Judas habrá siempre en ese apretón de manos que se dan los jugadores al iniciar el partido.  El ritual de darse la mano en los deportes me recuerda la desganada paz que nos damos en misa.

Los jugadores relegados al ostracismo de la fría banca,  lucen el rostro desolado  del oficial o del recluta que resultó elegido para perseguir malandros en la selva profunda.

No lo sospechaba  el padre Astete, pero el fútbol sirve para demostrar la existencia de Dios: cada vez que marcan un gol, los jugadores  miran al cielo en acción de gracias. Si  fallan, también miran hacia allí  en señal de reproche  al Galileo por haberles negado ese pedacito de inmortalidad. 

A los deportistas los suicidan  pronto en su espléndida primavera. Tienen escasa vida productiva.  El olvido está al final de la jornada. Pero han aprendido: al lado mujeres de viento, sacadas de la pasarela, olorosas a Chanel, los nuevos dueños del balón se tutean en el baño turco y en el bar con sus asesores económicos, egresados de Harvard. Tienen los pies en la cancha y el corazón en Wall Street. Pragmatismo ante todo. Ni bobos que fueran.

A los que hacen los goles, sus compañeros casi los masacran a punta de besos, babas y abrazos rompecostillas. Algunos piensan, casi ahogados debajo de  la montaña de huesos que les cae encima,  que habría sido mejor no haber anotado ese gol. 

Los futbolistas deberían jugar con protector de acero para evitar que el balón los impacte en “partes pudendas”. Por solidaridad de género, los hombres sufrimos al ver a los colegas que hacen parte de esa muralla china de testículos en los tiros libres, tratando de proteger “la petite différence”.

Hay que practicar tolerancia con  árbitros. Conviene repetir la frase que Wilde leyó sobre el piano de un salón de baile en Salt Lake City: No dispare sobre el pianista: lo hace lo mejor que puede.

Arqueros hay que se salen de los guantes porque sus defensores los hacen trabajar más de la cuenta. Mejor sería que se hubieran quedado en casa viendo los partidos por televisión, acariciando el gato y comiendo crispetas.

Estamos en mora de que jugadores y árbitros lleven micrófonos ultrasensibles  que nos permitan a los dueños del espectáculo – los hinchas- saber qué comentan entre ellos. Nos estamos perdiendo la mitad del jolgorio. Sería el mejor de los realities.

Hay aficionados que si no los muestran una millonésima de segundo en las transmisiones de televisión, consideran que perdieron esta reencarnación.

¡Muchos maridos infieles son sorprendidos por la televisión con las manos en la masa ajena en las graderías¡ Sus mujeres los hacían estresados en alguna monótona junta, levantando para los garbanzos.

A esos balones que pegan caprichosamente en el palo les quedaron faltando diez centavos para el gol.

Qué envidia de los árbitros: tienen 90 minutos, más el tiempo adicional y el de los penaltis, para que les recuerden a su mamacita. 

 La televisión impacta a la aldea global con cámaras tan sofisticadas que nos permiten ver en detalle el movimiento del esternerocleidomastoideo cuando los atletas sudan sobre el campo.

Muchos partidos se juegan en cada jornada. Uno es el partido que diseñan los técnicos, y otro el que interpretan los jugadores. 

Nuestros “expertos” en fútbol nos hacen sentir imbéciles. Hay un recurso infalible para ver los partidos con lo poco o mucho que sabemos de fútbol: accionando el botón que decreta el silencio.

Los hinchas necesitamos estar sufriendo. Son gajes del oficio. Así que no se nos tilde de judas porque vamos cambiando de equipo a medida que mandan a la ducha al club  de nuestras entretelas.

A los que se sacan los mocos y escupen en varios idiomas deberían obligarnos a aprenderse de memoria los manuales de urbanidad… en chino.

En reciprocidad con los buenos momentos que me ha deparado el fútbol, sugeriré mínimos aportes para mejorar el espectáculo:

Propongo terminar con el fuera de lugar que le hace perder ritmo al juego. Acabó con los “palomeros” o “güeveros”, esos avivatos del gol que tratan de pescar en río revuelo en jurisdicción del arquero. Pertenecí a esa cofradía.

No más empates en el fútbol. Siempre habrá un ganador así sea al cara y sello. O jugando tejo. 

Por respeto a los derechos humanos, no más barreras de testículos en los tiros libros. Un balonazo perdido puede graduar de eunucos a los jugadores.

Solo se podrán hacer cambios hasta el minuto 70. ¿Qué es esa vagabundería de meter a un tipo faltando minutos para irse a las duchas?

Jugador pillado quemando tiempo recibirá tres tarjetas amarillas. Y quedará sin wasap y sin sexo por el resto del torneo.

Por último, los tiros penaltis decisivos los cobrarán el dueño del equipo o la señora del tinto. Ahí les dejo el cuero… 

(Líneas pasadas por el taller de latonería y pintura).

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